Los Simpson y los arquetipos al servicio de la sátira

ANA AÑÓ AYZA

El Homer inexpresivo que se deja engullir por un arbusto, el Abuelo Simpson que cuenta batallitas a Bart y a sus amigos sentado en un tocón, Lisa exponiendo su tesis frente a una pantalla de proyector en blanco… Pese a que a sus más de treinta años Los Simpson ya no goza del mismo reconocimiento que en su época dorada, sus personajes siguen estando muy presentes en el imaginario popular, como lo demuestran sus memes. Gran parte del éxito de la serie se debe a su característico humor irreverente y descaradamente carismático, que satiriza la sociedad norteamericana –y, por extensión, la sociedad de masas– a través de sus numerosísimos personajes, encabezados por la familia protagonista.

El hedonista Homer, la eterna cuidadora Marge, el travieso Bart, la precoz Lisa y la pequeña Maggie: los Simpson son una familia de cinco miembros, muy distintos entre ellos, cuyo lugar de encuentro principal es el salón, donde se reúnen frente al televisor para consumir telebasura. Representan una familia disfuncional, sí, pero no una marginal. Son una representación satírica de la familia nuclear norteamericana de clase media, de la “gente normal”. Ni muy ricos, ni muy pobres. Con perro, gato, tres hijos y un sofá. Con caracteres y contextos con los que es fácil que la audiencia se identifique.

 Las características principales de los Simpson son transparentes. Homer es un padre de familia que, pese a tener nombre de poeta clásico, es un ignorante. Obeso, alcohólico, vago, egoísta… representa lo peor del hombre corriente estadounidense, aunque es un modelo que puede salir fácilmente del contexto nacional. Marge, por otro lado, es la madre, la mujer, la moralidad familiar. De los hijos, Maggie es un futuro que aún no tiene voz, Bart un gamberro con trastorno de hiperactividad y Lisa… Lisa es la voz de la razón, la única figura con control sobre sus impulsos en la serie, según su propio creador Matt Groening. 

En cada episodio, los distintos miembros de la familia se van desarrollando, adquiriendo dimensión más allá de sus características principales. La complejidad de Homer sale a relucir cuando se le muestra como un hombre preocupado por las opiniones ajenas respecto a su rol como proveedor. La de Marge, cuando sale del círculo doméstico y se presenta como una mujer con gran fuerza de voluntad, capaz de conquistar objetivos más allá del núcleo familiar. La de Bart, en una vulnerabilidad nacida de la incapacidad de encajar en un sistema que no lo acepta. La de Lisa, en sus grandes dificultades para entablar relaciones más allá de los libros.

 Una de las características más reconocibles de Los Simpson es su discontinuidad narrativa. Los capítulos de la serie son de carácter autoconclusivo y son escasas las tramas que trascienden más de un episodio. Así, aunque en el transcurso de un capítulo un personaje evolucione e incluso llegue a aprender una lección importante para su desarrollo, todo quedará olvidado con el cierre del capítulo. Y esto es porque el interés de Los Simpsons no está en su argumento global canónico –que se va montando y desmontando a cada temporada–, sino en el potencial de unos personajes que no dejan de ser arquetipos. Puede que Bart trabe amistad con el director Skinner en uno de los episodios, pero en el siguiente volverá a las trastadas de siempre. Tras cada capítulo que los vuelve tridimensionales, los personajes vuelven a ser aplanados. Y esto es porque en el siguiente capítulo, los guionistas explorarán un nuevo tema, y lo harán a partir de los personajes base, con sus papeles preestablecidos dentro del juego cómico. 

Esta dinámica se da con frecuencia en la familia, pero es sobre todo en los secundarios donde se vuelve más evidente. El avaricioso Sr. Burns, el incompetente Jefe Wiggum, el dichoso Ned Flanders. Barney, Lenny, Carl, Patti y Selma, Nelson, Willy… Son muchos, son diferentes y cada uno tiene un rol muy concreto. Por eso son tan característicos. Mientras que los personajes de los cinco Simpson nacieron a partir de roles específicos en la familia, los de los secundarios nacen a partir de puros estereotipos: Apu, el indio propietario de una tienda; Cletus, el cateto incestuoso; Quimby, el eterno alcalde corrupto que siempre anda envuelto en escándalos sexuales… Los Simpson parodia facetas de la sociedad real, y lo hace a partir de la representación de personajes de distintas demografías que con frecuencia se ven reducidos exclusivamente a su estatus como miembro de determinado grupo. 

En “Marge contra el monorraíl”, los ciudadanos de Springfield se reúnen para discutir en qué invertir los dos millones de dólares –“¡Tres millones!”, increpa enseguida Lisa a un Quimby que se hace el despistado– que el señor Burns ha pagado como multa por verter residuos radioactivos en el parque. Maud, la mujer de Flanders, propone contratar a bomberos para apagar un incendio sempiterno. El señor Burns, disfrazado con un bigote falso, sugiere reinvertir el dinero en la central nuclear. Apu, gastar el dinero en reforzar el cuerpo policial –“¡Este año me han disparado ocho veces y casi pierdo un día de trabajo!”–. Marge, en arreglar la deteriorada calle principal. Finalmente aparece Lyle Lanley, un colorido forastero que canta sobre las bondades de construir un monorraíl absolutamente innecesario. Cuando los habitantes de Springfield tienen que decidir entre la razón y lo disparatado, siempre gana lo segundo.

Los Simpson plantea un universo irreverente, simple y absurdo a la vez, que sirve como espejo en el que vemos reflejados todos los pecados y faltas de la sociedad actual. La serie se mete con todo –televisión, política, religión–, y con todos –ricos, pobres, extranjeros, locales– y lo hace en base a un contexto actual, que simplifica en clave de humor para evidenciar las contradicciones. Treinta años después de su creación, es la principal característica que la mantiene relevante. Se han explotado los derechos de imagen de todas las formas imaginables: camisetas, juegos, muñecos, toallas… Incluso hay sitios en los que se ha comercializado la famosa cerveza Duff. Habrá poca gente incapaz de identificar a los monigotes amarillos tras tres décadas en pantalla y con los que varias generaciones han crecido.

Springfield sigue creciendo a la par que aumentan los actores sociales. Sus personajes no envejecen, y siempre se lanzan a las nuevas dinámicas de cabeza, como si fuera la primera vez. En el centro de todos ellos, la familia Simpson sigue encontrando maneras innovadoras de apelotonarse en el sofá del salón y encender una televisión en cuya pantalla nos vemos reflejados.

 

Ana Añó Ayza es graduada en periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona (@ana_a_ayza)

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