NORMA MORANDINI

¿Las mujeres líderes políticas son una sombra, una imitación, una metáfora de los liderazgos masculinos? ¿O son una novedad democrática? Empachados de números y cifras que nos tornan perezosos intelectualmente porque siquiera corremos el riesgo de equivocarnos, es más fácil simplificar la innegable incorporación de las mujeres a los gobiernos y los parlamentos, que interrogarnos sobre la calidad de esos liderazgos, la forma de ser mujer en la política ¿Existen comportamientos distintivos a la hora de gobernar o ellas imitan lo que ha sido, siempre, territorio de varones? 

La pandemia, como un gran catalizador, lleva a la superficie lo que las apariencias esconden. Si tan solo el 7% de los líderes en el mundo son mujeres, el que esos liderazgos coincidan con los países que mejor gestionaron la crisis, ya sea por el menor número de muertos o contagiados, merece un mirada para encontrar los rasgos que hicieron la diferencia. ¿Qué tienen en común Tsai Ing-wen, la presidenta de Taiwán, la isla no reconocida por China por lo que no integra la Organización Mundial de la Salud, con la carismática y juvenil Jacinta Arden, la primera ministra de Nueva Zelanda? Ambas se anticiparon, tomaron medidas acertadas. Una evitó el encierro colectivo pero ya en diciembre canceló los vuelos al continente. La otra decidió el confinamiento cuando tenía solo ocho contagiados. En Taiwán hubo tan solo siete muertos sobre una población de 26 millones de habitantes y en las islas de Oceanía no pasaron de veinte. ¿En qué se les parecen Katrín Jakobsdóttir la primera ministra de Islandia, la joven Sanna Martin de Finlandia y las escandinavas, Mette Frederiksen de Dinamarca y la noruega Erna Solberg, para no ahondar en Angela Merkel, la “canciller científica”, la líder que ya es un modelo mundial de liderazgo femenino? Todas ellas se destacaron por la forma como gestionaron la pandemia. Unas por anticiparse, otras por la decisión de los testeos y la persuación y las más jóvenes por lo que mejor saben hacer las generaciones que nacieron digitalizadas, comunicar con honestidad. Sin negar la gravedad de la enfermedad pero sin apelar al terror ni exagerar las consecuencias. La sueca Erna Solberg y la danesa Mette Frederiksen llegaron a hacer conferencias de prensa solo para los niños. Tal vez porque las metáforas bélicas han estado a la orden del día, también lo fueron las referencias a líderes como Churchill, Roosevelt o De Gaulle para contraponerlos a los gobernantes actuales a los que les tocó gestionar la pandemia. 

Esta nostalgia histórica advierte que aún sobreviven los liderazgos masculinos como modelos políticos. No se trata de idealizar los liderazgos femeninos, sino de ensayar otras explicaciones más allá de que las mujeres, en general, seguimos integrando las comisiones de salud, familia, educación. Se nos exige más de lo que se le exige a los varones, pero lo que es común a esa diversidad de dirigentes no es solo la formación académica y la calidad humana, personal, sino el sistema que las impulsa y les da fundamentos, la democracia. 

Todas ellas gobiernan en democracias desarrolladas, el sistema que las educó en libertad y promovió modelos autónomos, ciudadanas dirigentes. A diferencia de las dirigentes que nacieron a la vida pública del soplo de una costilla poderosa, sea la de un padre, un amante o un amigo que como cultura impera en América Latina, paradójicamente, un continente en el que la representación parlamentaria es superior a la europea, impulsada por las leyes de cupo o paridad. Incluidos los países nórdicos, en 2019, Europa tenía en sus parlamentos un  28,7% de mujeres, América, el 30,6%. Sin duda, la incorporación de las mujeres a los parlamentos significó un gran impulso democratizador. Existen numerosas mujeres destacadas y a la hora de las llamadas leyes de género o los reclamos de igualdad desaparecen las diferencias partidarias, trabajan de manera conjunta. Sin embargo, donde sobrevive un poder autoritario con dinastías políticas que manejan el estado como un bien familiar, sobrevive el modelo de la mujer esposa del líder, con poco espacio para la autonomía. 

En los tiempos electorales, al menos en Argentina, las mujeres dan prestigio en las listas de candidatos, pero a la hora de gobernar se les exige obediencia. De modo que la relación entre la democracia y la calidad de los liderazgos femeninos sirve, también, para medir el desarrollo de una democracia. No solo por el funcionamiento de sus instituciones sino por una cultura de igualdad que naturalice la participación de las mujeres pero que sea capaz de innovar en los modelos de los liderazgos de las mujeres. Tal vez, el mejor aporte a la política que podemos hacer es llevar a la vida pública los que han sido tradicionales atributos femeninos, el cuidado de las madres, la pedagogía de las maestras y la colaboración de las amigas. Si la democracia es también el sistema de las palabras, necesitamos un nuevo decir, más honesto y respetuoso para contraponer al odio que ha contaminado la convivencia democrática. 

Al final, las mujeres fuimos educadas para el susurro de la intimidad y a la hora del decir público, primero, debimos gritar para ser escuchadas. Pero ahora que nos legitiman las leyes y los argumentos, ya podemos incorporar la ternura al discurso político sin sentirnos ridículas, ni burladas. 

Norma Morandini es periodista, escritora argentina, fue diputada y senadora nacional.

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