Nostalgia por los tiempos no vividos

PABLO MONTENEGRO

Antes de nada, me gustaría aclarar que este artículo no es un oda a que tiempos pasados siempre fueron mejores, porque si algo es innegable, es que las libertades conseguidas hoy, la salud, el ocio y muchas otras cosas que hacen de la cotidianidad un mejor lugar en el que habitar, han mejorado. Por lo que no pretendo abrazar ese discurso rojipardo de que a pesar de que sea cierto que las condiciones de poder adquisitivo hayan empeorado, vivimos en un mundo peor.

Se hace difícil, cuando hablamos de pasado, jugar con las barajas del destino para saber si en vez de una cosa hubiera pasado otra, las cosas estarían mejor o peor, porque nunca podemos afirmarlo con certeza, a pesar de que sí podamos determinar que el presente es peor por culpa de una condición concreta.

En la película Princesas (2005) de Fernando León de Aranoa una de las protagonistas hacia una reflexión respecto a la nostalgia, refiriéndose a ella como algo bueno, ya que pese a ser un sentimiento que nos entristece, nos permite recordar que durante un tiempo fuimos felices. Pero a esta reflexión le añade una coletilla con una gran pregunta “¿Se puede sentir nostalgia por aquello que no se ha vivido?” Y creo que esta frase encierra en sí mucho del sentir actual por el que generaciones que comenzamos a politizarnos con el 15 M y momentos que rodean ese espacio temporal y posteriores, sentimos.

No añoramos aquellos momentos de crisis, contratos basura, desahucios a mansalva (cosas que hoy en día siguen produciéndose, aunque no a tan alta escala), lo que añoramos son las respuestas que dimos y nunca llegaron a realizarse, bien por incapacidad para ello, o bien por un cambio de rumbo que no debió producirse.

Todavía recuerdo cuando a lo que se contestaba no era a personas con rostro concreto, sino a todo un sistema, a un Régimen que nos imponía unas condiciones, fraguado bajo unos consenso no participativos que no podían representar a la sociedad de 2015, pero que parece que sí pueden hacerlo con la de 2024. Una Constitución que no era representativa del momento que vivíamos, pero que ahora parece ser nuestra única defensa frente a quienes quieren ver el mundo destruido por discursos pseudofascistas. Ahora ese momento constituyente se ha diluido como un papel mojado en medio del mar.

Todavía recuerdo cuando los malos venían de Europa, aquella dichosa Troika que jugó al Monopoli con la banca europea para solo sacar beneficios, ante la que tanto el Partido Popular, como el Partido Socialista fueron serviles. Cuando la salida posible era una alianza entre los países de sur, y la Grecia de Tsipras parecía un faro de esperanzas entre tantas nubes, un faro que terminaron por demoler hasta los cimientos. Europa ya no es el enemigo, sino que en este caso, también parece ser la última trinchera donde guarecernos.

Todavía recuerdo el surgimiento de nuevas organizaciones sociales y políticas, organizaciones que no se parecían en nada a lo que había existido anteriormente y que traían nuevas ideas con las que parecía que se podía salvar el mundo. Y todo esto bajo una misma premisa, no cometer los mismo errores del pasado, no bunkerizarse, no someterse a la Ley de hierro de la oligarquía siendo capaces de escapar de la endogamia interna y a través de una apertura participativa. Hoy, todas esas organizaciones políticas, son incluso más rancias en muchos sentidos de lo que el PP y PSOE han demostrado ser, y esa apertura inicial ha quedado sucumbida bajo un juego de egos más preocupado por mantener el sillón que por cambiar las cosas.

Y por último, y seguramente sea lo más doloroso de todo. Todavía recuerdo cuando creíamos que podíamos “tomar el cielo por asalto”, y no porque alguien lo dijese, sino porque era el momento y teníamos la oportunidad real de conseguirlo. Ahora no podemos más que conformarnos con las migas que sobran de quien ya ha comido.

¿Y ahora?

Ahora que todos los puentes han caído, que la política se ha movido tanto que se hace imposible recuperar el equilibrio con argumentos del pasado, no nos queda más que el pesimismo histórico que nos lleva a aceptar la derrota. Porque seamos sinceros, las contingencias actuales no apuntan más que a otra cosa, que a todo aquello que aspirábamos desaparezca como un sueño que no logras recordar. A resignarse con la situación actual y seguir caminando con una frase que que no hace más que repetirse en la cabeza “ya no hay futuro al que aferrarse”.

Me gustaría poder terminar este texto con una reflexión más esperanzadora, pero he escudriñado todo mi ser y ya no encuentro ni un resquicio de ella. Por ello sé que estamos atrapados en esa nostalgia de las cosas que no fueron, y que seguramente ya nunca serán. Que el tiempo de la esperanza ha muerto, y los tiempos del nihilismo se han alzado, miramos al espejo y ya ni siquiera podemos vernos, porque solo vemos a Nietzsche frotándose las manos. Porque seamos sinceros; ¿Quién puede imaginarse un futuro cuando ni siquiera tenemos presente?

 

Pablo Montenegro del Pozo está cursando un doctorado en teoría política por la UCM. Es licenciado en Ciencias Políticas por la UCM, con un Master en Teoría Política y Cultura democrática por la UCM. Ha publicado en alguna otra revista como la revista Mirall o la revista La Trivial. (@PabloMonP)