CARLES A. FOGUET
Richard Ottinger fue un congresista aspirante a convertirse en senador por Nueva York en 1976; como era más joven que sus adversarios, sus asesores le construyeron una imagen de un atrevido joven ejecutivo en mangas de camisa, una imagen que perdió en una sola tarde, durante un debate a tres con sus rivales en el que él apareció pálido, falto de confianza y prácticamente incapaz de defender sus opiniones con convicción.
Seguro que ha oído hablar de Richard Ottinger. Su sonora derrota fue la que le concedió el dudoso honor de dar nombre al conocido Síndrome de Ottinger, aquella distancia insalvable entre la imagen proyectada de un candidato y la realidad que la sustenta que impide que pueda comportarse tal y como de él se espera, cortando de raíz sus posibilidades de ser elegido.
El pequeño detalle es que Richard Ottinger no se quedó pálido en ningún debate en 1976. Ni perdió por ello unas elecciones. De hecho, ni siquiera estuvo ahí: en las elecciones para el Senado de aquel año, no había ningún Ottinger entre los contendientes por Nueva York.
Perseguir el origen de este error no es fácil. ¿Quién fue el primero que creyó ver a un tal Ottinger desvanecerse en un debate electoral que no pudo existir? Pero sí lo es un poco más identificar al culpable de su difusión exponencial entre cada nueva generación de consultores políticos y periodistas: Philippe J. Maarek. Fue el académico francés quien, en 1992, incluyó el párrafo que encabeza este texto en su influyente “Communication et marketing de l’homme politique”, las únicas líneas en las que hace referencia al Síndrome de Ottinger en todo el volumen. Los errores de esa edición original se arrastran, traducción tras traducción, hasta nuestros días. Quizá la historia le llegó a Maarek por el boca oreja, quizá su memoria flaqueó al tener que reseñar un detalle de una campaña de dos décadas atrás. O puede que transcribiera mal algunos párrafos de “The spot: the rise of political advertising in television”, libro de 1984 de Stephen Bates y Edwin Diamond. En él, se menciona el llamado Efecto Ottinger para analizar los debates de las elecciones de 1976 entre Ford y Carter -lo que podría explicar la confusión en la fecha en el texto Maarek- con expresiones que coincidirán palabra por palabra con las que usará el francés años después, como “in shirt sleeves” o “three-way debate”.
Sea como fuera, que Maarek diera patente de corso a la anécdota es lo que la ha llevado hasta nuestros días y hará sobrevivir a un Richard Ottinger que jamás existió. El mito ya estaba escrito y nada iba a cambiarlo. Aunque el síndrome no aparezca mencionado en la entrada de Richard Ottinger en la wikipedia en inglés. Ni aunque la comunidad hispana levantara una ceja de incredulidad cuando en 2009 decidió eliminar la entrada Síndrome de Ottinger por considerar que podía ser un “bulo o fraude”, ante la incapacidad de encontrar referencias fiables.
Pero como en todo mito, hay, mucho o poco, algo de verdad. En 1976, Robert Agranoff publicó “The new style in election campaigns”, un estudio en profundidad del cambio radical que estaban sufriendo las campañas electorales en los Estados Unidos. Desde los años 30 del siglo XX se observaba una pérdida progresiva del peso de partidos y programas a favor de unos candidatos que cada vez acumulaban más y más recursos, arrinconando a las viejas estructuras organizativas.
En este contexto, en un epígrafe titulado “Lecciones de Ottinger”, Agranoff escribe: “El ex congresista demócrata por Nueva York se convirtió en una figura emblemática de la televisión política en 1970 cuando ganó las primarias demócratas al Senado en el estado de Nueva York con un bombardeo de anuncios que le costaron casi un millón de dólares. Producidos por el cineasta David Garth, los anuncios de Ottinger martillearon con un único eslogan: “Ottinger cumple”. Por lo menos uno de estos anuncios apareció en horario de máxima audiencia en los canales de la ciudad de Nueva York cada noche durante las tres últimas semanas de aquella campaña. Pero Ottinger se desvaneció estrepitosamente en la campaña electoral y, después de su derrota, los analistas hicieron notar que sufrió una discrepancia entre la imagen combativa que Garth había construído para él en las primarias y las formas suaves que después exhibió en persona. El Síndrome de Ottinger rápidamente se unió al vocabulario de los consultores políticos. Tal y como lo expresó Guggenheim, “si un tipo aparece distinto en los anuncios pagados que en las noticias, tienes un problema”.”
Pero el mito tal y como está formulado y transmitido, mucho más conciso y falto de contexto, nos insinúa a un joven Ottinger tan advenedizo como vacío, incapaz de defender su programa con convicción e invalidado para la vida política. Un títere a la merced de unos asesores ambiciosos que construyeron un candidato de diseño y lo comercializaron como cualquier otro producto que se anunciara en televisión. La realidad es que la carrera política de Ottinger fue sólida y se alargó por más de veinte años. Fue miembro del Congreso entre 1964 y 1970, cuando lo abandonó para intentar convertirse en senador por Nueva York. Tras su fracaso, y al segundo intento, volvió al Congreso, manteniendo cuatro veces su escaño, hasta 1985. Se fue por su propio pie, desoyendo las peticiones de los demócratas para que optara a nuevas responsabilidades públicas, y siendo reconocida la proximidad con su comunidad así como su legado legislativo de protección del medio ambiente.
Su derrota en 1970, después de haberse impuesto con cierta comodidad en las primarias demócratas, más que por su carácter blando, se explica mejor por la concurrencia de dos rivales a su derecha y no solo uno como sería de esperar: el aspirante conservador, James Buckley, y el hasta entonces senador con el apoyo de republicanos y liberales, Charles Goodell. Algo que, lejos de beneficiar a Ottinger, le perjudicó, y de qué manera. De hecho, es irónico que quien haya pasado a la historia de esas elecciones sea Ottinger y no el efímero Goodell. Senador tras ocupar en 1968 el vacío que dejó el asesinato de Robert Kennedy, fue víctima de los tejemanejes de Nixon, que no simpatizaba con sus posiciones liberales y abiertamente contrarias a la guerra de Vietnam. Goodell también había puesto de su parte para ganarse la animadversión de Nixon: le votó en contra a nominados para el Tribunal Supremo e incluso distribuyó notas de prensa contra el presidente aprovechando los vuelos del Air Force One. El distanciamiento público de Nixon con Goodell, estudiado al milímetro hasta el punto de llegar a pronunciar mal su nombre en público, perfiló a Goodell y lo empujó, contra su voluntad, a competir con Ottinger. O viceversa: los ataques de Nixon a Goodell, por boca de su vicepresidente, empujaron a muchos liberales a defenderlo. Por su parte, Buckley con una plácida campaña denunciando el crimen y la pornografía, concentraba el apoyo de los conservadores y contra todo pronóstico veía expedito su camino hacia el Senado en un estado con una mayoría clara contraria a la guerra.
Es cierto que el carácter de Ottinger no se correspondía con la imagen agresiva que Garth había querido dar de él en sus anuncios. Ya en las primarias demócratas se advirtió este problema. Ted Sorensen, el que fuera escritor de los discursos de JFK y rival de Ottinger en aquellas elecciones, le espetó en un debate, dirigiéndose a la audiencia: “como ustedes habrán notado, la diferencia entre el congresista Ottinger en persona y el congresista Ottinger en los anuncios cuidadosamente ensayados es un contraste bastante sorprendente, ¿verdad?”. Como recuerda el congresista Richard Dean McCarthy, otro de los rivales de Ottinger en esas primarias, en “Elections for sale” (1972), “si hubieran presentado al Ottinger real -tranquilo, sincero, tenaz- creo que le hubiera ido mejor en las elecciones. Le hicieron un flaco favor los que le animaron a gastar demasiado y a presentar (…) a un Richard Ottinger que no existía”.
En la campaña general, los problemas se agravaron. Una crónica del New York Times del Festival de San Gennaro de 1970 retrata un encuentro casual con sus oponentes en la carrera por el Senado en el que Ottinger mostró una alegría casi infantil al coincidir con ellos por primera vez. Ottinger no brilló en los debates, pero parece que hizo su trabajo: ya desde el primer encuentro televisado, concentró su atención en Buckley, para regodeo de este, consciente de que iba a ser su principal rival. Del segundo debate incluso el New York Times destacó en el titular de su crónica que fue Ottinger quien arrinconó a sus rivales vinculando a ambos con la contestada administración Nixon. Pero en el trato con los rivales, Ottinger era cordial: la crónica del New York Times del primer debate destaca que los tres se quedaron charlando ante las cámaras mientras la luz del estudio fundía a negro, tras un debate de guante blanco. Sus formas en televisión eran suaves y educadas, lejos de la combatividad de sus anuncios de las primarias. Cabeceras como The Times-News destacaban este rasgo negativamente y culpaban a “la salida del armario de Mr. Buen Chico” de su caída en las encuestas. A fin de cuentas, puede que el problema de Ottinger no fuera tanto de sus capacidades como de las expectativas que otros habían puesto en él.
Lo más curioso de toda esta historia es que el tan traído y llevado Síndrome de Ottinger tiene una única y escueta mención en el libro de Agranoff. La otra media docena de veces que el congresista demócrata se asoma a sus páginas es en relación al gasto desmesurado de sus campañas, apalancado en el vasto patrimonio familiar. Lo mismo sucede con el libro de McCarthy, como no podía ser de otro modo titulándose “Elecciones en venta”. Las campañas de Ottinger fueron muy polémicas ya que a través de argucias legales y con la ayuda de decenas de comités y la intervención de miembros de su familia pudo disponer de muchos más fondos que sus rivales. Ya en 1964, en su primera campaña victoriosa, multiplicó por 25 el límite legal.
Esa fue una de las principales líneas de ataque de sus rivales en la carrera al Senado y una sombra que le perseguiría durante toda su carrera. Charles Goodell hizo del gasto de Ottinger su blanco favorito. Pagó publicidad a toda página en el New York Times donde entre más de treinta pantallas de televisión advertía: “Cuidado, no elija una campaña publicitaria”. Y abundaba “[Ottinger] no tiene nada que decir, pero tiene dinero para decirlo veinte veces más a menudo que sus rivales (…).” El patrimonio de Ottinger se convirtió en un tema central de la campaña, y ante 1000 estudiantes del State University College tuvo que dar explicaciones de porqué se financiaba a través de los beneficios de una empresa familiar altamente contaminante. Tras ello, Ottinger se ofreció a limitar el gasto en campaña si el resto de candidatos hacían lo mismo, aunque a sabiendas de que el gobernador Rockefeller iba a rechazar la oferta. Al final de la contienda, Steve Berger denunció: “el gasto en campaña se nos ha ido de las manos, será mejor que hagamos algo deprisa.” Sabía bien lo que hablaba: era el director de campaña de Ottinger y acababa de gastarse 4,5 millones de dólares.
Finalmente, y a pesar de las encuestas prometedoras de inicios de campaña que le ponían cómodamente en cabeza y de sus fondos casi infinitos, Richard Ottinger fue derrotado por un escaso margen por un James Buckley que consiguió apenas el 39% de los votos, mientras que el senador Charles Goodell quedaba en un ridículo tercer puesto a pesar de contar con el apoyo del New York Times, Noam Chomsky o Jane Fonda. Los forenses de aquella contienda se pronunciarían después de manera categórica: los votantes querían al Ottinger de los anuncios, ¡Ottinger cumple!, y no al pusilánime de la campaña. El papel del contumaz Goodell manteniéndose en la carrera cuando ya era evidente que no tenía ninguna opción y la lucha encarnizada entre ellos o el apoyo explícito de Nixon a Buckley han sido convenientemente soslayados del relato oficial de aquella elección hasta nuestros días. Que el Washington Post abriera su crónica remarcando la división del voto liberal recogiendo unas declaraciones de Ottinger al respecto (“ninguno de nosotros debe olvidar que el 62% de la gente de Nueva York ha afirmado su deseo de unos valores decentes”) y que las elecciones de 1970 se convirtieran en un ejemplo de manual de la paradoja de Borda iba a ser irrelevante décadas después. Ottinger había sido derrotado por Ottinger.
Sin duda, aún mitificado, el Síndrome de Ottinger puede y debe servirnos de lección: cualquier disonancia entre persona y personaje puede provocar el rechazo del electorado. Aunque vista su historia real, Richard Ottinger bien podría haber cedido su apellido a todas las víctimas de ataques políticos de falsa bandera, como el que sufrieron él y Charles Goodell al alimón. O a la práctica demasiado generalizada de sobrefinanciar campañas electorales con tretas poco transparentes. O a la correlación imperfecta entre inversión y resultados. Aunque lo que sería justicia poética es que Ottinger acabara dando nombre a la mala costumbre de repetir una y otra vez una historia sin cuestionarse su veracidad ni validar sus fuentes.
Carles A. Foguet es politólogo y consultor de comunicación. Director de comunicación de Jot Down. @hooligags