ALEXANDRA VALLUGERA
John Stuart Mill (1806-1873) fue uno de los pensadores liberales con más peso en la Inglaterra del siglo XIX y aún hoy es de los filósofos políticos presentes en las aulas de cualquier facultad de Ciencias Políticas. Liberal, ateo, feminista, utilitarista altruista, rompió con sus maestros James Mill, su padre, y Jeremy Bentham, su padrino, en la definición del utilitarismo: antepuso el bienestar del colectivo por delante de la felicidad individual. Y lo hizo, principalmente, en su ensayo On liberty.
En un ensayo sobre la libertad, lo primero es la definición clara de qué se entiende por libertad y a qué hace referencia. Por libertad, y ya en la primera línea de la primera página, Stuart Mill define “la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo”. En otras palabras, el derecho del individuo a disentir de la colectividad y la obligación de esta colectividad de defender el derecho a la discrepancia. Stuart Mill denuncia “la tiranía de la mayoría” entre los males, contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad. (…) o si los dicta (los decretos) a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas opresiones políticas, … deja menos medios de escapar de ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma”.
¿Y sobre qué cosas no debe mezclarse la sociedad, según Stuart Mill? Sobre el pensamiento, sobre la expresión, sobre las decisiones de vida individual, sobre cualquier aspecto que limite la individualidad. En resumen, el individuo debe ser libre para poder decidir a quién quiere rezar, si quiere rezar; a quien quiere amar, si quiere amar; a quien admira, si quiere admirar; contra quién o qué luchar, si quiere luchar. El único límite que encuentra Stuart Mill a la libertad es el daño a otro. El único límite que los gobiernos y la sociedad pueden imponer a un individuo es, precisamente, que esta libertad se dirija a dañar a otros miembros de la sociedad. Así, el individuo puede pedir a gritos la muerte de los miembros del gobierno, sin que este deba intervenir, hasta el momento que este u otro individuo haga acciones directas para llevar a término esta idea, esto es, la muerte de los miembros del gobierno.
Esta teoría de Stuart Mill, elaborada en pleno siglo XIX es más vigente que nunca en nuestros tiempos de control social del pensamiento y, con ello, de la palabra. O a la inversa: el control de las palabras está llevando al control del pensamiento. Sin llegar al punto de 1984, con el Gran Hermano y la Policía del Pensamiento, estamos cerca de un lenguaje que se aproxima demasiado a la neolengua que imaginó George Orwell.
La corrección política, la masificación de los mensajes que recibimos, la globalización de la sociedad y de los estereotipos que debemos cumplir para estar correctamente integrados en la comunidad, “en el mundo”, nos llevan a perder la individualidad y a ejercer el derecho y el deber del pensamiento crítico y libre.
Se censura y se intenta penalizar a quien piensa diferente y ejerce la vida de forma diferente en un ámbito privado convirtiendo acciones privadas en asuntos públicos. No hace falta ir muy lejos para encontrar demostraciones de esta situación: el matrimonio entre personas del mismo sexo, por ejemplo; el derecho al aborto; la libertad religiosa; las opciones políticas más extremas…
Stuart Mill define “el mundo, para cada individuo, significa la parte del mismo con el cual él está en contacto: su partido, su secta, su iglesia, su clase social”. Ahora, “el mundo” ha crecido y a la vez se ha reducido: el mundo ahora, para cada individuo, es, además de lo próximo físicamente (su calle, su grupo, su trabajo), lo próximo para devenir, para pertenecer, para sentirse parte del colectivo elegido: su facebook, su twitter, su instagram, su pinterest… Y hasta el infinito de redes que aparecen y desaparecen (fotolog, delicious, google wave, myspace…). Todos estos mundos limitan y controlan la libertad de los individuos bajo pena de ostracismo, ejerciendo esta tiranía de la mayoría que Stuart Mill denunciaba en el siglo XIX. La diferencia es que, mayoritariamente, se ha elegido formar parte de estos grupos que limitan la individualidad a cambio del sentimiento de pertenencia y de reconocimiento social.
La misma teoría de libertad que elaboraba y defendía Stuart Mill hace más de 165 años es plena y necesariamente vigente a día de hoy. Hace falta que se defienda la obligación de los individuos a discrepar, a ser diferentes, a pensar libremente y, por ende, a opinar, aún a riesgo de estar de acuerdo con la mayoría.
Alexandra Vallugera es politóloga por la Universitat Autònoma de Barcelona. @alexvallbal
Publicado en Beerderberg