Los pop-ulismos latinoamericanos

ADRIANA AMADO

Latinoamérica asiste al final de una temporada de un espectáculo político tan particular como sus telenovelas. Aun para un continente acostumbrado a liderazgos pintorescos, los últimos capítulos han sido protagonizados por presidentes-celebridades que reformularon el concepto de populismo del siglo pasado. A la vez que dieron un giro original a la idea de política pop a la italiana: mientras que Silvio Berlusconi irrumpió en la política desde la notoriedad que construyó desde su emporio mediático, presidentes como Hugo Chávez o Rafael Correa construyeron desde el poder un vigoroso sistema de medios al servicio de su propaganda. O aprovecharon la popularidad del fútbol para difundir su imagen, ya no desde un club como el AC Milán sino desde toda la liga profesional, que durante el gobierno de Cristina Fernández recibió más dinero público por la exclusividad de exhibir el logotipo presidencial en sus transmisiones que el que obtuvo alguna vez por los patrocinios comerciales.

El fenómeno de los liderazgos mediáticos fue sintetizado en la expresión política pop por Giampietro Mazzoleni y Anna Sfardini, tendencia que apareció a fin del siglo pasado en Europa y que describe el estilo de comunicación dominante en la América del siglo XXI. En tanto que narrativa política atraviesa las distintas ideologías partidarias y sus elementos pueden detectarse en los líderes del autodenominado socialismo latinoamericano, pero también a los que éstos señalaban a su derecha en lo ideológico, como Álvaro Uribe o Enrique Peña Nieto. Sus recursos encantan multitudes desde personajes tan dispares como el papa Francisco I, el gran líder pop global, o Donald Trump. Tienen en común esa vocación de construir su hegemonía política desde los medios masivos de comunicación, lo que Umberto Eco llamó régimen mediático, al que son afectos los presidentes que:

  • Se apoyan en el modelo publicitario para construir una marca presidencial a imagen y semejanza de las comerciales, abusando de símbolos gráficos y colores que uniformizan el espacio público en la gama cromática oficial.
  • Lideran el monopolio de los lugares comunes que convierten en valores del partido en gobierno: patria, democracia, inclusión, amor, igualdad, justicia.
  • Condensan esas verdades imposibles de rechazar en unos pocos eslóganes pegadizos, que pueden ser repetidos en cualquier ocasión  y que se aceptan como verdades reveladas aunque nadie crea demasiado en ellas.
  • Utilizan un discurso agresivo para acusar de antipopular a cualquier postura contraria a la propia, como hacía la antigua propaganda nacionalista.
  • Disponen de un formidable aparato de medios de comunicación a su servicio, desde el que lamentan la falta de presencia en otros medios o acusan al periodismo crítico de persecución mediática, de la que se consideran las principales víctimas.
  • Apelan permanentemente al pueblo como último juez de sus decisiones y único poder al que responden, por eso suelen desconocer las decisiones de tribunales o parlamentos. Para legitimar ese apoyo popular exhiben en los medios manifestaciones organizadas con el despliegue de un recital de rock y el entusiasmo de las banderas y cánticos de los partidos de fútbol, donde se ven las multitudes uniformadas con la camiseta que porta el líder como icono pop.

No hay en Latinoamérica artista o empresa que maneje el presupuesto que insume la comunicación del líder pop, ni que disponga de la cantidad de medios para divulgarlo. Ningún medio le resulta ajeno al presidente pop-ulista, que suele compartir el top ten de tuiteros en sus países y es fuente principal en todos los medios de prensa. Correa, Chávez, Fernández, Uribe tuvieron su programa de radio o televisión en el que desplegaban animados e interminables monólogos sobre la actualidad nacional en clave de stand up. Si no, resolvían las cuestiones burocráticas en ritmo de talk show, otorgándole al cónclave de ministros la instantaneidad del plató televisivo. El protocolo es reemplazado por la narrativa mediática que prefiere las multitudes clamorosas a las comitivas oficiales, porque lucen mejor en el registro audiovisual que se replica en las múltiples pantallas de la multimedia presidencial. La agenda acomoda los compromisos gubernamentales a los ritmos televisivos, así como los discursos se diseñan, ya no tanto para movilizar a las masas, sino con el afán de convertirse en titulares. O tuits, para lo que disponen de un séquito de servidores públicos conectados a las redes y a las agencias de noticias las veinticuatro horas.

Sin renegar del legado del populismo latinoamericano, estos líderes contemporáneos los reescriben desde las narrativas audiovisuales con toques de cultura pop. De sus antecesores Juan Domingo Perón, de Argentina; Getúlio Vargas, de Brasil; Jorge Eliécer Gaitán, de Colombia; o José Velasco Alvarado, de Perú, toman el personalismo y la afición por la concentración del poder presidencial que debilita los contrapesos parlamentarios y judiciales. Desde el lenguaje de los medios masivos instrumentalizan los ritos sociales instalados por el consumo y las religiones sincréticas tan caras a la cultura latinoamericana. Saben cómo movilizar a las masas apelando a las inseguridades de las sociedades contemporáneas que despiertan el sentimiento de clases postergadas económicamente y de etnias excluidas ancestralmente. Frente a ello, las promesas fáciles se convierten en verdades reveladas que se repiten con fervor fanático.

Aunque los rituales del espectáculo y del entretenimiento puedan parecer reñidos con las pretensiones revolucionarias del populismo, estos líderes pop saben que son más efectivos que los mensajes ideologizados. Los recientes procesos políticos latinoamericanos se entienden mejor cuando se abandona la idea del populismo como un programa de gobierno, para pensarlos como un ritual pop que se sirve de un aparato de propaganda apoyado en los medios masivos para consolidar un poder centralizado. El populismo latinoamericano resulta, casi siempre, pop-ulismo: el personalismo que usa la demagogia y el espectáculo para encantar a multitudes que se miden en votos o índices de audiencia, según corresponda. El pop-ulismo es lo popular mediático al servicio de la construcción del político-celebridad y la comunicación política como una de las industrias culturales más promisorias de estos tiempos. Su maquinaria de comunicación es un gran negocio para medios, periodistas y consultores, que se convierten en los principales beneficiarios del régimen mediático, generoso para sus defensores y funcional para sus detractores. Así, la política pop construye una máquina que se autolegitima para garantizar su subsistencia. Sin embargo, la intensidad que lograron en los primeros años del siglo ya está dando signos de agotamiento: como cualquier espectáculo, lo que tiene de intenso, lo tiene de efímero, y líderes que parecían eternos, se desvanecen en el aire. Ese mismo aire que eligieron como canal principal para comunicar.

Adriana Amado es doctora especializada en medios y comunicación pública. Su último libro es Política pop: de líderes populistas a telepresidentes (Ariel, 2016).

Publicado en Beerderberg

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