ANA POLO
Fue la entrevista que creó el mito.
A las ocho y media de la tarde del 29 de noviembre de 1963, bajo una lluvia intensa, el periodista Theodore White llegaba a una casa en Hyannis Port, Massachusetts, donde le esperaba la viuda más famosa del mundo. Hacía siete días que, a las doce y media, y justo cuando el Lincoln descapotable que transportaba a John F. Kennedy y a su mujer se enfilaba por Stemmons Freeway hacia el Merchandise Mart, supuestamente Lee Harvey Oswald había disparado tres tiros desde el sexto piso del edificio del Depósito de Libros Escolares de Texas. El segundo tiro le traspasó el cuello al presidente; el tercero le destrozó el lado derecho del cerebro. Media hora más tarde, John F. Kennedy, 35º Presidente de los Estados Unidos, moría en el Parkland Hospital de Dallas.
Jackie recibía a White aquella tarde lluviosa no sólo para contarle cómo vivió el espeluznante asesinato de su marido, sino para asegurarse de que Kennedy no pasaría a la historia tan sólo como un presidente atractivo, o como el primer presidente católico, o uno de los más jóvenes, sino como la encarnación de un ideal norteamericano; como un “hombre mágico” que devolvió a la tierra el mítico Camelot.
Jackie iba a transformar a su marido en un mito.
Puede que la referencia pareciese excesiva, fruto del dolor de una viuda más que de una visión histórica realista, pero Jackie sabía perfectamente lo que hacía.
Su marido había sido un lector voraz y un amante de la historia: de pequeño le gustaban la aventuras del Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda; de muy joven había devorado “Marlborough” de Winston Churchill, su gran héroe; le encantaba citar a autores griegos y romanos; escribió un libro, Profiles in Courage, que ganó el Pulitzer; incluso los regalos que solía hacerle a Jackie eran libros de historia (“Los treinta y nueve escalones” de John Buchan, por ejemplo). Con semejantes antecedentes, no es difícil creer que John F. Kennedy hubiese querido para sí una biografía hecha por un gran historiador, alguien con la prosa de un Churchill, que supiera analizar sus logros y fallos con ecuanimidad.
Pero Jackie no estaba dispuesta a que los académicos le quitaran un ápice de grandiosidad; ella quería elevar su estatura política, situarlo en el panteón de los estadistas más destacados y, para ello, era muy consciente que Jack no necesitaba un tratamiento riguroso, sino una gran narrativa, un gran mito. Y lo encontró en Camelot.
Durante cuatro horas de entrevista la viuda de América reiteró cómo al Presidente le gustaba escuchar el musical de Broadway “Camelot”, de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe, y que ahora, en su desesperación, a Jackie no se le iba de la cabeza una frase de una canción: “Don’t let it be forgot, that once there was a spot, one brief shining moment, that was known as Camelot”, no olvidéis que hubo una vez un lugar, un breve y brillante momento, conocido como Camelot. Kennedy había sido eso precisamente para América, un “brief and shining moment”, el Camelot estadounidense.
Jackie se convirtió aquella tarde en la gran “spin doctor” de su marido, su mejor agente de Relaciones Públicas.
Nada se había dejado al azar. Jackie había supervisado minuciosamente todos los detalles de aquella entrevista. Quería que el periodista fuese Theodore White, afín al Presidente hasta el punto que había hablado elogiosamente sobre él en su famoso documental “The Making of the President” y en el libro con el mismo título que ganó el Pulitzer en 1962. Quería también que la entrevista apareciese en la revista Life, por entonces con siete millones de lectores, y que había acompañado a Kennedy en toda su carrera política.
Después de cuatro horas de conversación, White puso por escrito el artículo allí mismo, en el cuarto del servicio, en tan sólo cuarenta y cinco minutos. Jackie corrigió el manuscrito y añadió después de la famosa cita de la canción: “y nunca habrá otro igual”.
A las dos de la madrugada, el artículo definitivo fue dictado por teléfono a la redacción de Life desde la cocina de Kennedy. Los editores consideraron que quizás tanto Camelot era excesivo. Jackie, que había oído toda la conversación, lo negó con la cabeza.
Nacía el mito por el cual Kennedy es aún recordado.
La película “Jackie”, de Pablo Larraín, comienza precisamente con esta entrevista. Una soberbia Natalie Portman llena la pantalla, mezclando dolor y entereza, vulnerabilidad y fuerza, midiendo cada gesto, expresión y palabra, a veces desafiante, siempre controladora, con esa voz tan característica de Jackie Kennedy que Portman ha reproducido a la perfección.
Y es esta entrevista la que da apoyo a la película, mezclando flashbacks de años atrás con lo sucedido en los días posteriores al asesinato, cuando Jackie toma las riendas y decide hacerse cargo de un funeral de Estado que ha de emular el que en su día tuvo Abraham Lincoln, otro presidente asesinado.
En el fondo, la entrevista permite que haya dos películas en “Jackie”: una buena y otra excelente. La Jackie que vemos desde el asesinato de Dallas hasta el entierro es sensacional y justifica por sí sola todo el film; la Jackie de años anteriores, aunque tiene momentos estelares (la reproducción del documental sobre la renovación de la Casa Blanca es exquisita), resulta a veces redundante, seguramente porque se ha narrado hasta la saciedad antes.
Lo que nos lleva a la gran pregunta: ¿por qué otro biopic sobre Jaqueline Kennedy? La historia es de sobras conocida, su vida y legado se han reproducido hasta en la sopa, normalmente en producciones dulzonas (la que hizo Jaclyn Smyth en 1981 o la protagonizada por Roma Downey en 1991), o repitiendo clichés hasta la saciedad (Ginnifer Goodwin en 2013). Katie Holmes también lo intentó, desvelando la parte más agria del matrimonio, en la miniserie “The Kennedys” (por cierto, muy bien conseguida), pero se quedó en una actuación encartonada y perfectamente olvidable.
Quizás fuera precisamente porque todo lo que hemos visto hasta ahora eran estereotipos, porque nadie había sabido explicar del todo a la persona y no reproducir simplemente al icono. Lo que ha conseguido el guionista Noah Oppenheim en esta nueva versión es ofrecernos la versión más poliédrica de Jackie, la más consumada. Y también, gracias a una actuación sublime de Natalie Portman y una excelente dirección de Pablo Larraín, la que mejor la refleja.
Es la Jackie Kennedy que supera al simple maniquí de la elegantísima ropa de Oleg Cassini para recordar que ella, también, era una gran estudiosa de la historia. Es la Jackie Kennedy que odiaba con todas sus fuerzas a la política pero que aprende a ser políticamente astuta. La Jackie Kennedy que se pasa la campaña diciendo que el rol de una mujer es ser esposa y madre pero que, siendo como era culta, cultísima, es ella la que restaura la Casa Blanca y se rodea de artistas; la que se gana al presidente de Gaulle hablando francés. La Jackie Kennedy tímida, solitaria y no siempre segura de sí misma que acaba demostrando que es una roca de estabilidad.
Se necesitaba una mujer de una elegancia aristocrática para encarnar a Jackie en todas sus facetas. Y Natalie Portman supera el reto con soltura. Adopta manierismos, imita a la perfección movimientos e incluso borda el acento.
Cuesta creer que en las anteriores versiones ninguna actriz intentara algo tan característico de Jackie como su tono de voz: sibilante, como un susurro, como si le faltara el aire a cada sílaba, y totalmente irritante. Era el acento pijo de la clase alta neoyorquina, con toques de Rhode Island y cincelado en las escuelas de alta alcurnia (Jackie fue a la Chapin School de Manhattan, Holton-Arms School en Washington, Miss Porter’s School en Farmington, Connecticut, luego pasó por el Vassar College y se graduó en la Universidad George Washington, con un año de por medio en Grenoble y la Sorbona).
Era el acento transatlántico, con reminiscencias británicas (alárguense las vocales: all es óoool), que pronunciaban las grandes fortunas yanquis y que la aristocracia inglesa siempre miró con desdén, cuando no con poco disimulado asco, pero que a los neoyorquinos con cachet les parecía el sumun de la sofisticación.
Se ha dicho que Natalie Portman a veces fuerza la interpretación, que en momentos parece una actriz demasiado consciente de clavar el tono, excesivamente postiza. Pero Jackie Kennedy, al fin y al cabo, era así: meticulosa en cada gesticulación, consciente de que ella, también, era una actriz representando un gran papel para el público norteamericano. Todo estaba calculado, todo era artificial: la sonrisa desbordante y perenne, los gestos comedidos y rígidos, la actitud distante para mantener un aire de misterio.
Natalie Portman sabe jugar con estas dos Jackies: la que el público conoce y admira, y la que realmente era. Es su mejor interpretación hasta la fecha, y la que nos ha devuelto a la magnífica actriz que brilló en “Black Swam”.
Ana Polo (@nanpolo) es speechwriter en el Ayuntamiento de Barcelona