La Hispanidad es un vocablo de uso corriente entre nosotros, y hasta se atisban o vislumbran de un modo confuso, al pronunciarlo, algunas de las ideas que en el vocablo se esconden y contienen. Hoy, la Hispanidad circula como una moneda de valor y cuño conocidos.
Pero a nosotros, ahora y en este momento, nos incumbe algo más que recibir la moneda, examinarla superficialmente y dejarla correr en el mercado. Desaprovecharíamos con estúpida frivolidad esta ocasión que la Providencia nos depara si no intentáramos -con la impresión de riesgo que la aventura implica- retirarnos con esa moneda a nuestro estudio a fin de considerarla con atención y minuciosa simpatía, de repasar, despacio y con amor, las honduras y el perfil de sus relieves, de recitar con pausa sus orlas y leyendas y de entrañarnos en su hechura para conocer con detalle su ingrediente y la ley que norma y preside su íntima aleación.
¿Cómo y cuando se ha elaborado y construido la doctrina de la Hispanidad? ¿Cuáles son sus principios ideológicos? ¿Cuál es la empresa, el programa, el quehacer de la Hispanidad?
Porque, ciertamente, nosotros no hemos inventado la Hispanidad. Nos hemos limitado a bautizarla, a darle un nombre. Monseñor Zacarías de Vizcarra, Obispo Consiliario general de la Acción Católica Española, fue el feliz descubridor de la palabra. Y Ramiro de Maeztu, uno de sus teóricos y expositores, el que la propaga y vulgariza. Pero la Hispanidad estaba ahí. Nosotros no la hemos edificado ni constituido. Nos hemos limitado a declararla, a proclamarla, a quitar los velos que la cubrían.
Nos ha sucedido con la Hispanidad aquello que acontece con los astros y con los dogmas. No son nuevos, no nacen de la noche a la mañana. No se crean, ni se inventan cada día.
El astro esta en su sitio, girando en su órbita desconocida para nosotros, hasta que llega un instante en que la triple concurrencia de un observador agudo, de un tiempo bonancible y de un instrumento hábil señalan, con precisión y exactitud, la diáfana presencia de la antes ignorada criatura sideral.
El dogma, igualmente, está embebido, navegando en el tesoro de la Revelación tradicional y escrita, vagamente percibido, expuesto a los choques de la discusión y la disputa, hasta que, agudizada la perspectiva histórica y asistido por la infalibilidad prometida cuando se trata de los graves asuntos que atañen a la Fe, el Romano Pontífice declara la verdad que, so pena de herejía, deben aceptar y creer los hijos de la Iglesia.
Los mismos contradictores de la Hispanidad, los de dentro y los de fuera de nuestra dimensión geográfica, han contribuido, sin saberlo, a aclarar sus contornos. La reciedumbre y agresividad de sus ataques nos revelaba que había algo de peso que atacar, y como reacción y contraste, aquello que insultaban, menospreciaban y zaherían atrajo la curiosidad de muchos; al principio. con las precauciones y cautelas de algo que se reputa vergonzante y prohibido y, al fin, con el ímpetu, el entusiasmo y la generosidad de una causa que se estima grande y bella a la vez.
Fue así como una generación, luego conocida como la generación de la esperanza, pudo tener la sensación, espiritual y física, de que una entera y prolija comunidad humana había vivido en la plenitud de la Hispanidad. La Hispanidad comenzó a percibirse cuando, por paradoja, empezó a retirarse, cuando dejo de vitalizar el conjunto, y ello por la sencilla razón de que, al igual que el hombre, las colectividades tienen un sistema nervioso que acusa la incomodidad y la falta de salud.
Estamos en el camino de retorno, enfermos, si, pero con la ilusión rejuvenecida y alimentada por el tesoro de la experiencia. Esa experiencia, necesaria siempre, que cursa a los hombres y a las sociedades, que les da un cierto sentido para discernir y ponderar, nos ha revelado ahora, de un modo clarividente, que nuestro error, error grave y colectivo, no fue otro que asociar la quiebra del Imperio a la quiebra de la Hispanidad, es decir, de los principios ideológicos que la habían estructurado en el curso de tres siglos de amorosa convivencia.
No fuimos capaces de percibir que el Imperio -aquel Imperio sin imperialismo, como alguien ha estampado con letras de molde- era tan sólo una fórmula política, un expediente pasajero, contingente, susceptible de mudanza y de cambio, sin que por ello padeciera la Hispanidad.
La Hispanidad era lo permanente, el espíritu con fuerza y energía creadora y fecundante, capaz de corporeizarse, de hacerse visible y operar a través de esquemas distintos. Estimamos que al devenir insuficiente e inservible la fórmula, también lo sustantivo se encontraba en liquidación, y con infantil alegría emprendimos la subasta.
De otro lado, no supimos tampoco caracterizar y calificar el hecho doloroso de la separación. Creímos que las Provincias emancipadas hacían, con el gesto independiente, una manifestación tajante, definitiva y pública de repudio a la España materna y progenitora que, cubierta de luto, lloraba la incomprensión de sus hijas, cuando la realidad era que la España de comienzos del XIX era la hija mayor que había desfigurado su rostro, la «vieja y tahúr, zaragatera y triste» que dibujara Antonio Machado y que repelía a la más noble juventud de América. Las provincias españolas de América y de Asia, Hispanoamérica y Filipinas, repudiaron a esa España en metamorfosis que se había traicionado a sí misma, pero no repudiaron a la Hispanidad. Más aún, por ser fieles a la Hispanidad, por entender que la España de su tiempo no respondía a las exigencias ideológicas del mayorazgo, se hicieron independientes y soberanas. No fue la Enciclopedia, ni un afán de mimetismo -aunque todo ello tuviera su influjo-, lo que produjo el parto de veinte naciones en la configuración política del universo. Fue un proceso desintegrador, incubado y desarrollado exclusivamente de puertas para adentro, la lucha entre el absolutismo centralizador de la monarquía borbónica de signo francés y el régimen tradicional criollo de los Cabildos abiertos y de los Congresos generales; y aunque después el alejamiento de la Hispanidad se generalizara -que no fue vano el grito suicida de «Â¡Libertémonos de nuestros libertadores!»-, lo cierto es que la Independencia fue desgajamiento de España y afirmación de Hispanidad
La España oficial, el equipo dirigente de la Nación, había renegado de los valores que nos engendraron a la existencia histórica. Ya el 30 de marzo de 1751, el Marqués de la Ensenada escribía al embajador Figueroa: «Hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia.»
De aquí, al análisis exacerbado y punzante de los hombres del XIX no había mas que un paso. Como escriben Areilza y Castiella en su magnífica obra Revindicaciones de España, la postración nacional, subsiguiente la Independencia y emancipación americana, se halla atravesada por un río caudaloso de hipercrítica afrancesada y liberal que se suma satisfecha a la tesis de la «leyenda negra», que comparte, saboreándolos, los puntos de vista de nuestros enemigos y que asienta y consolida la tesis de la decadencia española como algo fatal e inherente a la Nación.
Cuando llega el año del desastre, cuando es preciso, ante la perdida de Cuba y Filipinas recoger la bandera y apretar los dientes, exclamando con versos del poeta Ramos Carrión:
«Hoy desmayada y triste con humildad se pliega amarilla de rabia y roja de vergüenza», España se hunde en una atmósfera de hastío y de fatiga. Hay como un dolor amargo, como una temperatura alocada y febril que hace, en su delirio, bancarrota de valores . Todo se ha vuelto triste y feo. Se diagnostica, con nausea, de nuestra Historia y de nuestro presente. Para Unamuno, «los pueblos de habla española están carcomidos de pereza y de superficialidad». Baroja asegura que América y el catolicismo son las dos trabas que habían entorpecido la grandeza de España. Costa propone que se cierre con dos llaves el sepulcro del Cid, y Canovas, el restaurador, comentando, a su modo, la Constitución de 1876, afirma con sarcasmo y con burla que «son españoles… los que no pueden ser otra cosa».
¿Cómo sorprendernos, pues, ante esta condenación brutal de nuestro pasado histórico, de aquellas generaciones hispanófobas y positivistas que subsiguen a los libertadores de América? ¿Cómo admirarnos de los insultos de Sarmiento y de la frase terrible del ecuatoriano Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo: «Vivimos en la ignorancia y en la miseria»? ¿Cómo extrañarnos de aquel grito: «Â¡Despañolización!», que fórmula el chileno Francisco Bilbao, o del ímpetu soñador de Luis Alberto Sánchez, que quiere «hacerlo todo de nuevo, y todo sin España»?
Hoy, el transcurso del tiempo, la serenidad y la pausa de la investigación y el acontecer histórico nos permiten asignar a ese conjunto histérico y dramático de vejaciones y denuestos su alcance limitado.
Si en un principio los hombres que presentían la Hispanidad podían sentirse irritados e increpar a los enemigos como se increpa a Calibán, el monstruo shakesperiano: «te doy el don de la palabra y con ella me maldices», en la hora presente os habéis dado cuenta, vosotros los hispanoamericanos, de que «hablar mal de los conquistadores -como ha dicho el uruguayo José Enrique Rodó- es hablar mal de vuestros abuelos, porque más tenéis vosotros de tales conquistadores que aquellos que permanecimos en la Península»; y nos hemos dado cuenta, nosotros los españoles -como escribe Ramiro de Maeztu-, que al fin y al cabo es preferible que nos insulte un hombre de Hispanoamérica a que nos adule Mr. Taft, porque cuando alguno de vosotros nos insulta, nos insulta porque nos quiere, porque, a despecho de sus palabras, le hierve la sangre española, le duele España y quisiera transfundirla y rehacerla a imagen y semejanza de su ideal.
¡Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento! Porque hay un dolor que naufraga en la angustia y que termina en la tragedia suicida del nihilismo. Pero hay también un enfoque cristiano del dolor que nos refugia en la eternidad, que nos hace humildes, que nos purifica y eleva, que nos devuelve y retorna la voluntad de vencer, con un firme y definitivo propósito de la enmienda.
Nosotros no detestamos el dolor de los hombres que vivieron la amargura del desastre. Lo que repudiamos en algunos es el derrotero espiritual y político de su dolor, el ver tan solo «una España que muere y otra España que bosteza», el no descubrir, como Rodó, la España niña, la España núbil que aguarda la hora propicia de enviar al mundo el mensaje nuevo de su eterna y vigorosa juventud.
Por eso, porque en mi Patria hubo una alegre y heroica juventud que creía en la España núbil, porque alguien dijo, frente al sarcasmo de Cánovas, que «ser español era una de las pocas cosas serias que se podía ser en el mundo», porque no creímos en la decadencia que es fruto de una enfermedad interna, sino en la derrota por imperios rivales; porque entendimos que es estúpido dar la razón a los vencedores por el hecho simple de su victoria; porque hay una diferencia clara entre los vencidos después de la lucha y los cobardes que de la lucha desertan, nos pusimos en pie dispuestos a romper para siempre las dos grandes losas que angustiaban la vida de la Nación: por abajo, la losa de la injusticia social, y por arriba, la falta de un sano y auténtico patriotismo. Aspiramos a empalmar el ayer con el mañana, a fundir lo social y lo nacional bajo las exigencias religiosas, y a aupar a España buscando su esencia y su quehacer histórico, porque, como reza un himno: «del fondo del pasado nace mi revolución».
Mas no creáis que aquella etapa de la amargura y del cansancio se presenta tan oscura y sombría. Un instinto casi irracional pugnaba por abrirse paso en una atmósfera saturada de reservas. A su conjuro, las naciones de nuestra común estirpe se sabían hermanas, compañeras de un destino unánime, personajes de igual categoría en una empresa universal y humana.
En la vía próxima de la auscultación, acercando el oído al aliento popular, estaba claro que una misma lengua permitía comunicarse y entenderse a los hombres que vivían del norte al sur y del este al oeste de aquella dilatada vastedad. Andrés Bello, el insigne venezolano, entiende que frente a todo separatismo lingüístico, «esta unidad de lengua hay que conservarla celosamente, como el vinculo inmortal de España con las naciones de América que de España descienden, como un medio providencial de comunicación y un vinculo fraterno entre las naciones de origen hispano». Por esta razón, Andrés Bello, al escribir su Gramática castellana para americanos, emula la misión de Antonio de Nebrija y, siguiendo su pauta, el argentino Amado Alonso, el venezolano Rafael María Baralt y los colombianos José Eusebio Caro, Rufino José Cuervo y Mario Fidel Suárez, con plenitud de facultad y de derechos, legislan acerca de nuestro idioma. José Martí, artífice de la independencia cubana, escribe sin ambages: «Buena lengua nos dio España», agregando: «Quien quiera oír Tirsos y Argensolas ni en Valladolid mismo los busque…, búsquelos entre las mozas apuestas y los mancebos humildes de la América del Centro, donde aún se llama galán a un hombre hermoso, o en Caracas, donde a las contribuciones dicen pechos, o en Méjico altivo, donde al trabajar llaman, como Moreto, hacer la lucha». Y es que, de una parte, mientras mas se estudia el habla criollo, tanto más se convence uno de que muchas voces y giros que en América se estiman de origen guaraní, quechua o araucano son genuinamente españolas, y, de otra, que siendo patrimonio común el castellano, un giro que nace en Castilla no tiene más razones para prevalecer e imponerse que otro nacido en Lima o en Tegucigalpa.
Se produce así un fenómeno de intercambio y ósmosis. Rubén Darío y Valle Inclán popularizan entre nosotros los llamados americanismos. Se fundan, en pleno siglo XIX, las Academias americanas de la Lengua correspondientes de la Española, y en el II Congreso de las mismas, celebrado en Madrid en el año 1956, se reafirma la unidad del lenguaje y, como una prueba de tolerancia y de abertura, se reconoce, admite y legitima el «seseo».
Ese examen de lo auténticamente popular, por encima de la extravagancia y desentrenamiento de las clases mas cultas, pone de relieve el origen peninsular del folklore de Hispanoamérica. Como dice Joaquín Rodrigo, la primera música que llega al Nuevo Mundo es la música popular española: los sones de guitarra, las coplas y los bailes del pueblo; y es esta música la que, al entrar en colisión con la música aborigen, la desaloja en parte de los oídos y de la memoria y en parte se mezcla y se funde con ella. De este modo, la ranchera de Méjico, el merengue de Santo Domingo, el son-chapín de Guatemala, el punto guanasteco de Costa Rica, el joropo de Venezuela, el bambuco de Colombia, la marinera del Perú, la cueca de Chile, la samba argentina, el yaraví de Bolivia y la guarania del Paraguay, responden a una temática común de ritmo y de armonía y denuncian el aire familiar hispánico. No hay en ellos, como escribe Barreda Laos, ni estridencias ni saltos acrobáticos; hay suavidad y dulzura de abandono. Hispanoamérica, cuando se aparta del snobismo de la moda y baila con su propio sentido, busca la gracia leve del arte y no el automatismo mecánico de los pies; se entrega a la melodía del alma y huye del ruidoso estrépito del «jazz».
En uno y otro lado se conservan, al través del tiempo, las mismas canciones populares. Pedro Massa, argentino, escucha emocionado, a la altura de Baeza, una seguidilla familiar en su patria:
«Me enamoré -jugando-
de una María;
cuando quise olvidarla
ya no podía.»
Y en Santiago del Estero aún se escuchan coplas del cancionero medieval de España:
«Las estrellas del cielo
son ciento doce;
con las dos de tu cara,
ciento catorce.»
¡Cómo admirarnos, pues, de la influencia de Albéniz en los músicos criollos y de la acogida fraterna en la península de vuestras canciones, que repiten sin cansancio de los oyentes las orquestas y los tríos musicales, y que se ponen de moda y se escuchan desde Madrid y Barcelona hasta los cortijos andaluces y los caseríos de Navarra! Es que existe un fondo lírico y musical común adentrado en la conciencia de los hombres hispánicos, los cuales, ante un ritmo concreto, levantan el espíritu, se contagian de alegría o de tristeza, esbozan una sonrisa de humor o empanan los ojos con lagrimas leves y furtivas.
En esa vida diaria y popular, lejos de las urbes abigarradas y cosmopolitas, se conserva profundo y enraizado el sentimiento hispánico de las nacientes soberanías. En los campos abiertos, en la pampa, en la sabana y en el llano sobre los corceles que arrancan su linaje de los caballos andaluces que sirvieron de cabalgadura a los hombres de la conquista, los vaqueros de Méjico, los guasos de Chile, los gauchos del Río de la Plata, los llaneros de Venezuela y los cow-boys de los Estados Unidos, contribuyen, con su anónimo cabalgar, a la extensión de las fronteras.
La estampa airosa del caballo sirve de trampolín para el recuerdo de la conquista. «después de Dios, debemos la victoria a los caballos» había escrito Bernal Díaz. «A la Jineta -asegura el Inca Garcilaso -se gaño mi patria»
Sin duda por ello, Santos Chocano canta la epopeya de los corceles andaluces:
«Â¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales.
¡No! No han sido los guerreros solamente
de corazas y penachos y tizonas y estandartes
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes.
Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes.
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los nos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras y en los bosques y en los valles
Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!»
Todo aquello que sirve de talismán y de piedra de toque para que el alma del pueblo, sin engaño y sin artificio, se manifiesta y se desborda, trasluce de inmediato una misma conformación espiritual. Y así, el cine, ese espectáculo de masas, a pesar de la técnica y del respaldo económico de los que han convenido en llamarse países adelantados, no tiene eco y resonancia de taquilla, no desborda las salas de espectáculos, hasta que Cantinflas, Sandrini o José Luis Ozores no reproducen la comicidad de nuestros ambientes, hasta que Pedro Armendáriz o Pablito Calvo no representan en la pantalla todo el tramado de pasión y de ingenuidad de nuestros hombres, hasta que María Félix o Carmen Sevilla no dibujan, con su donaire y con su garbo, un modo especial de entender la belleza.
Este transfondo de unidad se palpa cuando lo «nuestro», lo de «todos», tiene que luchar y que enfrentarse con una circunstancia hostil o indiferente. Así, en Nueva York, todos los años se celebra el desfile de los «hispánicos», cuyo contingente más numeroso, los emigrados de Puerto Rico, han hecho del castellano un idioma familiar en la urbe y obligatorio en las escuelas; y en Los Ãngeles, donde los nietos de mejicanos continúan hablando su lengua de origen, y donde los «espaldas mojadas», al rellenar los cuestionarios oficiales, ponen orgullosamente en la. casilla señalada para el país de procedencia, spanish, es decir, «hispánico».
Hombres de nuestros países luchan y trabajan en los países ajenos como en el propio. Los reveses de la fortuna o de la política no impelen ni constriñen a una radical expatriación, porque, sobre unas fronteras artificiales, se repite y reproduce el ambiente de familia.
Hay fenómenos que, no obstante afectar de un modo directo e inmediato a una de las naciones que integran nuestro mundo, dan origen en todas ellas a una tensión unánime, profunda y general. La guerra de España, el justicialismo de Perón, el A. P. R. A. del Perú, los movimientos políticos de Belice y el fidelismo cubano son hechos palpables y suficientes que explican, sin aclaraciones ni comentarios, la realidad operante de esta conciencia colectiva de los pueblos hispánicos.
Esa conciencia colectiva está como traspasada e impregnada de una profunda religiosidad. Los avatares de la Independencia, la ausencia de clero y su falta de ejemplaridad en muchos casos, la instigación y la propaganda de las sectas, el Estado agnóstico o beligerante en la persecución y la escuela laica, no han sido capaces de arrancar el sentido católico romano de nuestros pueblos. Aunque es verdad, como alguien ha dicho, que son muchos los hispánicos que no acuden a las iglesias, la realidad es que, en su inmensa mayoría, en su unidad moral, viven en la Iglesia y se saben miembros de su mística corporeidad.
Por mucho que se haya intentado identificar a la Iglesia con la antigua Monarquía española, dando a entender que era patriótico luchar contra ambas, lo cierto es, como demuestra Hichard Patte, que la Independencia de las naciones hispanoamericanas. nada tuvo que ver con la Iglesia como tal; no hubo entonces, durante las jornadas difíciles y turbulentas de la emancipación, ni un solo caso de anticlericalismo ni de hostilidad a la Iglesia, y el mismo Bolívar, en sus consejos, tantas veces, por cierto, desatendidos, dice textualmente: «Me permitiréis que mi último acto sea el recomendaros que protejáis la santa religión que profesamos y que es el manantial abundante de las bendiciones del cielo.»
Entre esas bendiciones, aquella que ha servido para mantener esa confirmación católica del Continente americano de origen español, ha sido, sin temor a dudas, la devoción a la Virgen. Bajo el signo de María se descubre América. La jornada memorable del descubrimiento estaba ya bajo el dulce y amoroso patrocinio de la Señora y como si ello no fuera bastante la misma Señora alzó en aquella mañana todo un mundo nuevo arrancado de las tinieblas de lo desconocido, pare elevarlo aún más alto en el trono de su reinado maternal.
Bajo el signo de María se fundan las ciudades como La Paz, La asunción o Nuestra Señora del Buen Aire, se bautizan ríos y ensenadas, se erigen escuelas y universidades, y en la roca del Tepeyac se aparece nuestra Madre al indio Juan Diego, se dibuja y reproduce en su tilma y, como queriendo refrendar desde la altura la Hispanidad naciente, le habla al indio en castellano e inunda su mantón, cuando el Obispo Zumarraga le exige las pruebas del prodigio, con un manojo fragante de rosas de Castilla.
María deviene así la Regina Hispaniarum Gentium El Gobierno independiente de Caracas jura defender; como lo habían hecho tantos municipios españoles, el privilegio de la Concepción Inmaculada de la Señora, y la Señora, bajo las bellas y emotivas advocaciones de Luján, del Carmen y la Aparecida, de la Caridad del Cobre, de la Alta Gracia, de Caacupé, de Copacabana, de Chiquinquira, de Coromoto, de Suyapa, , de la Merced, es proclamada Patrona Celestial de los países soberanos e independientes de Hispanoamérica.
Este fenómeno de la unidad, lleno de vida y palpitación, no podía por menos de conmover y subyugar a quienes en América hispana y Filipinas advenían a la cultura libres de prejuicios y con lealtad, valor e intrepidez bastantes pare hacer tabla rasa de los mismos. Ellos son los que integran esa generación de la esperanza a que antes aludíamos, una generación cuya perenne fidelidad nos asegura, para un futuro quizá próximo e inmediato, un trueque de rotulo y bandera. Porque la esperanza, como la fe, en frase de San Pablo, son virtudes para la dureza, la austeridad, la zozobra y la incertidumbre del camino, y siendo la caridad la virtud que permanece a la llegada, cuando la unión y la entrega se consuman, nos es lícito entender que a muchos de estos esforzados caballeros de la Hispanidad, entrevistos por la mirada soñadora de Maeztu cabrá en suerte la providencial tarea de tejer y edificar, con su amor y su talento, la continuidad de los pueblos hispánicos.
En esta línea de pensamiento, al proyectar sin celajes la mirada sobre el tremendo episodio de la conquista y del trasvase subsiguiente por España a los pueblos de América del tesoro envidiable de la cultura cristiana y occidental, que otros países europeos, por contraste, guardaron con celo para sí, se multiplican las frases, los párrafos, las estrofas, los libros de admiración, de agradecimiento y de sorpresa.
En Ecuador, Montalvo no vacila en decir: «Â¡España! Lo que hay de puro en nuestra sangre y de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti lo debemos. Yo, que adoro a Jesucristo y que hablo la lengua de Castilla, ¿cómo habría de aborrecerla?» Y Benjamín Carrión estampa sin miedo esta frase tan bella: «España, que nos hizo la visita de las carabelas, nos dejo la herencia de la cruz y la lengua, la lealtad, el honor y la aventura». Y José Rumazo, el poeta de hoy, escribe: «Recordada en la sangre, España mía.»
«Renegar de España, el punto de partida -escribe el argentino Manuel Ugarte- , es edificar en el viento». «España -dice el también argentino Julio Soler Miralles- nos ha dado la concepción del hombre cabal. Por ello y porque nos ha dado aquello que vale más que la vida, que es el estilo y la fe, que Dios la bendiga.» Y hasta el propio Juan Domingo Perón, hubo de afirmar: «Si la América española olvidara la tradición que enriquece su alma… y negara a España, quedaría instantáneamente baldía.»
«Si hemos de mantener alguna personalidad colectiva -argumenta el uruguayo José Enrique Rodó- necesitamos conocernos en el pasado, divisarlo por encima de nuestro suelto velamen y confesar la vinculación con el núcleo primero. Sólo así -concluye- tendremos conciencia de continuidad histórica, abolengo, solar y linaje en las tradiciones de la humanidad civilizada.»
«Hemos sido educados en la leyenda negra -grita con ademán airado el chileno Augusto Fontaine Aldunate- cuando nos son precisas y con urgencia lecciones de hispanidad, es decir, de un modo noble y señorial de ser y de comportarse como hombre.»
«¿Por qué se oculta en las historias oficiales de mi país -nos dice el mejicano Alberto Escalona Ramos- que durante los siglos virreinales Méjico era la capital de un mundo que se alargaba desde Honduras. al Canadá?» «¿Es qué acaso se quiere -como protesta Vasconcelos con su indignación justificada- que reneguemos de un pasado grandioso, que liquidemos nuestra médula cristiana y española y nos transformemos y convirtamos en parias del espíritu?» «¿Es qué se olvida que tan sólo España es -como afirma don Alfonso Reyes- el camino de nuestra América?» «¿Es qué acaso España no es la Madre y -como asegura Porfirio Díaz- sigue siéndolo, porque las maternidades no prescriben?»
«Nosotros somos, amigos europeos -dice como en una arenga el nicaragüense José Coronel Urtecho-, la España americana» «España está en nosotros» -escribe su compatriota Ycaza Tijerino-. «Y nosotros -agrega el colombiano Eduardo Caballero Calderón- salvaremos la levadura española en los pueblos de Hispanoamérica, porque España es como una levadura sin la que el pan puede, desde luego, fabricarse, mas con el castigo casi bíblico de que ni la masa crece ni el pan se degusta.»
España está así como metida en el alma de Hispanoamérica, y son los versos, la expresión más alta y encendida de la belleza, los que se desbordan en rimas subyugantes.
En Méjico, Amado Nervo, en su poema «Ãguilas y leones», escribe:
¡Oh España…!
Los pueblos hermanos que en ti fijos
tienen los grandes ojos, negros. soñadores,
te brindan sus estrellas, sus manos enlazadas,
sus vivos gorros frigios.
¡Somos de raza de águilas y de leones!
Tengamos esperanza.
Y en Guatemala, Manuel José Arce y Valladares, en «Los argonautas vuelven», dice:
Y una raza -india, núbil- desgarrada
en la violencia del primer encuentro;
y el abrazo de sangre del mestizo
como tierno maíz al sol granado.
La cruz proliferó las selvas vírgenes,
de sol de fe de España jamás puesto,
y mi sol tropical hinchó de zumos,
de oro y de glorias nuevas toda España.
Y en Panamá, Enrique Grenzier, grita:
¡Mentira! Tú no estás en decadencia,
noble, gloriosa, bendecida España.
No estás en decadencia como dicen,
estás en gestación cual la crisálida.
Y en Venezuela, Andrés Eloy Blanco, en su «Canto a España», casi reza:
Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Occidente.
Yo me hundí hasta los hombros en el mar de Colón,
frente al sol, las pupilas, contra el viento la frente,
y en la arena sin mancha, sepultado el talón.
Halla en España mimos y en América arrullos,
¡el mismo vuelo tiendan al porvenir las dos!
y el mundo estupendo verá las maravillas
de una raza que tiene por pedestal tres quillas
y crece como un árbol hacia el cielo, hacia Dios.
Y en Colombia, José Joaquín Ortiz, se expresa de este modo
El recuerdo de España
seguíamos doquiera.
Todo nos es común: su Dios, el nuestro,
la sangre que circula por sus venas
y el hermoso lenguaje;
sus artes, nuestras artes, la armonía
de sus cantos, la nuestra;
sus reveses,
nuestros también, y nuestras
las glorias de Bailén y de Pavía.
Y en Chile, Gabriela Mistral, en «Salutación», amonesta:
«Y he dicho al descartado que destiñe lo nuestro que en español es más profundo el Padrenuestro. Soy vuestra y ardo dentro la España apasionada como el diente en el rojo millón de la granada. Os fue dada por Dios una virtud tremenda: el ganar el botín y abandonar la tienda; perder supieron sólo España y Jesucristo, y el mundo todavía no aprende lo que ha visto.»
Y en Argentina, Ignacio B. Anzoátegui, en , proclama:
Presencia
del cielo de España
que puso una cruz en el cielo,
para que la ausencia
tuviera un poco de España y de anhelo.
Y en Paraguay, José Antonio Bilbao, se emociona:
Tú, madre España, patria antigua, gozas
tu piel de mar a mar bien extendida
-camino de tu sangre y de tus rosas-
estás con sangre a nuestra piel cosida.
En Filipinas, Manuel Bernabé, canta:
Filipinas, la Virgen marinera
salta de una ribera a otra ribera
montante en trampolín de nipa y caña,
y os trae, como regalos del Oriente,
los dos soles que bailan en su frente:
la fe de Cristo y el amor a España.
Y Claro Mayo Recto, en Elogio del Castellano, nos arenga:
No en vano por tres siglos tus ejércitos
han levantado en mi solar sus tiendas,
y vieron el prodigio de mis lagos
y de mis bellas noches el poema;
no en vano en nuestras almas imprimiste
de tus virtudes la radiosa estela
y gallardos enjoyan tus rosales
plenos de aroma las nativas sendas.
No morirás en este suelo
que ilumina tu luz; quien lo pretenda
ignora que el castillo de mi raza
es de bloques que dieron tus canteras.
Pero no basta con este cambio de mente. Era preciso que un soplo de primavera llegara hasta nosotros e hiciera florecer en nuestro invierno helado las flores fraternales de una misma esperanza. Fue Rubén, el poeta de los cisnes, las princesas y las crisálidas el que nos trajo el mensaje de las ínclitas razas ubérrimas, el que infundió, al brindarnos la estupenda y melodiosa, energías nuevas para deshacer la farándula deambulante y perezosa de la vida nacional y convertirla en una empresa dinámica, tensa y contagiosa:
«Â¿Quién será el pusilánime
que al vigor español niegue músculo
que al alma española
juzgase artera, ciega y tullida?
Únanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos,
formen todos un solo haz de energía ecuménica.
Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente.
Juntas las testas ancianas ceñidas de lincos lauros
y las cabezas jóvenes que la alta Minerva decora.
¡Y así sea Esperanza la visión permanente en nosotros.
Inclitas razas ubérrimas, sangre de Hispana fecunda!»
Ganivet, en su Ideario español, ya había escrito: «Noli foras ire: in interiori Hispaniae habitat veritas.» Pero es Ramiro de Maeztu, el convertido, el que había anhelado ir «hacia la otra España», el que escribe, sembrando la fe: «La obra de España, lejos de ser ruina y polvo, es una fabrica a medio hacer, como la Sagrada Familia de Barcelona o la Almudena de Madrid o, si se quiere, una flecha caída a mitad del camino que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida que esta pidiendo los músicos que sepan continuarla.»
«El ideal hispánico esta en pie y, por mucho que se haga por olvidarlo, mientras lleven nombres españoles la mitad de las sierras del globo, la idea nuestra seguirá saltando de los libros de la mística a las paginas graves y solemnes de la historia universal.»
Este bagaje ideológico y emotivo movilizo a los nuevos alarifes, a los músicos noveles, a los guerreros barbilampiños a continuar la obra interrumpida, la sinfonía inacabada, a encorvarse hasta el suelo, a tomar la flecha y acerarla con precisión pare abrirse camino en la fronda y en la maraña de los errores, de las calumnias y las desidias.
Ahí estaban las más recientes interpretaciones de la América española, que era preciso examinar con agudeza y desenmascarar con denuedo.
En primer lugar, la que estima el paso de. España como algo advenedizo y extraño que se yuxtapone a la población autóctona y que es preciso sacudir y expulsar con objeto de que aquellas espléndidas civilizaciones vernáculas recobren su vigor y su grandeza primitivos. La América española es una creación artificial, lo que cuenta es Indoamérica, e indigenismo se llama la doctrina redentora que es necesario predicar frente a la opresión de la conquista.
Se utilizan los tópicos conocidos, se montan leyendas con hecatombes de indios pacíficos e inocentes y de tal modo se exagera la nota de brutalidad de los españoles, que Clemente Orozco, uno de los mas grandes pintores mejicanos, no ha podido por menos, criticando el indigenismo, que escribir estas paginas humorísticas: «La Conquista no debió haber sido como fue. En lugar de capitanes crueles y ambiciosos, España debió mandar una delegación numerosa de etnólogos, antropólogos, arqueólogos, ingenieros civiles, cirujanos, dentistas, veterinarios, médicos, maestros rurales, agrónomos, enfermeras de la Cruz Roja, filósofos, filólogos, biólogos, críticos de arte, pintores murales y eruditos en Historia. A1 llegar a Veracruz, desembarcar de las carabelas carros alegóricos enflorados y en uno de ellos Hernán Cortes y sus capitanes, llevando sendas canastillas de azucenas y gran cantidad de flores, confetis y serpentinas para el camino de Tlaxcala. Y después de rendir pleito homenaje al poderoso Moctezuma, establecer laboratorios de bacteriología, neurología, rayos X, luz ultravioleta, un departamento de asistencia pública, universidades, kindergartens, bibliotecas y bancos refaccionarios… Poner a Alvarado, a Ordaz, a Sandoval y demás varones fuertes de gendarmes, a cuidar las ruinas… Aprender ellos mismos los 782 idiomas diferentes que se hablaban. Respetar la religión indígena… Impulsar los sacrificios humanos, con departamento de engorde y maquinaria moderna para refrigerar y enlatar y sugerirle, muy respetuosamente, al gran Moctezuma que estableciera la democracia en el pueblo, pero conservando los privilegios de la aristocracia.»
Pero es que la construcción ideológica de Indoamérica es radicalmente falsa en su base y deletérea edemas, si de la misma se deducen sus naturales consecuencias.
Es falsa en su base porque, sin perjuicio de los abusos inherentes a toda empresa humana, la medula del quehacer español en América no fue otra que la expansión del Evangelio. La Conquista no fue encomendada a empresas comerciales, provistas de concesiones y privilegios, que asegurasen, en todo caso, rentas ajustadas a la Corona, ni fue tampoco el resultado de una huida de grupos disidentes que buscaban cobijo a su preciosa libertad. La empresa española fue una empresa del pueblo y del Estado, fieles, absolutamente fieles, a la convicción ortodoxa que pliega y subordina los intereses temporales al mas alto servicio de Dios y de las almas.
Por esto -y vuelvo a repetir que sin ocultar la existencia de pecados y pecadores-, cuando Alonso de Ojeda desembarca en las Antillas en 1509, no les dice a los indios que los descubridores pertenecen a una raza superior y distinta, sino que, animándoles, les enseña que «Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creo el cielo y la tierra y un hombre y una mujer de los cuales vosotros y yo, y todos los hombres que han sido y serán en el mundo, descendemos». «Nuestros amigos los indios», repetirán los Reyes de España, y para ellos, para que fueran respetados y amados como iguales, se dicta ese monumento de las Leyes. de Indias, que ahí está para gloria de los hispanos y vergüenza de los fariseos que han querido ocultar sus lacras vergonzantes lanzando manotadas de cieno sobre la estampa limpia de la verdad.
Pero la construcción ideológica de Indoamérica no solo es falsa en su base, sino que es absurda en sus resultados, sobre todo si entre ellos se aspira a buscar estímulos y resortes a la unidad de nuestros pueblos. En primer lugar, países como Argentina, Uruguay y Costa Rica, donde apenas si existen vestigios de la población autóctona, quedarían automáticamente separados del movimiento;. Por otro lado, habría que detener el mestizaje, que los auténticos indigenistas han de considerar como producto híbrido, como una yerba malsana que es necesario expulsar o destruir con tanto o con mas ahínco que aquellos cuyo color y contextura siguen representando la conquista. Finalmente, conseguidas las metas deseadas y repuesta la situación en el punto de partida, en el instante mismo en que las culturas aborígenes quedaron paralizadas, nos encontraríamos con el espectáculo desesperante de miles de tribus, ligadas tan solo por el vinculo lugareño, separadas por abismos de incomprensión y de idioma, sin conciencia histórica nacional, entregadas a practicas y costumbres primitivas y, en muchos casos, despóticas y sanguinarias.
La construcción ideológica de Indoamérica es inadmisible. Si hay algo en el indigenismo que merece beligerancia y que ha de recogerse con cariño y con amor es aquello que tiene de inquietud por mejorar el nivel de vida de los indios, en demasiadas ocasiones bajo, desolador e infrahumano; lo que tiene de afán por ir agregando a la cultura a las tribus en estado salvaje; lo que tiene de ambición por ofrecerles la posibilidad de ser, como ha escrito Lain, lo que fue en su época y con respecto a los hombres de su raza, el Inca Garcilaso.
Pero esto no es otra cosa que Cristianismo a secas, continuación de esa sinfonía inacabada que hemos llamado la Hispanidad. La que prolongan, ensanchan y continúan los misioneros en las auras avanzadas de los infieles; la que hace de lo español, como escribe el chileno Jaime Eyzaguirre, no un elemento más en el conglomerado étnico, sino el factor decisivo y aglutinante, con fuerza y genio capaz de atarlos a todos, de armonizar las lenguas dispares de Méjico y hacer de Chile, no ya el nombre de un valle, sino la denominación de una vasta y plena unidad territorial.
Si alguna vez hubo desprecio hacia los indios, no fue realmente durante la Colonia, sino en los años inmediatos y subsiguientes a la emancipación. Jamás fueron escuchados de labios peninsulares sentencias tan auras como esta de Sarmiento: «Los araucanos son indios asquerosos a quienes habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora»; y jamas, durante la época colonial, se produjo la situación de Guatemala en 1870, cuando el Presidente Barrios anuló e incluso ordenó destruir los títulos de propiedad otorgados a los indios quiché por la Corona de España, aboliendo una situación legal avalada por siglos de existencia y deshaciendo, con daño del país, un orden económico que había traído la paz y la ventura a los indígenas.
Lo que hay de auténtico y de valioso en el indigenismo es patrimonio de la Hispanidad, en cuanto que la Hispanidad tiene un núcleo medular cristiano.
Ramiro de Maeztu, al enfrentarse con el problema «nativista», como se llama en Brasil la doctrina que mantiene la postura indoamericana, ha escrito de modo admirable: «Cuando el azteca culto compare un día la gran promesa que significa la catedral de Méjico, con la miseria, la ignorancia y las supersticiones de muchos de sus hermanos, es muy posible que se le ocurra renegar de la promesa y declararse enemigo de la Iglesia católica. Pero también es muy posible que vislumbre que la obra de la Hispanidad no está sino iniciada, que consiste precisamente en sacar a los indios y a todos los pueblos de la miseria y de la crueldad, de la ignorancia y de las supersticiones. Y acaso entonces se le entre por el alma un relámpago de luz que le haga ver que su destino personal consiste en continuar la obra en la medida de sus fuerzas. A1 reflejo de esa chispa de luz, habrá surgido un caballero de la Hispanidad, que también podrá ser un duque castellano, o un estudiante de Salamanca, o un cura de nuestras aldeas, o un hacendado brasileño, un estanciero argentino, un negro de Cuba, un indio de Méjico o Perú, un tagalo de Luzón o un mestizo de cualquier país de América, así como una monja o una mujer intrépida, porque si un ideal produce caballeros, también han de nacerle damas que le sirvan.».
Pues bien, si la construcción doctrinal de Indoamérica es inadmisible, no lo es menos la que, volviendo los ojos hacia el norte, defiende la postura panamericana y hace santo y seña de lo que Rodó ha llamado la «nordomanía» y que se conoce con el nombre de panamericanismo. El panamericanismo cuenta con una declaración publica, oficial y solemne en la doctrina de Monroe y con una formulación literaria, hecha desde un campo opuesto, en el mensaje a la América hispana, de Waldo Frank.
El atento examen de las fuentes mencionadas, pone de manifiesto que el panamericanismo parte de dos principios que considera incontrovertibles: que la concepción católica e hispánica es una concepción medieval fracasada y superada en la historia, que la concepción sajona y protestante constituye el nervio del porvenir. Por ello, el panamericanismo pretende la aglutinación de América y la unificación política y cultural del Continente, con arreglo a las normas e instituciones del pueblo norteamericano.
Con dicho fin, se han seguido los sistemas del «big stik» y de la ayuda económica y técnica, y se ha pasado del terreno puramente especulativo al terreno institucional, mediante la creación y perfeccionamiento de la Organización de los Estados Americanos.
En virtud de la política del «big stik», el balance para las naciones de origen español en América ha sido tan satisfactorio como el siguiente: Los Tratados de Guadalupe, que arrancan a Méjico e incorporan a la Unión los estados de Texas, Nuevo México, Arizona y California, es decir, la mitad del territorio patrio; Nicaragua y Costa Rica ven hollados sus puertos y aldeas, en 1853 por las tropas de Guillermo Walker, derrotadas, al fin en Santa Marta. Cuba y Santo Domingo son ocupadas por el ejercito yanqui, quedando intervenida la aduana; Panamá se transforma en república independiente, y los Estados Unidos adquieren la zona del Canal como una concesión perpetua, que viene a ser algo así como el precio que la joven nación americana tiene que abonar para obtener su anhelada soberanía.
De la política del «big stik» , el panamericanismo pasa a la ayuda económica y técnica, que va poniendo en manos de las grandes empresas de los Estados Unidos la enorme riqueza potencial de los países de Hispanoamérica y con carácter sucesivo, se han aplicado a: los bananos, el azúcar, el petróleo, las industrias extractivas, los nudos y sistemas de comunicación y de transporte. No se trata de préstamos a largo plazo para crear riqueza nacional, sino de inversiones absorbentes del patrimonio que monopolizan fuerzas económicas tan hábiles y potentes que, a despecho de las fórmulas, tienen en sus manos la orientación social y política de los partidos y de los gobiernos. La fijación de los precios topes a las material primas y la libertad de precio para los artículos manufacturados, hace deficitaria la balanza de pagos de muchos países de Hispanoamérica, clientes únicos en el doble juego de la importación y de la exportación de los Estados Unidos.
Pero, como antes apuntábamos, el panamericanismo no se ha limitado a una formulación doctrinal y a un aprovechamiento de las distintas coyunturas para adentrarse en Hispanoamérica. El panamericanismo ha cuajado, además, institucionalmente, en la Organización de los Estados Americanos, cuyo punto de partida corresponde al año 1890, en Washington, y cuya culminación se produce al firmarse, en abril de 1948, la Carta de Bogotá. Durante este lapso relativamente corto de tiempo, el panamericanismo ha dado sus frutos y las naciones americanas de origen español han visto mediatizada, manejada y dirigida desde fuera su política internacional, puesta al servicio de intereses distintos y a veces opuestos a los suyos.
En efecto, como escribe Mario Amadeo, en ningún caso el mecanismo de seguridad colectiva o de coordinación que prevén los acuerdos suscritos por los estados integrantes de la Organización, se ha puesto en marcha para defender puntos de vista que no son precisamente los de los Estados Unidos. Cuando los Estados Unidos eran neutrales en la segunda guerra mundial, la reunión de consulta de Panamá proclamó la neutralidad más estricta. Cuando los Estados Unidos comenzaron a aproximarse a la guerra, la reunión de consulta de La Habana declaró la solidaridad ante la amenaza exterior. Cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, la reunión de Río de Janeiro recomendó declarar la guerra. Cuando los Estados Unidos empezaron a tener dificultades con Rusia, la Conferencia de Bogotá señaló el peligro de la infiltración comunista.
El panamericanismo ha despertado así una atmósfera de recelo y de resentimiento cada día más agudizado, estimándose, como dice Ycaza Tijerino, que Norteamérica no puede imponer, ni siquiera con el pretexto de la amenaza comunista, a la Organización de los Estados Americanos, al Continente y a las Repúblicas hispanoamericanas, su propio estilo de vida, sus preocupaciones políticas y sus concepciones para la realización ideológica de su destino.
La hora del momento es lo suficientemente trágica y decisiva para que soslayemos el problema bajo la excusa de la amistad. Precisamente porque nos damos cuenta del papel protagonista que los Estados Unidos desempeñan en la historia del momento y de la responsabilidad cósmica que la Providencia ha querido encomendarle, tenemos la obligación de apuntar los errores que, a la larga o a la corta, pueden redundar en su perjuicio y en perjuicio de la Humanidad.
Tarea de amigos, de amigos sinceros, es la de señalar los fallos, no para recrearse cuando los mismos se cometen, sino para avivar el punto de mira y evitarlos y prevenirlos en el futuro..
Pues bien, constituye un error tremendo y lamentable identificar con los intereses de los Estados Unidos la lucha contra el sistema comunista, de tal manera que cualquier movimiento político, cualquier reivindicación social, cualquier orientación de las corrientes comerciales que se oponga a sus programas deba estimarse que favorece al comunismo.
En primer lugar, los Estados Unidos no han sido siempre los campeones de la lucha anticomunista, ni son, desde luego, los más ejemplares. Durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos fueron aliados de la U. R. S. S., y a la U. R. S. S. entregaron una gran parte de Europa. En Asia cometieron la terrible torpeza de abandonar al ejercito nacionalista chino, dejando a merced de la «democracia popular» una inmensa área de territorio y más de seiscientos millones de almas. Y hoy en día, los Estados Unidos protege y ayudan, militar y económicamente, a Yugoslavia, que vive bajo la dictadura del mariscal Tito, en régimen comunista, aunque este régimen, por circunstancias más bien de tipo personal, no se halle de acuerdo con Moscú.
Yo no voy a entrar en las razones de peso que justifican este proceder de los Estados Unidos; pero quiero afirmar, de un modo rotundo, que pueden existir otras líneas de conducta de signo anticomunista mucho más tajantes y enérgicas, como lo es, a no dudarlo, la que ha seguido y viene manteniendo la política española.
Frente a un anticomunismo de coyuntura, puede existir y de hecho existe un anticomunismo sustancial, fruto de una postura radical y esencialmente hispánica.
Realizar en los países hispánicos una política que menoscabe su personalidad, tolerar o admitir que los pastores protestantes disuelvan nuestra fe, anular el ímpetu y el coraje de los movimientos nacionalistas que pretenden la consolidación política y la superación económica de nuestros pueblos, equivale a seguir una política miope, dando a entender como, sin duda, lo entienden los grupos comunistas, ortodoxos o disidentes -y ahí esta el libro de Jorge Abelardo Ramos como prueba-, que determinadas exigencias de Justicia, irrebatibles o inexorables, pueden conseguirse solamente, únicamente, adoptando una postura opuesta y refractaria a los Estados Unidos.
El panamericanismo es, por consiguiente, rechazable. Implica una desviación de nuestro sentido histórico que desconoce y ahoga la personalidad cultural y política de Hispanoamérica.
No quiere decir ello, claro es, que no sea posible aunar los esfuerzos y establecer, en el esquema mismo de la Organización de Estados Americanos, una atmósfera de convivencia fraterna. Mas para ello es preciso que, de buena gana, lealmente, con hidalga caballerosidad se reconozcan y rectifiquen los errores cometidos, se tracen las coordenadas de una actuación sincera y, sobre todo, exista un equilibrio de poder, de tal modo que no haya, como al presente -y según apunta Humberto Pasquini Usandivaras- algo así como unas acciones preferentes y de voto plural, privilegiadas y de soberanía, en la caja fuerte de los Estados Unidos y otras acciones vulgares, ordinarias, que aseguran un puesto en la Asamblea para hacer bulto y contribuir a la farsa y que están en manos de las naciones de Hispanoamérica.
Pero si son falsas e inadmisibles, como acabamos de demostrar, las construcciones doctrinales del indigenismo y del panamericanismo, no lo es menos la tesis, más hábil, enguantada y sutil que, partiendo de una supuesta filiación espiritual, minoriza la aportación española a la creación de las naciones de Hispanoamérica y habla con desenvoltura y desparpajo de América Latina.
No solo se ha intentado, por toda clase de medios, arrancar a España la gloria del Descubrimiento de América, acotando y aislando la figura del Almirante para centrar las ofrendas y las conmemoraciones en torno al llamado «Día de Colon», sino que, además, y por añadidura, quiere desconocerse el esfuerzo, el tesón y la energía de más de trescientos años de entrega y sacrificio. Con tal fin, se inventó la frase, hoy vulgar y generalizada, de la América Latina, que muchos de vosotros y de nosotros repetimos haciendo el juego a quienes con interés y con falacia la han puesto en circulación, la han impuesto en las organizaciones oficiales y la han vulgarizado a través de sus medios poderosos de difusión y propaganda.
De acuerdo con su tesis, la noción de Hispanoamérica es incomprensible, porque en la constitución espiritual de las naciones oriundas de España, han intervenido tanto o más que los valores españoles, los italianos y los franceses.
No es posible negar que los valores franceses e italianos, como los alemanes, los ingleses o los eslavos, han producido un acrecentamiento del panorama cultural de los países de Hispanoamérica, pero negamos de una manera categórica que tales valores hayan influido en la constitución de aquellas naciones.
Si éstas -escribe el chileno Oswaldo Lira- son cada una de ellas, las mismas esencialmente que en los momentos de la Independencia -cosa que ningún patriota puede poner en duda sin renegar de sí mismo-, es necesario admitir que la afluencia de valores extranjeros no pudo tener otro alcance que el de un prodigioso enriquecimiento adjetivo del espíritu nacional.
Los valores europeos llegaron y sus posibilidades de influjo y asimilación se debieron a que, como afirma el peruano Alberto Wagner de Reina las naciones americanas de origen español habían recibido la cultura de España. Fue esta cultura, forjada al amparo de la cruz y de las cinco declinaciones latinas la que, al convertirse en columna medular de dichas naciones, las hizo capaces de aprender y asimilar las otras culturas occidentales.
El argumento de la América Latina se vuelve así en contra de sus defensores. Si en ella hay algo que no sea estrictamente peninsular, algo del espíritu francés, del italiano, del inglés o del germánico, se debe a España, que no dudo en transferir sin reservas el tesoro de su idioma y de su bagaje intelectual.
Hoy, esta verdad, clara y tajante, empieza a ser reconocida por hombres ajenos a nuestro ambiente, y así Jaques de Lauwe, en su obra L’Amérique Ibérique, escribe que la misma «constituye un mundo aparte y que es mentiroso el calificativo de Latina que se le atribuye», y Waldo Frank, al que antes hacíamos referencia, escribe que «España esta más próxima a América que las corrientes complejas de París».
Por tanto, si los términos Latinoamérica y América Latina sólo pretender con torpeza diluir el nombre español en fórmulas amplias y genéricas que den cabida y preponderancia -como apunta Jaime Eyzaguirre- a otras naciones, muy ilustres, pero que estuvieron ausentes en las etapas culminantes de la Conquista y de la Colonia, si dicha terminología supone, como escribe Lohman, una aberración conceptual, debemos con justicia exigir, en nombre de la historia, como pide Oswaldo Lira, y de los principios mas elementales de la filosofía de la cultura, que tales denominaciones son eliminadas y abolidas.
En los ambientes populares, incontaminados por los juegos del idioma, se palpa de inmediato lo artificioso de estas construcciones. «Vista desde Europa -dice Rodó-, -toda la América nuestra es una sola entidad que procede históricamente de España y que se expresa en idioma español.» Y apreciada desde dentro esta claro, como señala el argentino Enrique V. Corominas, que, no obstante la presión artificiosa de indigenistas, panamericanistas y latinoamericanistas, hay como una fuerza emocional y telúrica que vincula y ata a los pueblos de América en lo español y que los convierte en comunidades de ciudadanos hispanoamericanos.
Toda la argumentación desemboca, pues, en el lógico e indiscutible corolario de que la única denominación ajustada y, a la vez, comprensiva de las naciones americanas que se emanciparon de la Península, es precisamente la de Hispanoamérica o Iberoamérica, bajo la cual se comprende a la América española y a la portuguesa.
Ahora bien, si lo ibérico es algo así como la infraestructura, lo espontáneo, lo étnico y temperamental subyacente en lo español y portugués, y lo hispánico, en cambio, es la alta estructura, la determinación cultural y la forma histórica de lo español y de lo luso, resulta congruente que el vocablo más preciso es Hispanoamérica.
Almeida Garret confirma esta tesis al decir, con harta razón: «Somos hispanos e devemos chamar hispanos a cuantos habitamos a peninsula hispánica». En el mismo sentido, Ricardo Jorge dice: «Chamese Hispana a peninsula, hispano, ao seu habitante ondequer que demore, hispanico ao que lhez diez respeito». Y Miguel Torga, el poeta portugués de nuestro siglo, no vacila en decir que su patria «termina en los Pirineos».
Por su parte, el escritor brasileño Gilberto Freire escribe que «Brasil es una nación doblemente hispánica, la nación más hispánica del mundo por el hecho feliz de haber tenido, a la vez, una formación española y portuguesa».
Y es que hay algo entrañable que enlaza y complementa a los dos pueblos de la Península, cantados por Camoens en la época de su máxima extensión territorial con los versos hermosos:
«Del Tajo al Amazonas el portugués impera, de un polo al otro el castellano yoga y ambos extremos de la terrestre esfera dependen de Sevilla y de Lisboa.»
La tradición hispánica pertenece por igual a las dos. naciones peninsulares, como pertenece y forma parte del de Hispanoamérica. El secreto con la continuidad, en contribuir y en mantener y desarrollar este sentimiento de tradición, en darnos cuenta del fraterno quehacer que se nos brinda y comprender a fondo aquellas palabras de Menéndez y Pelayo, según las cuales los pueblos no pueden renunciar a la cultura que les es propia, sin mengua de la parte mas noble de su ser, sin comenzar una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil.
Tal es la tarea de nuestra generación y de nuestro tiempo: dar plenitud de vigencia al ser histórico de las naciones hispánicas. Cierto que son muchos los impacientes a los que ahoga y desespera la lentitud, que son muchos los que ambicionan una superación inmediata del estadio floral, pero también es cierto que, con independencia y aún a pesar de las disquisiciones líricas y de las evocaciones sentimentales, nuestra obra esta en marcha.
En un mundo industrial y mecanizado como el mundo moderno, la enorme empresa hispánica parece caminar con lentitud, con una engañosa impresión de retraso, más ello se debe, como apunta Coronel Urtecho, a que la misma no opera, en primer lugar, sobre la superficie de la tierra, modificando los aspectos aparentes de la civilización, sino que trabaja secretamente, como un fermento,
Un patrimonio cultural que consiste en rendir culto a un esfuerzo colectivo un sentimiento de tradición, en hacer que se nos brinda, en las profundidades oscuras de la vida del hombre, en la entraña insondable de las naciones, en el subsuelo de la cultura y en el humus fecundante del sentido católico de nuestros pueblos.
En este operar callado, hemos visto aparecer, limpia y recortada, la figura de Hispanoamérica, es decir, de un conjunto de naciones que, por encima y por debajo de su lozana diversidad, tienen el común apellido de hispánicas. Más al occidente de América, el archipiélago filipino, que los españoles descubrieron y civilizaron, constituye una nación de la misma raíz y estirpe. Por último, en Europa, Portugal y España, los dos países ibéricos, peninsulares y fundadores, son también, y por las razones señaladas, substantivamente hispánicos.
Es decir, que además de los hispanoamericanos, existen los hispanofilipinos y los hispanopeninsulares. Todos ellos gozan de la hispanofiliacion e integran, por consiguiente, la Hispanidad.
Pero la Hispanidad no es solo el conjunto de hombres que gozan de la hispanofiliación, ni el marco geográfico y político en que los mismos habitan Hispanidad es, sobre todo, como apunta Lain Entralgo, un modo de ser o, como nosotros indicábamos al comienzo, el conjunto de principios vitales que un día cuajaron en un cuerpo político y que hoy, por tener como nunca el más alto grado de vigencia histórica, pueden y deben operar y manifestarse de nuevo.
La diferencia en el modus operandi radica, con respecto al pasado, en que en la oportunidad presente, no es España (y Portugal con ella) la nación portadora de tales principios. Si las naciones peninsulares fueron entonces las que infundieron Hispanidad, ahora es el conjunto de pueblos en que la Hispanidad quedo trascendida, los que, de un modo solidario, han de incorporarse a la tarea. No es, por consiguiente, que Hispanoamérica, como han dicho Pablo Antonio Cuadra y Alfredo Sánchez Bella, comience en los Pirineos; es que la unidad de Hispanoamérica procede de España y luego la comprende con el nombre de Hispanidad. Lo hispánico no es, por consiguiente, lo español; la Hispanidad no fluye, en consecuencia, de la España del momento, sino que, partiendo de la España de entonces, mana a través de los pueblos hispánicos y nutre o deja nutrir la corriente del gran Amazonas de nuestro espíritu. La Hispanidad es como una llama que, encendida con la leña ancestral de los olmos, los robles y las encinas de la Peninsula, prende y a la vez se nutre, vigoriza y alimenta -como con bella metáfora ha dicho el uruguayo Alejandro Gallinal -con las maderas y los troncos de vuestros montes y vuestras cordilleras vírgenes.
La España actual es una entre los pueblos hispánicos, tan hija de la España progenitora, como pueden serlo Ecuador o Venezuela. La Madre Patria de que hablan con tanto amor como respeto hispanoamericanos y filipinos, es también la madre de nuestra España, a la que solo corresponde, por razón de su mayorazgo, la custodia y no la propiedad de los viejos papeles de familia. El centro de gravedad de los pueblos hispánicos, su nivel, no esta aquí ni allá, en Europa, en América o en Oceanía, está en aquel grupo de hombres que representen, en cada instante, de un modo mas fiel, exacto y preciso, los ideales de la Hispanidad.
Por eso ha podido escribirse desde América que si España dejara de existir, tragada por el mar, o hiciera traición a sus propias esencias hispánicas, la Hispanidad realizaría su propia misión sin España, esforzándose como un primer objetivo en reconstituirla y en rehacerla.
Si la Hispanidad es, por consiguiente, un fluir de vida y exigencias, se equivocan aquellos que la reducen, empequeñecen y esterilizan, confundiéndola con una mera contemplación embobada y narcisista de España en los estratos históricos superados.
La Hispanidad, sin desentenderse del pasado, aspira a trascenderlo con una dinámica permanente, pensando en la España actual y concreta, con sus virtudes y defectos; en la nación filipina, enfrentada en una lucha heroica contra valores extraños a su plasma vital; en las naciones, grandes o chicas de América, pero orgullosas de su destino.
Bajo este punto de vista, la Hispanidad supone una auténtica revolución histórica. Es más que recuerdo, empresa; más que sentimiento, voluntad de fundación. En la Hispanidad ya estamos -escribe Mariano Picón Salas-; lo que nos hace falta es su actuación eficiente, crear -como arguye Sandro Tacconi- un orden hispánico nuevo; dar forma jurídica -como quiere Martín Artajo- al conjunto de naciones hispánicas.
Había, hasta la fecha, como una cierta timidez al llegar a este punto de las conclusiones. Expuesta la doctrina, se estancaba aquí, como temiendo que alguien se escandalizara ante el anuncio de un posible encuadramiento formal de la estirpe hispánica.
¿Acaso no sería todo ello una argucia, hábilmente tejida, por la España del momento que ideara para recobrar su pasada hegemonía? Más aún, ¿acaso no sería la Hispanidad si se llegaba a tales consecuencias, un artilugio para exportar de contrabando cierta mercancía política que puede no gustar o no ser apta para ciertos ambientes?
Pero hoy, tales reservas, han sido, afortunadamente, sujetadas. El esquema jurídico en que la Hispanidad cristalice no se encuentra a priori al servicio de ninguna hegemonía, sino al servicio perfecto y colectivo de la Comunidad.
De aquí que hoy se prolongue, sin rebozos, dar contenido plástico a la unión de nuestros pueblos y realizar de algún modo -como sea, dice Alfonso Junco – su unidad política. Aúnque la Hispanidad postula una actitud frente a la vida y una forma de catolicismo y de cultura pretende, como señala Ycaza Tijerino, una finalidad política. Por eso, el que no tiene conciencia política no entiende del todo la Hispanidad.
Esta exigencia política de la Hispanidad ha sido y es irrenunciable y permanente. La idea de una comunidad de naciones hispánicas -escribe el uruguayo Carlos Lacalle – no ha surgido de pronto ni la han discurrido en torno de una mesa un grupo de doctrinarios, sino que ha sido elaborada desde el día siguiente a la emancipación.
El examen de los años subsiguientes a la Independencia pone de manifiesto dos cosas: de un lado, la nostalgia de la unidad perdida, y, de otro, el anhelo, siempre reiterado, de lograrla.
Sarmiento no vacila en exclamar: «hace veinte años, un habitante de las pampas de Colombia se abrazaba en medio del Continente con otro de las pampas de Buenos Aires, y ya no ha quedado ni un solo vínculo entre los Estados vecinos», y Ugarte escribe «que no es posible regocijarse completamente de una emancipación que, multiplicando el desmigajamiento de los antiguos virreinatos en Repúblicas a menudo minúsculas e indefensas, ha venido a sembrar el porvenir de responsabilidades históricas».
La profunda miseria moral de las medianías que hostigaban al genio de América -dice el ecuatoriano Ulpiano Navarro-, el caudillismo montaraz de algunos jefes de Venezuela, la intriga del subsuelo, roedora y terrible, de los libertarios de Bogotá, la ingratitud de los antiguos áulicos del virreinato de los Reyes, la envidia de los estadistas del Plata fueron parte a que nuestra América, después de la guerra de la Independencia, no se constituyese con la integridad de los territorios patrimoniales.
La Independencia ha significado la disgregación -subraya Mariano Picón Salas- por haber sido realizada traicionando el ideal de los auténticos libertadores. Por ello, si la enfermedad, como asegura D’Ors, se llama nacionalismo, la salud debe llamarse anfictionía.
Y fue, efectivamente, una confederación, una anfictionía, lo que hoy, con términos más exactos, conocemos con el nombre de Comunidad, lo que se busco incluso antes de que aparecieran los primeros conatos libertadores.
En esta línea, el célebre Francisco de Miranda imaginó, por los años 1785 y 1790, formar, una vez terminada la Independencia, un Imperio Americano que se extendiera desde el Mississipi hasta la Patagonia con un monarca incaico y sistema parlamentario a la inglesa, que evitara la anarquía en el orden político y la desmembración en el orden geográfico; la Infanta Carlota-Joaquina, hermana de Fernando VII y esposa de Juan VI de Portugal, ofreció desde el Brasil, a los diferentes virreyes y a las diversas Juntas de Defensa hispanoamericanas, una serie de ideas políticas renovadoras que tendían a salvar la unidad supranacional, amenazada peligrosamente por la invasión napoleónica de la Península. José Gregorio Argomedo propuso en Chile, el 18 de septiembre de 1810, un Congreso de todas las provincias de América que habría de celebrarse en el caso de ser derrotada España por los franceses; y el mejicano Lucas Alamán pidió en las Cortes de Cádiz una relativa independencia de las Colonias y una confederación de las mismas con España.
De los libertadores, sabido es como José de San Martín sacrificó su presencia en América al logro de la Unidad; O`Higgins, después de Maipu, abogó por ella, y en favor de ella se pronunciaron las Constituciones de la Independencia; e Iturbide suscribió el Tratado de Córdoba con el último virrey de Méjico, tratando de establecer una interdependencia jurídica entre la Nueva España y la Corona.
Por su parte, Simón Bolívar, antes y después de Boyaca y de Carabobo, levanto la bandera confederal, y el de septiembre de 1815 escribía: «Puesto que estas naciones tienen un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, deben tener igualmente un solo Gobierno que confedere los diferentes Estados que hayan de formarse.»
Con absoluta fidelidad a esta idea, el Libertador como presidente de Colombia, y don Pedro Gual, como ministro de Asuntos Exteriores, facultaron a don Jaime Mosquera para la suscripción de tratados con los países fraternos, y así, después de penosas negociaciones, se firmaron, en 1822 con Perú, en 1823 con Méjico y en 1825 con Centroamérica. En el espíritu y en la letra de estos acuerdos aparece el deseo de constituir «una sociedad de naciones hermanas», «un cuerpo anfictionico o Asamblea de plenipotenciarios que de impulso a los intereses comunes y dirima las discordias que puedan suscitarse entre pueblos que tienen unas mismas costumbres».
Los acuerdos mencionados fueron el punto de partida del Congreso de Panamá y de Tacubaya de 1826. Bolívar, al convocarlo en 7 de diciembre de 1824, insiste en la necesidad de una «asamblea de plenipotenciarios que nos sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel interpretación de los tratados. y de conciliación, en fin, de nuestras diferencias».
El Congreso de Panamá, que terminó suscribiendo el 15 de junio de 1826 un «Tratado de unión, liga y confederación perpetuas entre las Repúblicas de Perú, Colombia, Centroamérica y Estados Unidos mejicanos», vino a resultar inoperante no solo porque dicho acuerdo fue ratificado solo por Colombia, sino porque en 1830, la Gran Colombia, que había nacido en diciembre de 1819, se dividió en tres Estados independientes: la actual Colombia, Ecuador y Venezuela, y el 30 de mayo de 1838, el Congreso Federal de las Provincias Unidas de Centroamérica, que había surgido el 1 de julio de 1821, dejó en libertad a las mismas para constituirse como gustaren, naciendo los Estados de Honduras, Guatemala, El Salvador, Costa Rica y Nicaragua.
Pero los esfuerzos comunitarios han proseguido sin desaliento, tratando de suturar las piezas desatadas. Y así, Ecuador, Colombia y Venezuela firmaron, el 29 de octubre de 1948, la Carta de Quito, en la que, reconociendo la existencia de los «vínculos especiales que unen entre sí a los Estados hispanoamericanos por su comunidad de origen y cultura», den nacimiento a la Organización Económica Grancolombiana. Honduras, Guatemala, El Salvador, Costa Rica y Nicaragua, con la conciencia de sentirse y saberse «partes disgregadas de una misma nación», suscriben, el 14 de octubre de 1951, en San Salvador, la Carta fundacional de la Organización de Estados Centroamericanos. Y Chile y Argentina, el 8 de julio de 1953, firman un tratado por el que constituyen su Unión Económica.
A su vez, los países hispánicos de la Península, al calor de los embates de la última contienda universal constituyen el llamado «Bloque Ibérico», confirmado después con las entrevistas de sus gobernantes y ampliando a colaboraciones y entendimientos que rebasan la esfera militar, como han puesto de relieve las conversaciones de Ciudad Rodrigo.
Es decir, que lenta y gradualmente, salvando prejuicios y distancias, se abre paso la empresa de comunidad inacabada en áreas regionales económica y geográficamente definidas, como un paso firme y seguro hacia la estructura mas amplia, completa y general.
En este aspecto, estimamos un error de enfoque el considerar, como lo han hecho algunos escritores hispanoamericanos, la declaración de Salta -obsesos por sus graves problemas de vecindad con los Estados Unidos-, que lo más importante y urgente es conseguir la integridad de Hispanoamérica y luego ofrecer un status especial a los países peninsulares, toda vez que la ubicación europea de los mismos les desplazan de aquella órbita continental.
Y decimos que esta corriente de opinión es equivocada porque la urgencia por atender y cubrir frentes determinados no puede oscurecer el enfoque del movimiento y la vastedad de la estructura.
La Hispanidad, modo de ser, conjunto de principios vitales, anima y federa una comunidad, a un puñado de pueblos que de ella se alimentan con el fin de realizar, a través de los instrumentos de ayuda y de trabajo que constituyen, su quehacer histórico.
Si en la hora prima de la fundación de la Comunidad estuviera ausente alguno de nuestros pueblos, se apreciaría al instante, en ese Amazonas del espíritu a que antes hacíamos referencia, no solo una falta de caudal, sino también la especia o ingrediente propio de una forma especifica de vivir la Hispanidad por el ausente.
Por otro lado, el destino de la Hispanidad es ecuménico y necesita realizarse en todas las latitudes. Habrá pues una hispanidad operante en Europa, en América y en Asia que adoptará, acomodándose a las necesidades del clima y a las cooyunturas del momento, las formas de actuación que estime prudentes y acertadas.
Cada una de nuestras naciones, aisladas o desconfiante, devendría estéril y acabaría siendo anulada o absorbida. El ejemplo que nos ofrece la nación filipina, combatiendo a solas en el mar de la indiferencia, que ahora tan sólo comienza a transformarse en simpatía, pero que aún no ha llegado a cuajar en ayudas prácticas y concretas, es espectáculo y escándalo para todos y ejemplo bastante para no reducir y acotar nuestros puntos de mira.
El enfoque del movimiento hispánico y el conjunto de la estructura formal y jurídica en que el mismo se manifiesta, ha de reconocer como efectivo y operante el hecho de que en América constituimos, desde Méjico hasta la extremidad patagónica, como dice Federico García Godoy, «un gran todo sólidamente coohesionado» , y que en Europa los dos países hispánicos peninsulares, y en el Oriente Lejano la nación filipina están unidos por vínculos que nada ni nadie pueden desconocer o ignorar.
Estos vínculos hacen que la anhelada comunidad de naciones hispánicas sea mucho más hacedera de aquello que nosotros -encima de la menudencia y prolijidad de los hechos- nos figuramos.
Vivimos en la era de los grandes sujetos supranacionales. La Comunidad Británica, la Liga Arabe, las organizaciones de cooperación en Europa, la Agrupación Regional Soviética, la Seato, la misma Organización de Estados Americanos nos indican con claridad meridiana que ha llegado el momento de hacer efectiva esa homogeneidad de que hacemos gala, y superar las disputas entre naciones pequeñas que sólo redundan en beneficio de las grandes; de consumar la unidad antes de que otros la consoliden y antes, incluso, de que nos sea impuesta con un signo ideológico distinto.
Porque el problema no está en si esa unión de nuestros pueblos, esa comunidad que armonice lo diverso y variado ha de consumarse. o no, sino en si tal fenómeno ha de producirse como señala Mario Amadeo bajo el lema «Cristianismo y libertad» o bajo el lema de «Comunismo y tiranía».
Vamos, pues, como dice el Padre Juan Ramón Sepich, a construir nuestro mundo según nuestro ser, a aunar a la «gran familia», como añoraba el poeta uruguayo Alagarinos Cervantes, fundador de la «Revista española de ambos mundos», y a llevar a termino su doble tarea, una que mire hacia dentro de la comunidad y otra que mira hacia fuera.
Desde el punto de vista interno, la Comunidad tiene que partir de un hecho evidente, a saber: que bajo su rubrica no solo se federan los Estados, sino que se aglutinan también los hombres de la Hispanidad. ¡Ojo Colmeiro observa con exactitud que «los hispánicos no llegan entre si a considerarse extranjeros». Mariano Picor T Salas dice que «aún cuando empleen pabellones distintos, un chileno esta emocionalmente más cerca de un mejicano que un habitante de Australia de otro del Canada», y Calor Lacalle, avanzando aún más, estima «que es necesario fomentar la conciencia íntima de que el ser ciudadano de un país hispánico supone -con los derechos y deberes consiguientes- la afiliación a la Hispanidad».
No es -como dijera Menéndez Pelayo, todavía perplejo por la incertidumbre de su época -que «gentes con un mismo origen, un mismo culto y un mismo idioma, pueden ser de distintas naciones, pero ante Dios forman una sola familia»; no se trata de crear simplemente una pura nacionalidad literaria común que haga ciudadanos de nuestro mundo, sin vinculaciones provinciales, a Agustín de Foxa, a Enrique Larreta, a Gabriela Mistral y a Juan de Ibarbourou; no se trata, en fin, de una imprecación unamunesca: «la sangre de mi espíritu es mi lengua y mi patria esta allí donde resuene». Lo que se busca es la declaración y reconocimiento de la «común nacionalidad» que pide Barreda Laos, del hecho traslucido de que «somos parte de una misma nación», como dice Gustavo Kosling; de abolir entre hispánicos las fronteras, que el escritor salvadoreño Viera Altamirano considera malditas, y proclamar la existencia de la unidad supranacional hispánica que propugna Ycaza Tijerino, y que Menéndez Pelayo, en la villa europea de la Hispanidad, conoce por «Hispania Mayor», y José Enrique Rodó, desde la villa opuesta, denomina, con entusiasmo y con orgullo, «Magna Patria».
En esta línea, el Congreso Hispano-Luso-Americano y Filipino de Derecho Internacional, celebrado en Madrid en el año 1951, estudió la ponencia de Federico Castro Bravo sobre «El problema de la doble nacionalidad», recomendando la formación de un proyecto de ley uniforme y la concesión, por cada país, a los hispánicos de las otras naciones, de una condición jurídica especial que les separe de la rúbrica de extranjeros y les vaya gradualmente equiparando a los nacionales.
En España, la nueva Ley de 15 de julio de 1954, que ha derogado los artículos correspondientes del Código civil, admite la doble nacionalidad y, recogiendo las disposiciones especiales que se habían venido dictando, facilita la adquisición de la ciudadanía española a hispanoamericanos y filipinos.
Mas no basta, en el frente interior, con llegar, como sin duda llegaremos, a ser ciudadanos de la Hispanidad. Hace falta constituirnos en bloque cultural, económico y castrense.
El bloque cultural postula un libre intercambio y una circulación sin trabas aduaneras de libros y revistas; una depuración de nuestros textos escolares, arrancando de los mismos todo resabio de hostilidad y planteando en ellos el acontecer hispánico en un clima fraterno y de conjunto; un intercambio reciproco de profesores entre las facultades universitarias; un encuentro periódico de estudiantes, graduados, profesionales y artistas, como pretenden nuestros Colegios Mayores «Nuestra Señora de Guadalupe», «Hernán Cortes» y «Junípero Serra», y el propio Instituto de Cultura Hispánica, nacido en aquellas reuniones históricas celebradas en San Lorenzo de El Escorial en el verano de 1946; un especial interés por la pureza del idioma, apasionando en la tarea a periodistas y hombres de la radio; una validez universal de nuestros títulos académicos; una creciente unificación legislativa, que tiene su punto de arranque en un derecho histórico común y en una forma análoga de vivirlo y de aplicarlo; una sincera y eficaz colaboración en la esfera cinematográfica, y una agencia, en fin, de noticias, como aquella que propugna Fernando Mora, subdirector de Novedades, de Méjico, que transmita con fidelidad el latido diario de nuestro vivir, que evite el silencio de la noticia importante o su difusión con falta de espíritu constructivo de lo que, refiriéndose a otras agencias extrañas al mundo hispánico, se quejaba el colombiano Alberto Lleras, siendo secretario de la Organización de Estados Americanos.
En este orden, los esfuerzos de la Oficina de Educación Iberoamericana, cuyo III Congreso acaba de celebrarse en Santo Domingo, y los de la joven Asociación Iberoamericana de Periodistas, son un trampolín brindado y abierto a las mas anchas e ilusionadas ambiciones.
Y junto al bloque cultural, el bloque económico, cuyos postulados fundamentales han de ser los siguientes: la Hispanidad constituye un área económica y un mercado común. Sobre esta base, es preciso superar el estadio presente de coloniaje económico, salir del monocultivo (estaño en Bolivia, cobre y nitrato en Chile, petróleo en Venezuela, café en Colombia y Brasil, azúcar en Cuba y Santo Domingo, carne y lana en la Argentina y Uruguay), diversificando la producción; crear corrientes comerciales nuevas que eviten la tiranía de los monopolios, especializar la mano de obra; industrializar, de acuerdo con las necesidades generales, evitando los planes inorgánicos y haciendo posible que una fábrica de botones en Costa Rica, con una población de 800.000 habitantes, pueda construirse a sabiendas de que esta destinada no solo a saturar el reducido mercado del país, sino a suministrar el producto a una población adecuada de consumidores y de usuarios.
Las reuniones de la C. E. P. A. L. y las conferencias económicas celebradas al amparo de la Organización de Estados Americanos, han puesto de relieve la urgencia de la llamada emancipación económica. Mientras el ingreso anual per capita en los Estados Unidos excede de los 1.900 dólares, en los países iberoamericanos dicho ingreso alcanza solamente a 211,45, y ello a pesar de que Iberoamérica es hoy el mercado más grande para las exportaciones norteamericanas, la fuente principal de importaciones y el campo de mayor inversión privada en el extranjero.
Aunque las cifras son engorrosas, tienen valor edificante y es necesario reproducirlas. Así, en el año 1953 Iberoamérica provee a los Estados Unidos del 100 por 100 del quebracho que importa; del 100 por 100 del asbesto; del 98 por 100 del cuarzo en cristales; del 65 por 100 de la bauxita; del 62 por 100 del antimonio; del 42 por 100 del berilio; del 43 por 100 del sisal; del 37 por 100 del cadmio; del 29 por 100 del cobre; del 25 por 100 del espatofluor; del 23 por 100 del manganeso; del 20 por 100 del vanadio; del 18 por 100 del estaño, y del 17 por 100 del wolframio.
En el mismo año, Iberoamérica importo de los Estados Unidos el 27 por -100 de su producción de maquinaria industrial; el 33 por 100 de la maquinaria eléctrica; el 52 por 100 de autobuses y camiones; el 43 por 100 de automóviles, y el 35 por 100 de grasas, leche, carne y otros productos alimenticios.
El desequilibrio de la balanza de pagos se debe, en gran parte, a que cuando el dólar norteamericano va a Hispanoamérica, en pago de material primas, materiales estratégicos o productos agrícolas, ese dólar sirve para pagar el salario de un hombre en un día; en cambio, cuando ese dólar retorna a los Estados Unidos solo alcanza a pagar el salario de un hombre en media hora.
El sistema actual, que se reduce, en suma, a vender barato y a precios determinados por el comprador, y a comprar cada vez mas caro, sólo puede romperse estimulando el comercio entre las naciones hispánicas, viendo la forma de autoabastecerse dentro de la Comunidad, reduciendo las tarifas aduaneras, dándose el trato reciproco de nación más favorecida, utilizando los servicios de la Organización Iberoamericana de Cooperación Económica y creando la Unión Iberoamericana de Pagos que, al facilitar la compensación múltiple, evite el movimiento improcedente de divisas y engrase y haga mas fluido el engranaje total de la economía.
Dentro de esta consideración económica, no puede olvidarse el aspecto demográfico. Hoy tiene Iberoamérica más de 160 millones de habitantes, es decir, una población absoluta superior a la de los Estados Unidos; y decimos absoluta porque la relativa es de 6,7 por kilometro cuadrado para Iberoamérica y de 27,4 pare la Unión. El aumento entre los años 1920 y: 1940 ha sido del 41 por 100 para la primera y del 26 por 100 pare los Estados Unidos. Pues bien, si el ritmo actual persiste, en 1970 las naciones americanas de origen peninsular tendrán una población de 225 millones que, unidos a los de los países fundadores y a los de Filipinas, hacen un total de 300 millones de habitantes.
Esta población no ha de verse obligada a buscar puestos de trabajo fuera de la órbita comunitaria. El caso de los «espaldas mojadas» de Méjico, que atraviesan a nado y clandestinamente el Río Bravo, y cuya situación ilegal aprovechan los granjeros norteamericanos haciéndoles efectivos salarios inferiores a los normales, es un motivo de sonrojo para la Hispanidad, como lo es, igualmente, la política de exterminio a base de prácticas neomalthusianas que oficialmente se divulgan en Puerto Rico por las entidades oficiales y por la Organización Mundial de la Salud, para limitar el incremento de la población puertorriqueña y cortar de raíz su inmigración a los Estados Unidos. Con una economía mas fuerte y: con un nivel de vida más alto, la Comunidad de naciones hispánicas, con tantas y tan fabulosas posibilidades, las ofrecerá sin duda y sin reservas a sus hermanos de Méjico y Puerto Rico.
En este orden de cosas, las corrientes migratorias debieran ser organizadas evitando que el ingreso masivo de grupos étnicos y espiritualmente distintos ahoguen y desfiguren la fisonomía del país. No se trata de adoptar una absurda política migratoria de puerta cerrada. Se trata de buscar una fórmula prudente que equilibre y armonice el legítimo derecho a desplazarse para encontrar un puesto de trabajo desde sitios o lugares donde dichos puestos no existen, y el derecho también legitimo a mantener la continuidad histórica de la nación.
De aquí que haya de buscarse preferentemente la cantera para las nuevas aportaciones demográficas en los países que integran la Comunidad de naciones hispánicas, o en aquellos otros que presenten con los mismos el mayor número de afinidades, pues la realidad demuestra que los grupos emigratorios muy diferenciados, se enquistan y endurecen dentro del país, hacen dentro del mismo su pequeño mundo y tardan en incorporarse plenamente al quehacer nacional. Por el contrario, la inmigración española o portuguesa a las naciones de su lengua, ha puesto de relieve que, a la primera generación se funde y entraña con el país al que estima y considera como su patria.
Todo el esfuerzo que en esta dirección se realice ha de ser coordinado y con una visión muy amplia y de gran alcance de la política migratoria. Así, nos parece equivocada, en principio, la emigración española al Canadá y a Bélgica, como nos pareció desafortunada la emigración masiva que hace unos años se produjo con dirección a Argelia y al entonces Marruecos francés. El balance ha sido una contribución humana de calidad insuperable al desarrollo de la riqueza de estos últimos países, y una deshispanización progresiva de los emigrantes.
Todo este potencial de riqueza y de hombres debe pensar en su defensa armada frente al agresor. No esta el mundo, desgraciadamente, en un lecho de rosas, sino en el carácter amenazador de un volcán que, de vez en cuando, manifiesta, con sus esporádicas erupciones, la temperatura del subsuelo.
En este trance, el bloque económico y cultural del mundo hispánico necesita completarse con un bloque militar. La unificación de táctica, armamento, enseñanza y altos mandos; el encuentro periódico de los Estados Mayores; la recepción por las Academias Militares de las distintas Armas y Cuerpos de alumnos procedentes de países donde tales Academias no existan y que hoy cursan sus estudios en naciones extrañas a la Comunidad; la coordinación de los ejércitos terrestres, marítimos y aéreos y de sus programas de construcción y de compras en el futuro; el montaje de una industria con fines militares, cuyo secreto, como el de toda industria, no es otro que capital bastante, aprovisionamiento seguro, técnica competente y capacidad de absorción en el mercado, circunstancias todas ellas que si no concurren en cada uno de nuestros países, concurren, desde luego, en la comunidad que los integra; Y, sobre todo, la necesidad imperiosa de fortalecer en el soldado -el que combate con las armas y el que dirige la operación -la conciencia de que sirve, no solo a su Patria-Argentina, Méjico o España-, sino a la Hispanidad entera, a la «Hispania Mayor» o a la «Magna Patria», a que antes hicimos referencia, son tareas y objetivos a través de los cuales puede y debe constituirse el bloque militar hispánico.
Pero de nada nos serviría este triple bloque cultural, económico y castrense, si los Estados que integran la Comunidad Hispánica no se proponen el servicio del bien común, si no hacen suyo un programa de justicia social de lucha y de combate contra la miseria, de aumento del nivel de vida de nuestras clases menesterosas.
Y ello por fidelidad a nuestro propio ideario, no por copia y mimetismo de proclamas sociales de signo diverso.
Toda esta atmósfera de resentimiento social y de lucha de clases que nos rodea y existe en el mundo, no puede imputarse a quienes, como nosotros, hemos permanecido ausentes del mismo. Lo que no es licito es afirmar que somos países subdesarrollados, económica y culturalmente inferiores, y luego sumarnos a la vorágine de las ideas creadas por una civilización industrial, inhumana y desaprensiva que ha nacido a nuestras espaldas.
Esa civilización y esos países que se dejaron arrastrar por el ansia de riqueza y por la filosofía de la acción, que dieron origen al proletariado de las urbes y a la alta burguesía de las grandes empresas, que asuman la responsabilidad absoluta de su obra y que nos dejen libres pare edificar nuestro mundo con un ansia de justicia social que no pretende mantener con alguna concesión determinadas prebendas, sino hacer efectiva la hermandad entre los hombres que nos predica el Evangelio.
Si vuestra justicia social -podemos decirles -es la justicia del miedo, la nuestra es y ha de ser la política del amor.
Y porque en el amor se cifra y resume todo el secreto de la convivencia fraterna y no en un amor filantrópico y vocinglero que se desmadeja y evapora al primer incidente, sino en aquel que fluye incesante de Dios, a la vez Creador, Redentor y Santificador, la Comunidad de los pueblos hispánicos tiene que vertebrales religiosamente, ahondar en Su espíritu católico romano, tradicional y verdadero, y vivirlo y practicarlo a fondo.
La época agnóstica y laica es ya, pare nosotros, anacrónica La humanidad, de vuelta de los errores del pasado, retorna la mirada a Jesucristo y entiende de nuevo que sólo en la Cruz y en el Sagrario están las palabras hermosas y los silencios humildes de la salvación y de la paz.
En este aspecto se abre todo un amplio horizonte de actuación: emprender una campaña por el denso tejido de nuestra sociedad que afiance la fibra y el sentimiento religiosos; cubrir los baches de vocación con ayudas y envíos de sacerdotes como quiere el Papa y como hace la Obra Hispanoamericana de Cooperación Sacerdotal; luchar contra quienes, con espíritu suicida, abren las fronteras a determinadas propagandas que pretender romper el don inestimable de la unidad católica del mundo hispánico; y entrañar, aún más si cabe, la devoción a la Señora, viva en nuestros pueblos, seguros de que Ella, la Madre, la regina Hispaniorum gentium arrancará del Señor todas las gracias que nos fueran precisas para el logro de tan nobles y elevados fines.
En este marco, viviremos en la «pax hispánica». Las diferencias que tienen que existir como inherentes a la contextura humana de la tarea serán dirimidas por la conversación y el arbitraje. Por ello, uno de los objetivos inmediatos de la comunidad tiene que ser el arreglo de los litigios que hoy día nos preocupan: estado permanente de ruptura de relaciones, litigios de fronteras, salidas al mar de los pueblos mediterráneos…, seguros de que la solución será fácil porque previamente, al crear el bloque cultural y económico, habrá quedado resuelta la inquietud y la desazón que provocan los mencionados conflictos.
Tal es, apresurada y casi esquemáticamente expuesta, la cara interior de la Comunidad de naciones hispánicas Pero, al lado de la misma, existe una cara exterior, un frente orientado hacia fuera que es necesario considerar.
En primer lugar, el mundo hispánico tiene que actuar, como lo viene haciendo afortunadamente, como un solo bloque, como una unidad granítica en la esfera internacional. Solo así será estimado y tenido en cuenta. Para el futuro, es decir, pare el tiempo que subsiga a la creación de la Comunidad, las directrices de la política externa de nuestros pueblos debe ser decidida en reuniones periódicas de Cancilleres, y en aquellas otras de urgencia que los acontecimientos históricos hagan necesario. En todos los supuestos, cuando un miembro de la organización hable o se presente a las elecciones mediante las cuales ha de ser provisto un cargo, quien habla o quien arriesga su nombre en la urna no es una nación concreta, sino el conjunto todo de la Hispanidad.
La unánime comparecencia del bloque hispánico reforzará su potencia pare exigir la plena satisfacción de las reivindicaciones territoriales y aún culturales de la hispanidad.
Son muchas las situaciones de coloniaje que persisten en nuestra amplia geografía y contra las cuales han sido infructuosas las reclamaciones aisladas y aún las formuladas colectivamente en la X Conferencia Interamericana de Caracas de marzo de 1954.
En el sur de la Península Ibérica, Gibraltar, que el New English Dictionary de Historics Principles, publicado por la Universidad de Oxford, define como territorio español y posesión británica y que la misma Enciclopedia de este nombre tiene que reconocer, haciendo historia de su adquisición por los ingleses durante la guerra de sucesión, que en esa coyuntura el Gobierno de la Gran Bretaña procedió con falta absoluta de principios.
En Oceanía, la isla de Guam, en el archipiélago de las Marianas, que como indica y prueba Pastor y Santos, sigue siendo de iure tierra filipina.
En América, yendo de Norte a Sur, Belice, en manos de Inglaterra, que la sigue usurpando a Guatemala, cuya Constitución de 1945 reconoce a dicha zona como territorio nacional, considerando nacionales a aquellos que nacen en la misma.
La zona del Canal, cuya concesión a los Estados Unidos por la joven república panameña, no supone, como de hecho sucede, abandono de la soberanía.
Las Guayanas, que se acuestan sobre la ancha y extensa joroba de la América del Sur y sobre las cuales tres países europeos mantienen un sistema de explotación colonial que hasta en las zonas mas atrasadas ha entrado en fase de completa liquidación. Las Guayanas, que descubriera Yañez Pinzón y que recorrieran y colonizaran Diego de Ordaz, Jerónimo de Altar y los Gobernadores de Venezuela, pertenecen al mundo hispánico. Por ello, Venezuela ha protestado siempre contra aquel arbitraje leonino de 1889, dictado por un tribunal internacional reunido en París, que le arrebato, para la Guayana inglesa, un área de 200.000 kilómetros cuadrados, y ha hecho saber, pública y oficialmente, que continuara reclamando contra el despojo de una zona que con legítimo derecho le pertenece.
Las Islas Nuevas, Magallánicas o Malvinas, al pie de la América del Sur, ocupadas también, como un sino trágico, por Inglaterra, que las llama con el nombre extraño de Falkland. Al apoderarse de tales islas, Inglaterra no se hizo cargo de un archipiélago que mereciera la consideración de res nullius, sino de un territorio que en 1816 la Argentina soberana había heredado de la monarquía española, y que había sido parte del antiguo Virreinato del Río de la Plata.
Y más abajo, en la Antártida, de nuevo frente a la pretensión inglesa de adueñarse de su enorme extensión Chile y Argentina reivindican los sectores vecinos, y esta última, desde el año 1904 mantiene como prueba incontestable de sus legítimos derechos, servicios públicos adecuados en la zona demarcada a su propia soberanía.
Pues bien, todo este conjunto de tierras, hoy en manos foráneas, deben reintegrarse a los países de la Comunidad hispánica. Un objetivo primordial de la misma es patrocinar y hacer suyo el irredentismo con la voz incallable de la verdad y la doctrina del uti possidetis, que sirve de fundamento a una gran parte de las reivindicaciones apuntadas, y oponerse a todo intento de consagración definitiva del estado actual o de evolución hacia fórmulas ambiguas como los Estados Unidos de Guayana o la Federación Británica del Caribe.
Pero el bloque hispánico no tiene ante si únicamente revindicaciones de carácter territorial. Hay otras, tan importantes como estas, que es preciso defender con ahínco. En efecto, si un país de estirpe hispánica puede haber sufrido ciertas amputaciones materiales e incluso haberlas confirmado con su explícito asentimiento en el orden de la cultura, la Comunidad de naciones hispánicas no puede aceptar ni refrendar el desgaje y la separación. Así, la extensa faja que corre al norte del río Bravo y que integran California, Arizona, Nuevo México y Texas, actuales Estados de la Unión; la amplia zona que incluye a la Luisiana y a la Florida y que bordea el golfo de Méjico, y los archipiélagos de Carolinas, Marianas y Palaos cedidos por España el 30 de junio de 1899 al imperio alemán, pertenecen, sin perjuicio de su actual encuadramiento político, al ámbito cultural del mundo hispánico. La comunidad de nuestros pueblos no puede tolerar ni consentir el progresivo desalojo de su cultura por el simple hecho de un cambio de soberanía. Ahí están los vestigios históricos de una época gloriosa, la subsistencia de un pueblo autóctono, la conveniencia de mantener con el respeto integro hacia esa cultura, los principios de democracia y libertad que se predican, como argumentos innegables pare defender la tesis por nosotros mantenida.
Por si ello fuera poco, en este aspecto de la reivindicación cultural podría presentarse, desde un ángulo de vista distinto al acostumbrado, la misma historia de los Estados Unidos. Bastaría con seguir cronológicamente los establecimientos europeos en el territorio de la Unión y partir, no de las colonias fundadas por los peregrinos del Mayflower, sino del pueblo de San Agustín, el primero y mas antiguo de Norteamérica, fundado por españoles.
Para llevar a termino este ambicioso programa, la comunidad de nuestros pueblos necesita de hombres con carisma hispánico, sabedores de que en esta empresa son portadores de un mensaje henchido de valores éticos.
Porque la Hispanidad representa, como ha dicho García Morente, una concepción de la vida basada en el predominio de la realidad sobre la abstracción, en el hombre, portador de valores eternos, diferenciado y libre, frente a un mundo de enanos que pasan con el rostro hacia el suelo, ocultos entre la mesa del rebaño.
Para ello, los portadores del mensaje habrán de vivir con el espíritu de entrega y desprendimiento que, como apunta el argentino Eduardo Mallea, existe siempre en el genio hispánico en olor de heroísmo; con impaciencia de eternidad, pero sin olvido ni abandono de las realidades terrenas.
Porque quizá uno de nuestros fallos haya sido la interpretación literal de algunos preceptos, con olvido de que la letra mata y el espíritu vivifica y de que, junto a la invitación que el Maestro nos hace a no poner el corazón allí donde el ladrón y la polilla actúan, otro mandamiento del Génesis nos dice: «Creced, multiplicaos y sujetad la tierra».
Por ello, cuando hemos visto a una civilización racionalista olvidar el primer mandamiento y conseguir éxitos deslumbrantes y aparentes con la practica exclusiva del segundo, la reacción hispánica no puede consistir en un complejo de inferioridad para las ciencias aplicadas y experimentales o en la cuchufleta simpática pero inútil de Miguel de Unamuno. «Â¡Que inventen ellos!, porque, como dijo don Quijote a Sancho: «Nadie es más que otro si no hace mas que otro», y porque aun cuando es verdad que la civilización no consiste en conservar limpias las fachadas y hacer graciosa la alineación de la ciudad, lo cierto es que la civilización y la cultura, la virtud y el reino del espíritu, necesitan, en este valle de lagrimas, el logro de un cierto y moderado bienestar.»
El secreto del mensaje hispánico radica en hacer de la riqueza, no fin, sino instrumento; en ordenar la economía, como quiere Nimio de Anquim, sub specie communitatis y en supeditar ese bien común sub specie hierarchie, a los intereses más altos de la Cristiandad.
El hombre, investido del carisma hispánico, será así en un mundo lleno de tinieblas, el español quijotizado que vislumbrara Miguel de Unamuno, el caballero de la Hispanidad o el caballero cristiano que soñaran Ramiro de Maeztu y García Morente, el que «habrá atravesado a la fuerza por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, aprendiendo, sí, de ellas, pero sin dejarse tocar el alma, conservando la herencia espiritual de aquellos tiempos que llaman caliginosos».
El hombre quijotizado, dice Lain anudando palabras de Unamuno, empeñará su existencia en dos quehaceres, uno tocante a la vida y atañadero el otro a la muerte. En el primero luchará a favor de la justicia y de la verdad. ¿Tropezáis con uno que miente? Gritadle a la cara: ¡Mentira! y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que robe? Gritadle: ¡Ladrón! y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta? Gritadles: ¡Estúpidos! y ¡adelante! (Unamuno)
¡Adelante siempre! Pero no tendrá sentido alguno esta empresa terrenal del hombre quijotizado si el no sintiera como hondo imperativo lo que atañe a la muerte, y a la inmortalidad. Por su propia inmortalidad lucha el hombre quijotizado: «para que Dios le salve, para que no le deje morir del todo». Y también pare edificar una civilización inédita en que la pasión por la inmortalidad encienda dentro del pecho de los hombres.
Si para ser nación hace falta el aplauso universal a un pasado histórico, como quiere Renan, o un programa de hacer colectivo, como exige Ortega y Gasset, o una adhesión plebiscitaría a un estilo de vida, como asegura García Morente, no vacilemos en abrir paso a la comunidad de nuestros pueblos, porque ese hombre quijotizado, ese caballero de la Hispanidad, ese caballero de Cristo, pasado y futuro, modo de ser y estilo de vida, bulle y suena en cada uno de nosotros, hombres de la estirpe Hispánica.
Dios quiera que algún día próximo, en el istmo de Panamá, como soñara Bolívar, y en la ciudad de Colón, que lleva el nombre del Almirante, reunidas las banderas de nuestros 23 países, veamos alzarse lentamente, majestuosamente, la bandera de la Hispanidad del uruguayo Angel Camblor, mientras las bandas de mil regimientos entonan el Himno de la Estirpe, del ecuatoriano Antonio Parra Velasco, y los poetas y los niños, con lagrimas en los ojos, recitan los versos de Ruben.
Al día siguiente, cuando aún permanezca en el alma y en el aire la emoción, yo tengo por seguro que algún hispano de los que tengan la dicha de asistir a la escena, repetirá modificada, al ver nacida la Comunidad de nuestros pueblos, la estrofa nostálgica y suave de José María Pemán:
«Ramiro de Maeztu, señor y Capitán de la Cruzada: ¿Donde estabas ayer, mi dulce amigo, que no pude encontrarte? ¿Donde estabas? ¡Para haberte traído de la mano a las doce del día, bajo el cielo de viento y nubes altas, a ver, para reposo de tu eterna inquietud tu Verdad hecha ya Vida en la Plaza Mayor de las Españas.
Enviado por Enrique Ibañes