JÚLIA ALTÉS
En Nunca me abandones, Kazuo Ishiguro nos invita a visitar una Inglaterra donde existen centros en los que viven clones cuya finalidad es la de cultivar sus órganos para donarlos a terceros. Los protagonistas de la novela han sido creados para garantizar la longevidad de una parte de la población, la de las personas privilegiadas.
La primera que se atreve a decirlo en voz alta es Ruth, cuando afirma que “hemos sido modelados a partir del rechazo de la sociedad […] si queréis encontrar arquetipos […], buscad en las alcantarillas. Buscad en los contenedores de basuras. Buscad en el váter. Allá encontraréis de dónde venimos todos”. Los arquetipos son las personas que han sido utilizadas para hacer las clonaciones, y que viven en situación de exclusión social.
Este escenario de resignación y aceptación del destino podría relacionarse con la industria de los vientres de alquiler en países como Ucrania. En el caso de este país, aunque no se puede hablar de mujeres rechazadas socialmente, sí que se instrumentaliza a mujeres que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad y necesidad económica. Si hacemos una radiografía del país y del perfil de las mujeres gestantes, veremos claramente que en ambos casos estamos hablando de contextos socioeconómicos poco garantistas y frágiles, en los que a día de hoy no hay un control sobre esta práctica.
Actualmente, Ucrania se encuentra en el puesto 88 del Índice de Desarrollo Humano y su población tiene un salario medio de 237 euros mensuales. En lo que a la práctica de los vientres de alquiler respecta, hay una regulación laxa y los precios de este “servicio” son muy bajos comparados con los de otros países: pueden ir de los 10.000 a los 60.000 euros como máximo, mientras que en California tener un hijo por subrogación cuesta 120.000 euros. El Ministerio de Sanidad de Ucrania no tiene registros oficiales ni estadísticas de esta práctica. Las agencias que actúan de intermediarias entre demandantes y ofertantes proporcionan a los matrimonios interesados –siempre heterosexuales y con acreditación de infertilidad– catálogos con fotos de las mujeres y sus datos básicos para que decidan quién quieren que geste a su bebé, pudiendo hasta elegir el sexo del mismo.
Otro dato clave para entender el contexto en el que se llevan a cabo este tipo de contratos es la situación de crisis económica que vive Ucrania: después de la anexión rusa de Crimea en 2014 y la guerra que ésta conllevó, empezaron a aparecer las empresas con capital extranjero que compraban clínicas y agencias ucranianas, llegando a un auténtico boom en 2015. La proliferación de estos negocios fue causada por la crisis que vivía el país, por una corrupción extendida y también por el hecho de que Tailandia e India prohibieron la práctica. Ucrania absorbió toda esta demanda.
Ante esta situación, y principalmente fruto del aumento de la pobreza en el país, aumentó también el número de mujeres dispuestas a gestar para terceros. Negar una relación directa entre estos dos hechos sería negligente, igual que también lo es negar que el principal problema de la gestación subrogada sea la utilización del cuerpo de las mujeres, con el agravio de que en la mayoría de los casos es una compraventa del cuerpo de las mujeres con menos recursos.
Si nos fijamos en las estadísticas, parece evidente que la demanda de esta práctica la protagonizan personas de países enriquecidos que tienen el deseo de la maternidad (y paternidad), la audacia de querer convertir este deseo en un derecho y los recursos para transformarlo en una realidad. ¿Qué pasa con las familias infértiles sin recursos económicos? Por esta regla de tres también tendrían derecho a ser madres y padres, pero casualmente estos casos nunca se dan. Es más, pasa justamente lo contrario: en esta práctica la oferta la representan generalmente mujeres de países empobrecidos, con una necesidad económica o en una situación de pobreza que no tiene porqué ser extrema pero sí es, en la mayoría de los casos, la razón principal por la cual ofrecen su cuerpo para gestar bebés para terceros. La gestación subrogada altruista existe, pero es la excepción que confirma la norma.
Como dice Stefano Rodotà, “el derecho a tener derechos queda sometido a la hegemonía del mercado, con el riesgo progresivo de anular cualquier forma de respeto hacia la persona. Transformando a los hombres [en este caso las mujeres] en mercancías y dinero, este perverso mecanismo económico ha dado vida a un monstruo”. Es el mismo monstruo que en Nunca me abandones clona a seres humanos para que donen, uno a uno, sus órganos vitales hasta que sus cuerpos no aguanten más y mueran.
Otra vez, quiero evidenciar que la industria de los vientres de alquiler no es letal como la que aparece en el libro, pero sí tiene efectos nocivos en las mujeres gestantes, y en casos como el de Ucrania atenta contra los derechos de las mujeres y de los niños y niñas.
En el caso de las mujeres atenta contra su integridad psicofísica, ya que no se puede “alquilar” un útero. Cuando una mujer está gestando, todo su cuerpo experimenta cambios, no sólo los órganos reproductivos. Además, existe el riesgo de una depresión post-parto sin olvidar que, por lo general, la gestante desarrolla sentimientos hacia el bebé que hacen que este proceso sea duro o por lo menos muy delicado. En Nunca me abandones la mayoría de la población cree que las personas clonadas no tienen alma. Parece ser que esta alienación de la humanidad se reproduce en el caso de los vientres de alquiler en Ucrania. Las mujeres que “ofrecen” este “servicio” son consideradas –y en muchos casos tratadas– como meras máquinas reproductivas, sin derecho a desarrollar sentimientos por el bebé que está naciendo de sus entrañas. El director de la delegación territorial del Ministerio de Justicia de Kiev, Stanislav Kutsenko, explicaba que en los últimos dos años ha habido un 6,5% de mujeres gestantes que han expresado el deseo de quedarse con el bebé que estaba creciendo en su cuerpo. ¿Cómo les explicas que han firmado un contrato que les niega cualquier derecho sobre la criatura que han parido o van a parir? se preguntaba Kutsenko, y afirmaba la necesidad de establecer cláusulas que protejan los derechos de estas mujeres.
Es como si se hubiese normalizado la premisa de que las mujeres que pueden reproducirse tienen que hacerlo por aquellas que no pueden. Normalizar esta práctica significa resignarse a aceptar un destino que el sistema patriarcal nos ha asignado, igual que en la novela de Ishiguro la donación de órganos de clones parece estar aceptada por toda la sociedad. Kathy y Tommy intentan conseguir una prórroga en sus donaciones, pero no la consiguen y se resignan a morir tarde o temprano, con una estoica aceptación de su destino fatal. Vemos aquí una cosificación del ser humano, una reducción de su condición desde sujeto a objeto, parecida a la que padecen las mujeres que “alquilan” su vientre para el beneficio de otros.
Una vez más, se evidencia que vivimos en sociedades en las que el dinero compra derechos: si tienes dinero, tienes derecho a ser padre o madre (a tener órganos de repuesto, en el caso de Nunca me abandones); si no tienes dinero, no tienes derechos sobre tu propio cuerpo.
En el caso de los derechos de los niños y niñas, tal y como funciona el sistema de los vientres de alquiler en Ucrania, ningún juez interviene en el proceso ni avala la filiación, como sí sucede en Estados Unidos. Esto atenta contra el derecho a la identidad de los y las menores, ya que al figurar sólo los nombres de los padres intencionales en los documentos oficiales, desaparece la identidad de la mujer gestante, negando a los bebés que en un futuro puedan conocer sus orígenes. Aun así, recientemente el Tribunal Supremo alemán ha negado la maternidad a una mujer que, junto con su marido, recurrieron a esta práctica: él aparece como padre, pero ella no, ya que Alemania sólo reconoce como madre a la mujer que da a luz. En este caso la madre gestante tendrá que dar en adopción al bebé para que la madre intencional pueda adoptarlo. Es un primer paso para la regulación –o prohibición– de esta práctica.
Otra gran vulneración de los derechos de los niños y niñas se encuentra en los casos de clínicas que ofrecen “packs VIP” en los que se les asegura que si el bebé no nace sano, se les devuelve el dinero. ¿Qué pasa con estos niños y niñas? ¿Si el bebé no está sano, desaparecen las responsabilidades de los padres intencionales? Tener descendencia no es un derecho, pero la vida sí lo es. Este caso paradójico demuestra cómo esta práctica no alquila vientres, sino que vende vidas.
Me asombra el paralelismo entre el escenario que plantea Ishiguro y el caso de la llamada maternidad subrogada en Ucrania. Por un lado, la contraposición entre los clones –estériles y sin familia–, y las mujeres gestantes –fértiles y utilizadas para “construir” familias nucleares–. Por otro, mencionar que Albert Totchilovski –el director de la Clínica Biotexcom, una de las empresas que proporcionan este “servicio” en Ucrania–, en una entrevista que le hizo El País, anunció que su “próximo negocio será la biotecnología, la producción de órganos”. Quizás Ishiguro es un visionario.
Júlia Altés Baiges es experta en género y en cooperación para el desarrollo.
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