¡No use el ascensor, aunque viva en el piso 42! El Comité Creel

RUBÉN SÁNCHEZ MEDERO

¡Suba por las escaleras y evite el ascensor! No es un consejo del Physical Fitness Program de Kennedy o el Let’s Move! de Michelle Obama para mejorar nuestra salud cardiovascular. Es una orden del gobierno de los Estados Unidos. Un imperativo más del engranaje con el que el Comité de Información Pública (Committee on Public Information – CPI) procuró en la ciudadanía estadounidense un ferviente deseo de participar en la Gran Guerra. ¿Quiere usted que sus compatriotas ahorren energía evitando el ascensor? ¿Quiere ordenar todos los aspectos de la vida cotidiana de su ciudadanía? Solo necesita una guerra, o actuar como si la hubiese, y grandes dosis de propaganda. 

Combatir en una guerra es una empresa tan grande como arriesgada. No solo por las vidas que va a cobrarse, sin duda el mayor coste para un gobierno democrático que tiene que renovar su mandato en las urnas, también por todas aquellas tareas que debe acometer para poder llevarla a cabo. Por todo ello, lo primero es transformar un estado democrático en uno más bien parecido a un estado autoritario. Ya sea por la vía de la excepción, alarma, emergencia o de guerra, el marco legal debe ofrecer los recursos necesarios para conseguir las suficientes adhesiones inquebrantables a la causa. 

No basta con usar un lenguaje bélico pronunciado con los puñitos cerrados para que los ciudadanos colaboren. Hay que poner en funcionamiento una maquinaria propagandística capaz de ordenar la vida en sus aspectos más cotidianos (qué cultivar, cómo comportase en las relaciones sociales, etc.) y en aquellos más excepcionales (procurar un clima de opinión favorable a la participación en la guerra, fomentar el alistamiento, incrementar la venta de bonos de guerra, etc.). Nada puede escapar al control del CPI. Ni siquiera aquellos que, creyéndose ciudadanos libres de un país democrático y de derecho, se planten contra tan abrumador ejercicio de poder autoritario. 

Para conseguir atenuar las posibles distorsiones, esos molestos ruidos que protestan contra los propósitos del gobierno, se hace imprescindible controlar el clima de opinión (no confundir con la opinión pública, que no existe en estas condiciones). Un objetivo que debió formularse en la primera reunión del CPI, ese grupo de periodistas, sociólogos y psicólogos, entre otros, con los apellidos de Creel, Byoir, Bernays, o Merriman. Un dream team con una metodología tan sencilla como eficaz: para controlar el clima de opinión nada mejor que la persuasión. Para la persuasión, nada mejor que la propaganda. 

La propaganda, en sentido estricto, es una actividad sistémica e integral del estado que pone en funcionamiento todos sus recursos para alcanzar su objetivo. Lógicamente, conseguir que la población civil se calce unas botas militares y desfile al compás de The Stars and Stripes Forever no es sencillo. Es necesario persuadir a diferentes públicos en un tiempo récord. Un secreto que el bueno de Bernays, sin duda la figura más notable del CPI, conocía. Lo primero, y más importante, es introducir en la población un alto grado de ansiedad. La guerra es, por sí misma, un motivo de gran preocupación, pero lo es menos cuando tiene lugar en otro continente. Por este motivo, debemos presentar un enemigo familiar, con todo lujo de estereotipos, lo suficientemente terrible y que aceche la puerta de nuestro hogar. Bien por el telegrama Zimmermann (1), o por esos carniceros alemanes que vendían salchichas en el oeste, poco a poco la amenaza se hizo más presente en las calles estadounidenses. 

Dibujado el malévolo ogro germano, la creatividad de los periodistas, redactores, ilustradores, guionistas, expertos y divulgadores de cabecera, debe producir todo tipo de materiales que ayuden a apuntalar los principales objetivos del gobierno. Sin duda, este es otro momento crítico. Para logar el adecuado nivel de persuasión debemos conseguir que nuestro mensaje sea el único que el público recibe. Si alguien, por ejemplo, dudase sobre el excesivo uso de verrugas en el rostro del ogro, lo creyese tan exagerado que roza la ficción, cualquier otro ciudadano que le escuchase, podría plantearse dudas razonables sobre la participación en el conflicto. Para evitar este tipo de riesgos, debemos acometer una serie de tareas adicionales. Lo primero, tomar el control de todos los medios y canales de comunicación. Segundo, instalar en todos ellos un nutrido grupo de redactores y periodistas capaces de elaborar los materiales adecuados para la causa. Tercero, contar con un buen número de censores capaces de impedir la propagación de cualquier palabra o imagen que pudiera colisionar con el discurso oficial. 

Una de las más interesantes apuestas por la persuasión son los Four Minutes Men. Creel creía que, para garantizar que la ciudadanía sintonizase plenamente con los intereses del gobierno, debía repetir insistentemente sus mensajes y, casi tan importante, debían escucharlos. Con este propósito organizó una red de 75000 voluntarios que fueron por todo el país pronunciando discursos sobre la necesidad de participar en el conflicto, alistarse, comprar bonos de guerra, vigilar la retaguardia o cumplir con las exigencias del gobierno. Una serie de mensajes que debían cumplir una serie de preceptos: i) debían pronunciarse en lugares públicos en los que pudieran encontrarse grandes grupos de personas, tales como cines, teatros, iglesias o mercados; ii) cuatro eran los minutos que debía durar cada discurso. El tiempo preciso para atraer la atención del público, lanzar la idea, no aburrir y, por tanto, no perder la atención e interés; iii) segmentar el mensaje, adaptándolo a cada territorio y tipo de público en el que eran pronunciados; iv) traducir a diferentes idiomas los discursos. Las minorías, incluida la germana, debían colaborar.

A veces, todo este esfuerzo no es suficiente para evitar que el pensamiento crítico de otros actores como los partidos, sindicatos, empresas o cualquier otro ciudadano, pueda emprender un arriesgado viaje hacia la duda razonable. Para evitar esto, solo hay que dar dos sencillos pasos. En primer lugar, calificar este tipo de comportamientos como anti-patrióticos. Los críticos atacan a la causa y, por tanto, hay que destruir su credibilidad y reputación hasta cortar de raíz los deseos de tan arriesgado viaje. Si esto no funciona, en segundo lugar, se dictan las leyes y disposiciones normativas que permitan a las autoridades competentes aplicar la suficiente coacción para limitar derechos, imponer sanciones o, llegado el caso, alojar a los disidentes en prisión.

Pero no todo puede ser negativo. Hay que buscar ejemplos motivacionales. Casi un estajanovismo bizarro que supere al mismísimo Eloy Gonzalo. Y nada mejor que convertir las crónicas del frente en una epopeya. Honor, deber, valentía, ejemplaridad, compromiso, todo aquello que sea necesario para completar una descripción idealizada de los campos de batalla. Esos que, por arte del propagandista, se convierten en un catálogo de heroísmo. Y, para garantizar el mantenimiento del relato, nuevamente la censura. Controlar los flujos de información, limitar el acceso a la prensa, e incluso reducir las comunicaciones de la tropa a sus familiares para evitar que el enemigo pueda obtener datos sensibles si intercepta el correo.

Si con la creación de enemigos, los épicos relatos, la censura y coacción, la unidad discursiva o el deber colectivo no consigue que su ciudadanía cumpla escrupulosamente las órdenes del gobierno y deje de usar el ascensor, entonces es que el Comité de Información Pública nunca existió y no reinventó la propaganda. Descuelgue el póster del Tío Sam y olvide todo lo que ha leído en este monográfico. 

 

Rubén Sánchez Medero  es Profesor de ciencia política de la Universidad Carlos III de Madrid (@rsmedero)

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Ver todo el monográfico 16: «Propaganda política»

 

Notas:

(1) El telegrama Zimmermann es una comunicación diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán al gobierno de México. Descifrado por la inteligencia británica, el gobierno alemán proponía una alianza militar al gobierno mexicano. Si Estados Unidos declaraba la guerra a Alemania, México debería atacar a los Estados Unidos (con apoyo militar germano) para debilitar su posición. A cambio, México recuperaría Arizona, Nuevo México y Texas.