RUBÉN SÁNCHEZ MEDERO
La progresiva extensión del sufragio universal incorporó formalmente a un mayor número de ciudadanos (también de nuevos actores) al proceso político, ampliando el espacio en el que se produce la comunicación política (entendida, en todo momento, como el proceso de intercambio de información en el que intervienen los actores que legítimamente participan en el proceso político) y que alcanzó su mayor extensión durante la segunda mitad el siglo XX con la llegada de la campaña permanente. Las nuevas dinámicas de la campaña electoral, principalmente las que introdujo la televisión de los MadMen, pronto se extendieron al resto de la acción política, transformando el modo en el que los distintos actores políticos se comportaban. Los medios se volvieron más independientes, seleccionando aquello que deseaban mostrar y haciéndolo desde la óptica que más les interesaba, lo que provocó la sobreexposición de unos políticos y partidos que se vieron obligados a adaptar apresuradamente el modo en el que se comportaban, comunicaban, fijaban sus posiciones… asistiendo impotentes a una mediatización de la política que aceleró su paso a los catch-all (posteriormente, y según los casos, a los partidos cartel).
La llegada de este nuevo marco de relación coincide, al menos en parte, con la consolidación del sufragio universal, la incorporación más generosa de ciudadanos al proceso político que, sin embargo, coexiste con dos estrategias diferenciadas que impedían la participación de facto de estos ciudadanos en el proceso político: la gestión de la opinión pública por parte de los medios de comunicación (de cuyos riesgos ya había advertido tempranamente Lippmann en su Public opinion), y, en palabras de Dominique Wolton, la tecnocratización que permite a los responsables políticos observar todo lo que sucede en la sociedad desde la óptica de las encuestas. Una relación intervenida de los ciudadanos en la que medios y políticos se convierten en los únicos intérpretes de lo político y que solo se ha visto alterada con la llegada de las TIC, las redes sociales y los movimientos sociales de última generación.
Este nuevo escenario ha permitido (o facilitado) el establecimiento de un marco de relación más directo de los ciudadanos con los políticos y los medios, un mayor intercambio de información con los responsables públicos, la creación de redes y nodos con otros ciudadanos, formulación de estrategias más eficaces para introducir temas en la agenda pública… en suma, ha cambiado (o al menos lo está haciendo) el modo en el que los ciudadanos se relacionan con el sistema político, es decir, en el que participan en el proceso político. No solo en su aspecto más cuantitativo, la incorporación de un importante número de actores que hasta este momento formaba parte como un elemento pasivo, sino también cualitativo, pues hemos asistido, casi sin darnos cuenta, a la democratización de la comunicación política. Y con esta democratización (y junto con otros muchos fenómenos que se han producido) a la llegada de un nuevo tipo de ciudadano: el ciudadano permanente.
La incorporación de estas nuevas herramientas ha propiciado la activación de un buen número de ciudadanos que aún formando parte de la comunicación política no actuaban de un modo activo en la misma. Desde la nueva posición que ocupan disponen de un mayor acceso a la información (política), no solo la que tiene una naturaleza mediada como había sucedido hasta ahora, también tienen acceso a las fuentes primarias. Y es que la gran novedad no reside en el abaratamiento de la información (que en realidad no se ha producido en términos de inversión de recursos), sino en la capacidad que tienen estos ciudadanos para interactuar con otros actores políticos. Una capacidad que les permite estar permanentemente expuestos a todo lo que sucede en la esfera política, recibiendo todo tipo de estímulos que emplearán, a su vez, para fijar su posición en cada uno de los asuntos que son objeto de su atención y, en un momento ulterior, su voto. Quizás por ello no es de extrañar que en las últimas décadas la identificación partidista haya perdido importancia como factor explicativo del voto (aunque en cada país se produce una evolución distinta), y es que los ciudadanos, fruto de estas nuevas dinámicas, se han vuelto más independientes, más autónomos… quizás más críticos.
La aparente volatilidad de estos ciudadanos sofisticados demanda una importante inversión de recursos para permanecer permanentemente informados y además cumplir con las exigencias de la nueva areté. Sin embargo, sabemos que el tiempo e interés que dedican a la política es limitado. Pese a la emergencia de un espacio más dinámico, la mayor accesibilidad a la información… la conversación política que se produce sigue siendo escasa (aunque progresa adecuadamente). Algo que podría comprometer la extensión y consolidación de este nuevo tipo de ciudadano si no recurrimos a una serie de atajos con los que reducir esta inversión de recursos. Estos atajos, de distinta naturaleza en cada caso, permiten a los ciudadanos estar permanentemente conectados al proceso político, descodificándolo con elementos nada novedosos como los líderes o periodistas, pero también con algunos más evolucionados como las marcas políticas (que se insertarían en los enfoques de las teorías de consumismo político).
Independientemente de la calidad del cambio, gracias a esta permanencia se ha producido un incremento del proceso participativo (acompañado de un incremento de la demanda), que aún espera su cristalización en un aumento y mejora del proceso deliberativo, y es que todavía en esta comunicación política democratizada muchos son los llamados a participar pero pocos lo son a deliberar. No exenta de críticas, las nuevas vías de participación, plataformas de peticiones, fórmulas como el crowdsourcing o el crowdfunding, grassroots, etc. conforman una serie prácticas que han sido identificados por muchos en un sentido negativo o despectivo en lo que ha venido a denominarse como slacktivism o activismo de salón, aún cuando en numerosas ocasiones estas dinámicas trascienden lo virtual cambiando y/o modificando las praxis de la política real, o que diferentes investigaciones apunten a una incidencia positiva en la movilización de la calle de estos ciudadanos. Sin duda, la democratización de la comunicación política no ofrece un escenario ideal pero sí una oportunidad para establecer dinámicas que hasta este momento resultaban imposibles o no se habían imaginado, incidiendo positivamente en la política en un intento, en este extremo hay que ser optimistas, de mejorar el proceso político pues, al fin y al cabo, con la práctica se alcanza la perfección.
Rubén Sánchez Medero es profesor de ciencia política de la Universidad Carlos III de Madrid. @rsmedero
Publicado en Beerderberg
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