Por qué el negacionismo climático tiene tanto éxito

MARTIN SZULMAN

«El ser humano no soporta demasiada realidad», escribió T.S. Eliot en el primero de sus «Cuatro cuartetos». Una realidad, en exceso, que se vuelve tan abrumadora como insoportable en tanto y en cuanto la pandemia se extiende en el tiempo; una situación que rebasa cualquier dimensión del mundo de lo posible. Y que, además, se le agrega un factor determinante: la incertidumbre. En efecto, esta sobre abundancia de realidad, combinada con la inseguridad en múltiples sentidos, construye una ecuación con un esperable desenlace: la desconfianza.

Como señala el filósofo Daniel Innerarity, la crisis de los «grandes relatos» no nos permite entender lo que pasa insertándolo en un esquema general para darle sentido a lo que ocurre, y que ha provocado el sentimiento de una pérdida de control sobre el mundo. Esto, cabría para la actual pandemia, pero también encuentra asidero en otra gran catástrofe de orden natural: el cambio climático.

En los últimos tiempos, el negacionismo ha mutado de campo. Si hacia la segunda mitad del siglo XX este se centraba en la negación de la historia reciente, particularmente sobre los horrores de la Segunda Guerra Mundial y sobre los genocidios ocurridos posteriormente, en esta era ha migrado hacia los grandes consensos de orden natural.

Cada vez queda más claro que nuestra época se caracteriza por menos seguridad y más incertidumbre y temor. Por lo tanto, en esa grieta entre el recuerdo de un mundo seguro y uno más salvaje o incierto, las construcciones ideológicas —cimentadas y fortalecidas a través de pequeños relatos conspirativos— encuentran terreno fértil. Así, en un tiempo que parece arrojar más interrogantes que respuestas, las historias de complots vienen a explicar lo inexplicado e incomprensible.

Como si esto fuese poco, presenciamos un incremento de situaciones que generan en la sociedad distintos tipos de patologías vinculadas a la salud mental. El aumento la ansiedad colectiva, el temor a una muerte repentina asociada al terrorismo internacional, las catástrofes ecológicas, el quiebre de la solidaridad orgánica, la decadencia del vínculo social, la inseguridad creciente del mercado de trabajo o la pérdida de confianza en las autoridades morales o en las palabras autorizadas («los expertos»), abren de par en par las puertas a la conspiración y a la negación.

Y por muy delirantes que puedan sonar algunas afirmaciones, operan como herramientas para dar sentido y lógica a las cosas tan disparatadas y desconcertantes «que suceden en un mundo caótico e inestable, en el que todo parece posible, incluso lo peor», como agrega Innerarity.

El negacionismo tiene oferta política

En la última década, y en particular en el pasado lustro, hemos visto que estas teorías se han constituido en opciones electorales competitivas. Han pasado de la marginalidad al mainstream. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en enero de 2017 representó el punto álgido de ello, además de la normalización de muchas de estas teorías que nos parecían descabelladas. En efecto, lo políticamente incorrecto y las presunciones conspirativas pasaron casi que a naturalizarse; es lo que se conoce como la Ventana de Overton, es decir mover al centro y convertir en aceptable lo que antes era radical o extremo.

En la última contienda electoral en los Estados Unidos pudimos ver cómo el trumpismo desde su negacionismo científico construyó el frente de ataque de su discurso electoral. Así, a través de mítines multitudinarios y confrontando directamente contra los argumentos científicos, logró aglutinar a su base anti-confinamiento y antivacunas, logrando incluso ensancharla. En ese sentido, construyó un puente narrativo entre el 2016 y el 2020; del anti-élite Washington (2016), al anti-élite científica (2020).

Pero la negativa climática o, más aún, el cientificista no es una condición sociológica exclusiva de los Estados Unidos. Lo vemos, también, en Brasil con Jair Bolsonaro. Como bien advierte Júlia Alsina en Comunicación política en tiempos de coronavirus, el negacionismo de Trump y Bolsonaro se ha adaptado rápidamente del cambio climático a su postura frente al coronavirus. Esta alineación de ideas dista mucho de ser azarosa. Responde, por caso, a una misma visión sobre el mundo que en el último tiempo se ha homogeneizado y potenciado a escala global. En consecuencia, insiste Alsina, «las intuiciones u opiniones de ambos se sitúan, muchas veces, como equivalentes a los hechos».

El rechazo del presidente brasilero a la tesis que señala al Amazonas como el pulmón del planeta, lo ha llevado a la apertura de este para la explotación de la industria minera y maderera, o bien al retiro de grandes fondos para la preservación del entorno selvático. Determinaciones como estas van en la línea de su escepticismo que ha manifestado más de una vez respecto del cambio climático, lo que lo lleva a no revisar la política medioambiental del gigante sudamericano. Una forma de pensar y de actuar que, claro está, tiene su correlato en amplios sectores de la sociedad civil.

Pero también existen otros líderes negacionistas que han revisado (moderado) sus posturas en el último tiempo, como el premier británico Boris Jonhson. Un cambio que se ha acentuado —tanto con el coronavirus como con el fenómeno del cambio climático— a partir de la derrota de Donald Trump. Otros, en cambio, como el italiano Matteo Salvini o el líder de VOX Santiago Abascal, han optado no solamente por rechazarlo de la centralidad de sus programas, sino que incluso se han mofado de este fenómeno en numerosas ocasiones.

Realidades caóticas y difíciles de asumir

Kate Starbird, profesora de la Universidad de Washington, explica que «nos resulta más fácil aceptar una teoría de la conspiración porque la realidad es mucho más caótica, azarosa y difícil de asumir». En ese sentido, el filósofo Santiago Alba Rico propone como posibilidad para comprender el florecimiento de teorías conspirativas —puntualmente frente a la pandemia, pero perfectamente extensible al cambio climático— una sobrevaloración de la ciencia y la medicina. En virtud de ello, subraya que en Occidente reinaba hasta ahora el mito de estar «protegidos de la muerte», es decir, que la ciencia siempre encontraría el recurso. Sin embargo, la pandemia —o el cambio climático— nos viene a demostrar que hay algo incontrolable, por lo que tendemos a pensar que cualquier sorpresa tiene que proceder de una mano oculta del hombre, pues ya habíamos vencido a la naturaleza.

Las teorías conspirativas tienen gran éxito hoy día, y es posible que continúen teniéndolo. Soportar la incertidumbre, como indica Antoni Gutiérrez-Rubí, es agotador. Y esa inseguridad reinante es un firme y casi desesperado llamado a la garantía; garantía de que el planeta está cambiando, garantía que la pandemia existe y es capaz de controlar. Garantía. Certeza. Seguridad.

Resulta difícil pensar hoy día un mundo con grandes resguardos. Y es probable que no volvamos a alcanzar las viejas y simbólicas seguridades. Pero, en todo caso, quienes tienen grandes responsabilidades sobre lo público deben trabajar por recomponer la confianza sobre los mecanismos rotos y, también, crear una nueva pedagogía para explicar lo incierto.

 

Martín Szulman es sociólogo, especialista en comunicación política y consultor en comunicación política en Ideograma. (@martinszulman).

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