Señor: Desde el feliz momento en que se recibió en esta capital la noticia de la augusta instalación de esa Suprema Junta Central, en representación de nuestro muy amado soberano el señor Don Fernando VII, y que se comunicó a su Ayuntamiento, para que reconociese este centro de la común unión, sin detenerse un solo instante en investigaciones que pudiesen interpretarse en un sentido menos recto, cumplió con este sagrado deber, prestando el solemne juramento que ella le había indicado; aunque ya sintió profundamente en su alma que, cuando se asomaban en la representación nacional los diputados de todas las provincias de España, no se hiciese la menor mención, ni se tuviesen presentes para nada los vastos dominios que componen el imperio de Fernando en América, y que tan constantes, tan seguras pruebas de su lealtad y patriotismo, acababan de dar en esta crisis.
Ni faltó quien desde entonces propusiese ya, si sería conveniente hacer esta respetuosa insinuación a la soberanía, pidiendo no se defraudase a este reino de concurrir por medio de sus representantes, como lo habían hecho las provincias de España, a la consolidación del gobierno, y a que resultase un verdadero cuerpo nacional, supuesto que las Américas, dignas, por otra parte, de este honor, no son menos interesadas en el bien que se trata de hacer, y en los males que se procuran evitar, ni menos considerables en la balanza de la monarquía, cuyo perfecto equilibrio sólo puede producir las ventajas de la nación. Pero se acalló este sentimiento, esperando a mejor tiempo, y el Cabildo se persuadió que la exclusión de diputados de América, sólo debería atribuirse a la urgencia imperiosa de las circunstancias, y que ellos serían llamados bien presto a cooperar con sus luces y sus trabajos, y si era menester, con el sacrificio de sus vidas y sus personas, al restablecimiento de la monarquía, a la restitución del soberano, a la reforma de los abusos que habían oprimido a la nación, y a estrechar por medio de leyes equitativas y benéficas los vínculos de fraternidad y amor que ya reinaban entre el pueblo español y el americano.
No nos engañamos en nuestras esperanzas ni en las promesas que ya se nos habían hecho por la Junta Suprema de Sevilla en varios de sus papeles, y principalmente en la declaración de los hechos que habían motivado su creación, y que se comunicó por medio de sus diputados a este reino y los demás de América: «Burlaremos, decía, las iras del usurpador, reunidas la España y las Américas españolas. somos todos españoles: seámoslo, pues, verdaderamente reunidos en la defensa de la religión, del Rey y de la patria». Vuestra Majestad misma añadió poco después en el manifiesto de 26 de octubre de 1808: «nuestras relaciones con nuestras colonias serán estrechadas más fraternalmente y, por consiguiente, más útiles».
En efecto, no bien se hubo desahogado de sus primeros cuidados la Suprema Junta Central, trató del negocio importante de la unión de las Américas por medio de sus representantes, previniendo al Consejo de Indias le consultase lo conveniente a fin de que resultase una verdadera representación de estos dominios y se evitase todo inconveniente que pudiera destruirla o perjudicarla.
En consecuencia de lo que expuso aquel supremo tribunal, se expidió la real orden de 22 de enero del corriente año, en que, considerando V. M. que los vastos y preciosos dominios de América no son colonias o factorías, como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española, y deseando estrechar de un modo indisoluble los sagrados vínculos que unen unos y otros dominios; como asimismo, corresponder a la heroica lealtad y patriotismo de que acababan de dar tan decisiva prueba en la coyuntura más crítica en que se ha visto hasta ahora nación alguna; declaró que los reinos, provincias e islas que forman los referidos dominios, debían tener representación nacional inmediatamente a su real persona, y constituir parte de la Junta Central Gubernativa del reino por medio de sus correspondientes diputados.
No es explicable el gozo que causó esta soberana resolución en los corazones de todos los individuos de este Ayuntamiento y de cuantos desean la verdadera unión y fraternidad entre los españoles europeos y americanos, que no podrá subsistir nunca sino sobre las bases de la justicia y la igualdad. América y España son dos partes integrantes y constituyentes de la monarquía española, y bajo de este principio y el de sus mutuos y comupes intereses, jamás podrá haber un amor sincero y fraterno, sino sobre la reciprocidad e igualdad de derechos. Cualquiera que piense de otro modo, no ama a su patria ni desea íntima y sinceramente su bien. Por lo mismo, excluir a las Américas de esta representación, sería, a más de hacerles la más alta injusticia, engendrar sus desconfianzas y sus celos, y enajenar para siempre sus ánimos de esta unión.
El Cabildo recibió, pues, en esta real determinación de V. M., una prenda del verdadero espíritu que hoy anima a las Españas, y deseo sincero de caminar de acuerdo al bien común. Si el gobierno de Inglaterra hubiese dado este paso importante, tal vez no lloraría hoy la separación de sus colonias; pero un tono de orgullo y un espíritu de engreimiento y de superioridad, le hizo perder aquellas ricas posesiones, que no entendían cómo era que, siendo vasallos de un mismo soberano, partes integrantes de una misma monarquía, y enviando todas las demás provincias de Inglaterra sus sepresentantes al cuerpo legislativo de la nación, quisiese éste dictarles leyes e imponerles contribuciones que no habían sancionado con su aprobación.
Más justa, más equitativa, la Suprema Junta Central ha llamado a las Américas y ha conocido esta verdad: que entre iguales, el tono de superioridad y de dominio sólo puede servir para irritar los ánimos, para disgustarlos y para inducir una funesta separación.
Pero en medio del justo placer que ha causado esta real orden, el Ayuntamiento de la capital del Nuevo Reino de Granada no ha podido ver sin un profundo dolor que, cuando de las provincias de España, aun las de menos consideración, se han enviado dos vocales a la Suprema Junta Central, para los vastos, ricos y populosos dominios de América sólo se pida un diputado de cada uno de sus reinos y capitanías generales, de modo que resultó una tan notable diferencia, como la que va de nueve a treinta y seis.
Acaso, antes de proceder a otra cosa, se habría reclamado a V. M. sobre este particular; pero las Américas, y principalmente este reino, no han querido dar la menor desconfianza a la nación en tiempos tan calamitosos y desgraciados, y antes sí llevar hasta el último punto su deferencia; y reservando todavía a mejor ocasión cuanto le ocurría en esta materia, pensó sólo en poner en ejecución lo que le correspondía, en cuanto al nombramiento de diputados. Lo hizo; pero al mismo tiempo, y después de haber dado este sincero testimonio de adhesión, de benevolencia y amor a la península, extendió el acta que acompaña a V. M.
En ella se acordó que, pareciendo ya oportuna la reclamación meditada desde el principio, se hiciese presente a V. M. por el Cabildo, como el primer Ayuntamiento del reino, lo que se acaba de expresar en orden al número y nombramiento de diputados, dirigiéndola por el conducto de vuestro Virrey, o inmediatamente por sí mismo si lo creyese del caso, y a reserva de especificarlo también en el poder e instrucciones que se den al diputado.
Todavía, sin embargo, el Cabildo ha diferido este paso, hasta que se verificase, como se ha verificado, la última elección y sorteo de aquel representante, y cuando ha visto que se trata ya tan seriamente de la reforma del gobierno y del establecimiento de las Cortes que se deben componer de toda la nación, según su primitivo instituto, su objeto y su fin.
V. M. misma ha convidado a todos los hombres instruidos de ella para que le comuniquen sus luces en los puntos de reforma que puedan conducir a su bien, y en los medios importantes de lograr el establecimiento de un gobierno justo y equitativo, fundado sobre bases sólidas y permanentes, y que no pueda turbar un poder arbitrario. Pero en esta grande obra, ¿no deberán tener una parte muy principal las Américas? ¿No se trata de su bien igualmente que del de España? Y los males que han padecido, ¿no son, tal vez, mayores en la distancia del soberano, y entregadas a los caprichos de un poder sin límites?
Si el Cabildo, pues, hace ver a V. M. la necesidad de que en materia de representación, así en la Junta Central como en las Cortes Generales, no debe haber la menor diferencia entre América y España, ha cumplido con un deber sagrado que le impone la calidad de órgano del público, y al mismo tiempo, con la soberana voluntad de V. M.
No, no es ya un punto cuestionable si las Américas deban tener parte en la representación nacional; y esta duda sería tan injuriosa para ellas como lo reputarían las provincias de España, aun las de menor condición, si se versase acerca de ellas. ¿Qué imperio tiene la industriosa Cataluña sobre la Galicia, ni cuál pueden ostentar ésta y otras populosas provincias sobre la Navarra? El centro mismo de la monarquía, y la residencia de sus primeras autoridades, ¿qué derecho tiene, por sola esta razón, para dar leyes con exclusión de las demás? Desaparezca, pues, toda desigualdad y superioridad de unas respecto de otras. Todas son partes constituyentes de un cuerpo político que recibe de ellas el vigor, la vida.
Pero, ¿cuál ha sido el principio que ha dirigido a la España y que debe gobernar a las Américas en su representación? No la mayor o menor extensión de sus provincias, porque entonces la pequeña Murcia, Jaén, Navarra, Asturias y Vizcaya, no habrían enviado dos diputados a la Superna Junta Central. No su población, porque entonces estos mismos reinos y otros de igual número de habitantes, no habrían aspirado a aquel honor, en la misma proporción que Galicia, Aragón y Cataluña. No sus riquezas, o su ilustración, porque entonces las Castillas, centro de la grandeza, de las autoridades, de los primeros tribunales y establecimientos literarios del reino, habrían tenido, en esta parte, una decidida preferencia. No, en fin, la reunión en un solo continente, porque Mallorca, Ibiza y Menorca, están separadas de él, y su extensión, riqueza y población apenas puede compararse con la de los menores reinos de España. Luego, la razón única, y decisiva de esta igualdad, es la calidad de provincias, tan independientes unas de otras, y tan considerables, cuando se trata de representación nacional, como cualquiera de las más dilatadas, ricas y florecientes.
Establecer, pues, una diferencia en esta parte entre América y España, sería destruir el concepto de provincias independientes, y de partes esenciales y constituyentes de la monarquía, y sería suponer un principio de degradación.
Las Américas, Señor, no están compuestas de extranjeros a la nación española. Somos hijos, somos descendientes de los que han derramado su sangre por adquirir estos nuevos dominios a la corona de España; de los que han extendido sus límites y le han dado en la balanza política de la Europa, una representación que por sí sola no podía tener. Los naturales conquistados y sujetos hoy al dominio español, son muy pocos o son nada en comparación de los hijos de europeos que hoy pueblan estas ricas posesiones. La continua emigración de España, en tres siglos que han pasado desde el descubrimiento de la América; la provisión de casi todos sus oficios y empleos en españoles europeos que han venido a establecerse sucesivamente, y que han dejado en ellas sus hijos y su posteridad; las ventajas del comercio y de los ricos dones que aquí ofrece la naturaleza, han sido otras tantas fuentes perpetuas, y el origen de nuestra población. Así, no hay que engañarnos en esta parte: tan españoles somos como los descendientes de Don Pelayo y tan acreedores, por esta razón, a las distinciones, privilegios y prerrogativas del resto de la nación, como los que salidos de las montañas, expelieron a los moros y poblaron sucesivamente la península; con esta diferencia, si hay alguna, que nuestros padres, como se ha dicho, por medio de indecibles trabajos y fatigas, descubrieron, conquistaron y poblaron para España este Nuevo Mundo.
Seguramente que no dejarían ellos por herencia a sus hijos una distinción odiosa entre españoles y americanos; sino que, antes bien, creerían que con su sangre habían adquirido un derecho eterno al reconocimiento, o por lo menos, a la perpetua igualdad con sus compatriotas. De aquí es que las leyes del código municipal han honrado con tan distinguidos privilegios a los descendientes de los primeros descubridores y pobladores, declarándoles, entre otras cosas, todas las honras y preeminencias que tienen y gozan los hijosdalgos y caballeros de los reinos de Castilla, según fueros, leyes y costumbres de España.
En este concepto hemos estado y estaremos siempre los americanos; y los mismos españoles no creerán que con haber trasplantado sus hijos a estos países, los han hecho de peor condición que sus padres. Desgraciados de ellos si sólo la mudanza accidental de domicilio les hubiere de producir un patrimonio de ignominia. Cuando los conquistadores estuvieron mezclados con los vencidos, no cree el Ayuntamiento que se hubiesen degradado, porque nadie ha dicho que el fenicio, el cartaginés, el romano, el godo, vándalo, suevo, alano y el habitador de la Mauritania, que sucesivamente han poblado las Españas y que se han mezclado con los indígenas o naturales del país, han quitado a sus descendientes el derecho de representar con igualdad en la nación.
Pero volvamos los ojos a otras consideraciones que acaso harán parecer los reinos de América, y principalmente éste, más de lo que se ha creído hasta aquí. La diferencia de las provincias, en orden al número de diputados en el cuerpo legislativo o en la Asamblea Nacional de un pueblo, no puede tomarse de otra parte, como decíamos antes, que de su población, extensión de su territorio, riqueza del país, importancia política que su situación le dé en el resto de la nación, o, en fin, de la ilustración de sus moradores. Pero ¿quién podrá negar todas o casi todas estas brillantes cualidades de preferencia a las Américas, respecto de las provincias de España? Sin embargo, nosotros nos contraeremos a este reino.
Población. La más numerosa de aquéllas es la de Galicia, y con todo sólo asciende a un millón trescientas cuarenta y cinco mil ochocientas tres almas, aunque tablas hay que sólo le dan en 1804, un millón ciento cuarenta y dos mil seiscientas treinta; pero sea millón y medio de almas. Cataluña tenía en aquel año, ochocientos cincuenta y ocho mil. Valencia, ochocientas veinticinco mil. Estos son los reinos más poblados de la península. Pues el de la Nueva Granada pasa, según los cómputos más moderados, de dos millones de almas.
Su extensión es de sesenta y siete mil doscientas leguas cuadradas, de seis mil seiscientas diez varas castellanas. Toda España no tiene sino quince mil setecientas, como se puede ver en el Mercurio de enero de 1803, o cuando más, diez y nueve mil cuatrocientas setenta y una, según los cálculos más altos. Resulta, pues, que el Nuevo Reino de Granada tiene por su extensión tres o cuatro tantos de toda España.
En esta prodigiosa extensión, comprende veintidós gobiernos o corregimientos de provisión real, que todos ellos son otras tantas provincias, sin contar, tal vez, algunos otros pequeños; tiene más de setenta, entre villas y ciudades, omitiendo las arruinadas; de novecientos a mil lugares; siete u ocho obispados, si está erigido, como se dice, el de la provincia de Antioquía; aunque no todos ellos pertenecen a esta iglesia metropolitana, por el desorden y ninguna conformidad de las demarcaciones políticas con las eclesiásticas; y podría haber tres o cuatro más, como lo han representado muchas veces los Virreyes al ministerio, si la rapacidad de un gobierno destructor hubiese pensado en otra cosa que en aprovecharse de los diezmos, con los títulos de novenos reales, primeros y segundos, vacantes mayores y menores, medias anatas, anualidades, subsidio eclesiástico, y otras voces inventadas de la codicia para destruir el santuario y los pueblos.
En cuanto a la riqueza de este país, y en general de los de América, el Cabildo se contenta con apelar a los últimos testimonios que nos ha dado la misma metrópoli. Ya hemos citado la declaración de la Suprema Junta de Sevilla, su fecha en 17 de junio de 1808. En ella pide a las Américas: «la sostengan con cuanto abunda su fértil suelo, tan privilegiado por la naturaleza». En otro papel igual, que parece publicado en Valencia, bajo el título de Manifestación política, se llama a las Américas «el patrimonio de la España y de la Europa toda». «La España y la América (dice V. M. en la circular de enero del corriente a todos los Virreyes y Capitanes Generales) contribuyen mutuamente a su felicidad». En fin, ¿quién hay que no conozca la importancia de las Américas por sus riquezas? ¿De dónde han manado esos ríos de oro y de plata, que, por la pésima administración del gobierno, han pasado por las manos de sus poseedores sin dejarles otra cosa que el triste recuerdo de lo que han podido ser con los medios poderosos que puso la Providencia a su disposición, pero de que no se han sabido aprovechar? La Inglaterra, la Holanda, la Francia, la Europa toda, han sido dueñas de nuestras riquezas, mientras la España, contribuyendo al engrandecimiento de los ajenos Estados, se consumía en su propia abundancia. Semejante al Tántalo de la fábula, la han rodeado por todas partes los bienes y las comodidades; pero ella, siempre sedienta, ha visto huir de sus labios torrentes inagotables que iban a fecundizar pueblos más industriosos, mejor gobernados, más instruidos, menos opresores y más liberales. Potosí, Chocó y tu suelo argentífero de México, vuestros preciosos metales, sin hacer rico al español ni dejar nada en las manos del americano que os labró, han ido a ensoberbecer al orgulloso europeo y a sepultarse en la China, en el Japón y en el Indostán. ¡Oh!, ¡si llegase el día tan deseado de esta regeneración feliz, que ya nos anuncia V. M.! ¡Oh, si este gobierno comenzase por establecerse sobre las bases de la justicia y de la igualdad! ¡Oh!, si se entendiese, como lleva dicho y repite el Ayuntamiento, que ellas no existirán jamás, mientras quiera constituirse una odiosa diferencia entre América y España!
Pero no son las riquezas precarias de los metales las que hacen estimables las Américas y las que las constituyen en un grado eminente sobre toda la Europa. Su suelo fecundo en producciones naturales que no podrá agotar la extracción, y que aumentará sucesivamente a proporción de los brazos que lo cultiven; su templado y variado clima, donde la naturaleza ha querido domiciliar cuantos bienes repartió, tal vez con escasa mano en los demás: he aquí ventajas indisputables que constituirán a la América en el granero, el reservatorio y el verdadero patrimonio de la Europa entera. Las producciones del nuevo mundo se han hecho de primera necesidad en el antiguo, que no podrá subsistir ya sin ellas; y este reino generalmente, después de su oro, su plata y todos los metales, con la exclusiva posesión de algunos, después de sus perlas y piedras preciosas, de sus bálsamos, de sus resinas, de la preciosa quina, de que también es propietario absoluto, abunda de todas las comodidades de la vida, y tiene el cacao, el añil, el algodón, el café, el tabaco, el azúcar, la zarzaparrilla, los palos, las maderas, los tintes, con todos los frutos comunes y conocidos de otros países.
Mas, ¿para qué esta larga nomenclatura ni una enumeración prolija de los bienes que posee este reino, y de que no ha sabido aprovecharse la mezquina y avara política de su gobierno? ¿Acaso podrán compararse con él los otros de América, ni los mismos Estados Unidos, cuya asombrosa prosperidad sorprende, aunque su potencia es todavía nueva? No, España no creerá jamás que por razón de las riquezas de sus provincias, pueda llamar dos representantes de cada una de ellas a la Suprema Junta Central, y que el nuevo y soberbio reino de Granada no sea acreedor sino a la mitad de este honor.
Su situación local, dominando dos mares, el océano Atlántico y el Pacífico; dueño del istmo, que algún día, tal vez, les dará comunicación, y en donde vendrán a encontrarse las naves del oriente y del ocaso; con puertos en que puede recibir las producciones del norte y mediodía; ríos navegables y que lo pueden ser; gente industriosa, hábil y dotada por la naturaleza de los más ricos dones del ingenio y la imaginación; sí, esta situación feliz que parece inventada por una fantasía que exaltó el amor de la patria, con todas las proporciones que ya se han dicho, con una numerosa población, territorio inmenso, riquezas naturales y que pueden dar fomento a un vasto comercio; todo constituye al nuevo reino de Granada en digno de ocupar uno de los primeros y más brillantes lugares en la escala de las provincias de España, y de que se gloríe ella de llamar integrante, al que sin su dependencia sería un Estado poderoso en el mundo.
En cuanto a la ilustración, la América no tiene la vanidad de creerse superior, ni aun igual a las provincias de España. Gracias a un gobierno despótico, enemigo de las luces, ella no podía esperar hacer rápidos progresos en los conocimientos humanos, cuando no se trataba de otra cosa que de poner trabas al entendimiento. La imprenta, el vehículo de las luces y el conductor más seguro que las puede difundir, ha estado más severamente prohibido en América que en ninguna otra parte. Nuestros estudios de filosofía se han reducido a una jerga metafísica, por los autores más oscuros y más despreciables que se conocen. De aquí nuestra vergonzosa ignorancia en las ricas preciosidades que nos rodean y en su aplicación a los usos más comunes de la vida. No ha muchos años que ha visto este reino, con asombro de la razón, suprimirse las cátedras de derecho natural de gentes, porque su estudio se creyó perjudicial. ¡Perjudicial el estudio de las primeras reglas de la moral que grabó Dios en el corazón del hombre! ¡Perjudicial el estudio que le enseña sus obligaciones para con aquella primera causa como autor de su ser, para consigo mismo, para con su patria y para con sus semejantes! ¡Bárbara crueldad del despotismo, enemigo de Dios y de los hombres, y que sólo aspira a tener a éstos como manadas de siervos viles, destinados a satisfacer su orgullo, sus caprichos, su ambición y sus pasiones!
Estos son los fomentos que han recibido las Américas para su ilustración, y tales son los frutos que se deben esperar de las cadenas y del despotismo. «Pugnan siempre los tiranos (dice una ley de partida) que los de su señorío sean necios o medrosos, porque cuando tales fuesen, no osarían levantarse contra ellos, ni contrastar sus voluntades».
Pero qué mucho, si España misma se queja hoy de estos males. «Proyectos (dice V. M., convidando a los instruidos de la nación para que le comuniquen sus luces, en el manifiesto antes citado) y proyectos para mejorar la educación pública tan atrasada entre nosotros». «Reformas necesarias (vuelve a decir en su real orden de 22 de mayo del corriente) en el sistema de instrucción y educación pública». En efecto, no hay hombre medianamente instruido y capaz de comparar los adelantamientos de las otras naciones con España, que no conozca estos atrasos, por más que la vil adulación haya querido alguna vez ponderar conocimientos que no tenemos.
Mas no está lejos de reformar su error el que lo conoce, y se puede decir que tiene andada la mitad el que lo desea. Estos no son defectos de la nación, cuyo genio y cuya disposición para las ciencias son tan conocidos. Son males de un gobierno despótico y arbitrario, que funda su existencia y su poder en la opresión y en la ignorancia. Con cuánta gloria y con qué esplendor renacerá hoy España en el mundo científico y literario, no menos que en el político!
Pero el Ayuntamiento se distrae, y conducido de estas ideas lisonjeras, pierde el hilo de su discurso. No es éste el punto del día. Lo que hoy quiere, lo que hoy pide este cuerpo, es que no por la escasez de luces que puedan llevar los diputados de América, se les excluya de una igual representación. Es verdad que ellos no podrán competir con sus colegas los europeos en los profundos misterios de la política, pero a lo menos llevarán conocimientos prácticos del país, que éstos no pueden tener. Cada día se ven en las Américas los errores más monstruosos y perjudiciales por falta de estos conocimientos. Sin ellos, un gobierno a dos y tres mil leguas de distancia, separado por un ancho mar, es preciso que vacile y que guiado por principios inadaptables en la enorme diferencia de las circunstancias, produzca verdaderos y más funestos males que los que intenta remediar. Semejante al médico que cura sin conocimiento y sin presencia del enfermo, en lugar del antídoto, propinará el veneno, y en vez de la salud, le acarreará la muerte.
En vano se diría que las noticias adquiridas por el gobierno podrían suplir este defecto: ellas serán siempre vagas e inexactas, cuando no sean inciertas y falsas. Trescientos años ha que se gobiernan las Américas por relaciones, y su suerte no se mejora. ¿Ni quién puede sugerir estas ideas benéficas a un país, cuando sus intereses no le ligan a él? Los gobernantes de la América, principalmente los que ocupan sus altos puestos, han venido todos, o los más, de la metrópoli; pero con ideas de volverse a ella a establecer su fortuna, y a seguir la carrera de sus empleos. Los males de las Américas no son para ellos, que no los sienten; disfrutan sólo sus ventajas y sus comodidades. Un mal camino se les allana provisionalmente para su tránsito; no lo han de pasar por segunda vez, y así nada les importa que el infeliz labrador que arrastra sus frutos sobre sus hombros lo riegue con su sudor o con su sangre. El no sufre las trabas del comercio que le imposibiliten hacer su fortuna. El no ve criar a sus hijos sin educación y sin letras, y cerrados para ellos los caminos de la gloria y de la felicidad. Su mesa se cubre de los mejores manjares que brinda el suelo, pero no sabe las extorsiones que sufre el indio, condenado a una eterna esclavitud y a un ignominioso tributo que le impuso la injusticia y la sinrazón. Tampoco sabe las lágrimas que le cuesta al labrador ver que un enjambre de satélites del monopolio arranque de su campo, y le prohiba cultivar las plantas que espontáneamente produce la naturaleza, y que harían su felicidad y la de su numerosa familia, juntamente con la del Estado, si un bárbaro estanco no las tuviese prohibidas al comercio. El, en fin, ignora los bienes y los males del pueblo que rige, y en donde sólo se apresura a atesorar riquezas para trasplantarlas al suelo que le vio nacer.
En fin, si no son necesarios estos conocimientos, con el amor y el afecto al país, que sólo pueden hacer anhelar por su prosperidad; y si todo esto se puede suplir por relaciones, bien pueden excluirse también de la Suprema Junta Central los diputados de las diversas provincias de España, y reconcentrarse el gobierno en dos o tres que pueden tener muy fáciles conocimientos de ellas, o adquirirlos sin dificultad. Pero con todo, lo que vemos es que ninguna ha querido ceder en esta parte: que todas se han reputado iguales, y que la Suprema Junta de Granada, tratando de la reunión de vocales de que se debía componer la Central, en oficio de 24 de julio del pasado, le dice a la de Sevilla que nombre dos de sus individuos, como lo hacen todas las demás, para guardar, por este orden, la igualdad en el número de representantes, evitar recelos que de otra manera resultarán, y porque nunca es justo que una provincia tenga mayor número de votos que otra; pero que si la Junta de Sevilla no estaba conforme con este medio adoptado por todas las demás, separándose de la propuesta de que aquella ciudad fuese el punto central, señalaba a la de Murcia y provocaba a todas las del reino para que nombrasen la que juzgasen más oportuna.
Conque las juntas provinciales de España no se convienen en la formación de la Central, sino bajo la expresa condición de la igualdad de diputados; respecto de las Américas, ¿habrá esta odiosa restricción? Treinta y seis o más vocales son necesarios para la España, ¡y para las vastas provincias de América sólo son suficientes nueve, y esto con el riesgo de que muertos, enfermos o ausentes sus representantes, venga a ser nula su representación!
Si llegare este caso, como tan natural y fácilmente puede suceder, ¿quién reemplaza estos diputados? ¿Se les nombrará en España otros que hagan sus veces, o se volverá al rodeo de Cabildos, elecciones y sorteos? En el primer caso, ¿quién dará la sanción o la aprobación a lo que hagan estos diputados que no ha nombrado la América? En el segundo, ¿se suspenderán las operaciones de la Junta, o no se contará con el voto de las Américas?
¿Diez o doce millones de almas que hoy existen en éstas, recibirán la ley de otros diez o doce que hay en España, sin contar para nada con su voluntad? ¿Les impondrán un yugo que tal vez no querrán reconocer? ¿Les exigirán contribuciones que no querrán pagar?
No, la Junta Central ha prometido que todo se establecerá sobre las bases de la justicia, y la justicia no puede subsistir sin la igualdad. Es preciso repetir e inculcar muchas veces esta verdad. La América y la España son los dos platos de una balanza: cuanto se cargue en el uno, otro tanto se turba o se perjudica el equilibrio del otro. ¡Gobernantes!, en la exactitud del fiel está la igualdad.
¿Teméis el influjo de la América en el gobierno? y ¿porqué lo teméis? Si es un gobierno justo, equitativo y liberal, nuestras manos contribuirán a sostenerlo. El hombre no es enemigo de su felicidad. Si queréis inclinar la balanza al otro lado, entended que diez a doce millones de almas con iguales derechos pesan otro tanto que el plato que vosotros formáis. Más pensaban sin duda siete millones que constituían la Gran Bretaña europea, que tres que apenas formaban la Inglaterra americana; y con todo, la justicia cargada de su parte inclinó la balanza.
No temáis que las Américas se os separen. Aman y desean vuestra unión, pero éste es el único medio de conservarla. Si no pensasen así, a lo menos este reino, no os hablaría este lenguaje, que es el del candor, la franqueza y la ingenuidad. Las Américas conocen vuestra situación y vuestros recursos, conocen la suya y los suyos. Un hermano habla a otro hermano para mantenerse con él la paz y la unión. Ninguno de los dos tiene derecho para dar leyes al otro, sino en las que se convengan en una mutua y recíproca alianza.
Por lo demás, V. M. misma ha confesado las decisivas pruebas de lealtad y patriotismo que han dado las Américas a la España en la coyuntura más crítica y cuando nada tenían que esperar ni temer de ella. ¿Qué tardamos, pues, en estrechar los vínculos de esta unión?, pero una unión fraternal, no admitiendo a las Américas a una representación nacional, no retribuyéndoles esta gracia por premio, sino convidándolas a poner en ejercicio sus respectivos derechos.
Así se consolidará la paz; así trabajaremos de común apierdo en nuestra mutua felicidad: así seremos españoles americanos y vosotros, españoles europeos.
Bajo de otros principios, vais a contradecir vuestras mismas opiniones. La ley es la expresión de la voluntad general y es preciso que el pueblo la manifieste. Este es el objeto de las Cortes: ellas son el órgano de esta voz general. Si no oís, pues, a las Américas, si ellas no manifiestan su voluntad por medio de una representación competente y dignamente autorizada, la ley no es hecha para ellas porque no tiene su sanción. Doce millones de hombres con distintas necesidades, en distintas circunstancias, bajo de diversos climas y con diversos intereses, necesitan de distintas leyes. Vosotros no las podéis hacer, nosotros nos las debemos dar. ¿Las recibiríais de América si la meditada emigración de nuestros soberanos se hubiesen verificado, y si tratásemos aquí de las reformas que vais a hacer allá? Con todo, el caso es todavía posible. Si el soberano se trasladase aquí, quedando vosotros en calidad de provincias dependientes, ¿recibiriáis el número que os quisiésemos imponer de diputados, tres tantos menor, que el que asignásemos para las Américas? Si por una desgracia, que nos horrorizamos pensar, la muerte natural o violenta de todos los vástagos de la familia real que hay en Europa, obligase a llamar a reinar sobre nosotros uno que existiese en América, y éste fijase su domicilio en ella, ¿en la convocación de Cortes generales, o en la formación de un cuerpo representativo nacional, os conformaríais con una minoría tan decidida como de nueve a treinta y seis, sin embargo de las grandes ventajas que os hacen las Américas en extensión, en riquezas y tal vez en población? No, nosotros no seríamos justos si no os llamásemos a una participación igual de nuestros derechos. Pues aplicad este principio, y no queráis para vuestros hermanos lo que en aquel caso no querríais para vosotros.
Morla ha dicho hablando del Consejo Real de Castilla: «Qué derechos tiene aquel tribunal para querer aspirar a mandar en soberano? ¿Son los que le da su supremacía en lo judicial? Quiere reunir el Poder Legislativo y Ejecutivo con el que realmente tiene para ser el mayor de los déspotas. ¿Piensa que jamás la nación llegue a tal ceguera que se someta en todo a una aristocracia de individuos de una sola profesión y de un mismo interés personal?» Más estrechos son los vínculos del nacimiento y de las preocupaciones que aquel inspira a favor del país natal, ¿y se querrá que la América se sujete en todo a las deliberaciones y a la voluntad de unos pueblos y que no tienen el mismo interés que ella, o por mejor decir, que en mucha parte los tienen opuestos y contrarios? España ha creído que su comercio puede florecer sin las trabas, el monopolio y las restricciones del de América: la América piensa, por el contrario, que la conducta de la península con estas presiones ha debido y debe ser más liberal, que de ello depende su felicidad, y que no hay razón para otra cosa. Es preciso que nos entendamos y que nos acordemos recíproca y amistosamente en este punto.
España ha creído que deben estar cerradas las puertas de todos los honores y empleos para los americanos. Estos piensan que no ha debido ni debe ser así: que debemos ser llamados igualmente a su participación, y así será nuestro amor y nuestra confianza más recíproca y sincera. Debemos arreglarnos, pues, también en esta parte a lo que sea más justo: que el español no entienda que tiene un derecho exclusivo para mandar a las Américas, y que los hijos de éstas comprendan que pueden aspirar a los mismos premios y honores que aquéllos.
En fin, Sr., ¿de qué se trata? V. M. misma ha dicho, en la circular que se lleva citada, que de nada más que de reformar abusos, mejorar las instituciones, quitar trabas, proporcionar fomentos, y establecer las relaciones de la metrópoli, y las colonias sobre las verdaderas bases de la justicia. Pues para esta grande obra debemos manifestar nuestras necesidades, exponer los abusos que las causen, pedir su reforma y hacerla juntamente con el resto de la nación para conciliarla con sus intereses, supuesto que ella no podrá contar con nuestros recursos sin captar nuestra voluntad.
Está decidido por una ley fundamental del reino «que no se echen ni repartan pechos, servicios, pedidos, monedas ni otros tributos nuevos, especial ni generalmente en todos los reinos de la monarquía, sin que primeramente sean llamados a Cortes los procuradores de todas sus villas y ciudades, y sean otorgados por los dichos procuradores que vinieren a las cortes.» ¿Como se exigirán, pues, de las Américas, contribuciones que no hayan concedido por medio de diputados que puedan constituir una verdadera representación, y cuyos votos no hayan sido ahogados por la pluralidad de otros que no sentirán estas cargas? Si en semejantes circunstancias los pueblos de América se denegasen a llevarlas, tendrían en su apoyo esta ley fundamental del reino.
«Porque en los hechos arduos, y dudosos de nuestros reinos, dice otra, es necesario consejo de nuestros súbditos y naturales, especialmente de los procuradores de las nuestras ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos; por ende, ordenamos y mandamos que sobre los tales hechos grandes y arduos, se hayan de ayuntar cortes, y se haga con consejos de los tres Estados de nuestros reinos, según que lo hicieron los reyes nuestros progenitores.
¿Qué negocio más arduo que el de la defensa del Reino, y del soberano, la reforma del gobierno y la restitución de la monarquía a sus bases primitivas y constitucionales, cuyo trastorno ha causado los males que hoy experimentamos? Todo esto es obra nuestra, debemos proceder en ella de común acuerdo.
Por otra parte, han variado notablemente las circunstancias. La América no existía en tiempo de Flavio Ejica, ni de Alfonso el Sabio: ella ha mudado necesariamente todas las relaciones y el sistema de la antigua monarquía, así como ha mudado la política de todos los gabinetes de Europa. Es preciso, pues, que se sigan leyes acomodadas a estas circunstancias, con relación principalmente a la América; y estas leyes deben ser la expresión de su voluntad, conciliada con el bien general de la monarquía.
Para ello debe ir un competente número de vocales, igual por lo menos al de las provincias de España, para evitar desconfianzas y recelos, y para que el mismo pueblo de América entienda que está suficiente y dignamente representado. Los cuatro Virreinatos de América pueden enviar, cada uno de ellos, seis representantes, y dos cada una de las capitanías generales a excepción de Filipinas, que debe nombrar cuatro, o seis, así por su numerosa población, que en el año de 1781 ascendía a dos millones y medio, como por su distancia y la dificultad de su reposición en caso de muerte. De este modo resultarán treinta y seis vocales, como parece son los que actualmente componen la Suprema Junta Central de España; pues aunque en la Gaceta de gobierno de Sevilla, 11 de enero del corriente, número 1º, sólo se cuentan treinta y cuatro, no se incluye la provincia de Vizcaya, que habrá enviado después los que le corresponden.
Es preciso tener presente que cada Virreinato de América se compone de muchas provincias, que algunas de ellas valen más por sí solas que los reinos de España. La industriosa Quito cuenta por lo menos con medio millón de almas, y su capital sola, con setenta mil; es una Presidencia y Comandancia General; reside en ella el Tribunal de la Real Audiencia, el de Cuentas y otras autoridades: hay Silla Episcopal, Universidad y Colegios; en fin, en nada cede a la capital, sino en esta razón, y en ser el centro del gobierno. ¿Por qué motivo, pues, no podrá o deberá tener a lo menos dos representantes de los que toquen al Virreinato? Acaso con esta prudente medida se habrían conciliado sus ánimos, y se habrían evitado las tristes consecuencias que hoy se experimcntan en la turbación de aquel reino. Llamados sus representantes, habría concebido fundadas esperanzas de mejor suerte, cuya desconfianza tal vez lo enajenará para siempre de la monarquía.
Popayán es una provincia que ha debido tener por sí sola otro diputado: es Silla Episcopal, tiene un Colegio Real, Casa de Moneda, Tesorería, y administraciones reales; en fin, manda o dependen de su gobierno ocho Cabildos, algunos de ellos de más representación que los de las capitales de otras provincias del Virreinato que han formado terna para el diputado. Estos Cabildos es preciso que vean con dolor semejante exclusión.
A imitación de lo que se ha dicho de este nuevo reino de Granada, de que el Cabildo puede hablar con más conocimiento, se podrá decir de los demás Virreinatos, y principalmente de los opulentos de Méjico y el Perú. Acaso cada ciudad cabeza de provincia y Silla Episcopal, debería tener un diputado, y tal vez ésta sería la mejor regla que formaría a poca diferencia un igual número de los que se han dicho, y de los que hoy constituyen la Suprema Junta Central.
Estos diputados los deben nombrar los pueblos para que merezcan su confianza y tengan su verdadera representación, de que los Cabildos sólo son una imagen muy desfigurada, porque no los ha formado el voto público sino la herencia, la renuncia o la compra de unos oficios degradados y venales. Pero cuando sean ellos los que nombren, no deben tener parte alguna en su elección otro cuerpo extraño, conforme a la prevención de la ley.
El temor de que este número consumiese muchos caudales al Estado, sería vergonzoso a tan gran nación. Dotados a diez o doce mil pesos, como lo deben ser, apenas alcanzará este gasto a cuatrocientos mil. Pero, ¿qué comparación tiene esto con la enorme suma de los de la Casa Real, que hoy deben ser reducidos a beneficio del Estado? ¿Qué comparación con lo que ha devorado el vil Godoy en veinte años de su funesta privanza y del despotismo más cruel? ¿Qué comparación, en fin, con lo que ha consumido al erario ese ejército de capitanes y tenientes generales, de mariscales de campo y jefes de escuadra, que tan inútilmente han sangrado la patria? Tantas embajadas de lujo como las de Constantinopla, Rusia, Suecia, Dinamarca, etc., con quienes ni tenemos ni necesitamos tener relaciones permanentes y estables; tantos otros ahorros que hoy dará una prudente administración, serán un fondo cuantioso y seguro con que poder hacer frente a este gasto.
Sólo los cuatro Virreinatos de América, sin embargo de que sus trabajos y sus funciones no son comparables con las de los representantes del pueblo y los augustos gobernadores de la nación, consumen doscientos mil pesos, es decir, la mitad de lo que gastarían todos los diputados de América, medianamente dotados. Ella misma recompensará abundantemente estos gastos mediante la sabia reforma que se hará en su administración; y algún día será bien que se inviertan sus tesoros en su beneficio.
Enviado por Enrique Ibañes