El liderazgo de Le Pen: construyendo imágenes y percepciones

RAMÓN H. SOSA

.

¿Qué ve en el horizonte el hombre que, desde la cima de una montaña, da la espalda al espectador en el cuadro El caminante sobre el mar de nubes del pintor alemán Caspar David Friedrich? Partiendo de una ausencia del rostro que le confiere al personaje la posibilidad de ser tanto el propio pintor como un soldado o de ser cualquiera de nosotros, se han propuesto múltiples interpretaciones que, ya refiriéndose al Paraíso, la muerte o la nación, tienen como nexo común el que se trata de un hombre reflexionando sobre un futuro esperanzador. Las mieles del Paraíso, la plenitud en la naturaleza que concede a ojos del romántico la muerte o la próxima grandeza de una Alemania herida en las guerras contra los ejércitos de Napoleón, son algunas de las ensoñaciones que el espectador puede proyectar en ese mar de nubes que, con 90 años de adelanto, posee la misma capacidad de concretar el deseo que después se hallará en la pantalla blanca del cine. ¿Qué veía en el horizonte Marine Le Pen cuando, al principio de su anuncio de campaña, asomada en un acantilado sobre el mar, reprodujo la composición de El caminante sobre el mar de nubes? La grandeza futura que para la nación francesa su figura prometía: resucitar los valores y la seguridad perdidos, expulsar a las élites y a los inmigrantes, devolver a Francia y a los franceses su lugar en la historia y hacer todo ello —tal y como manifestaba en su eslogan— no con el pueblo sino en el nombre del pueblo. Tarea titánica y solitaria con la que el Frente Nacional llenó el horizonte de promesas de sus potenciales votantes y que Le Pen, punta de lanza del partido, debía de ser capaz de llevar a cabo.

.

.

Toda mujer que se presenta a un cargo presidencial debe luchar contra una tensión en las expectativas de sus posibles votantes: por un lado, se espera que el futuro presidente sea lo bastante fuerte como para cumplir sus promesas, que muestre liderazgo, por el otro, se espera que sea una persona sincera, es decir, que no traicione su naturaleza. El autocontrol, la resolución, el carácter activo y directo que conforman la visión general del liderazgo, son atributos asociados —prejuicios mediante— a la figura y comportamiento masculinos. La mujer candidata debe hacer suyas, por lo tanto, características contrarias a lo que se espera de ella en tanto que mujer, debe, en parte, abandonar su supuesta naturaleza, incumplir las expectativas que se le imponen y enfrentarse al hecho de que al hacerlo parecerá insincera, despertará desconfianza. En el mundo de los estereotipos, resolver la tensión entre liderazgo y naturaleza es un problema al que se han tenido que enfrentar, en sus respectivas campañas y en mayor o menor medida, todas las mujeres que han aspirado a un cargo presidencial. También Le Pen y su equipo de comunicación abordaron, en este anuncio y entre otros objetivos, esta problemática tensión.

.

En otra de las secuencias del anuncio podíamos oír a Marine Le Pen hablando de sí misma, sucesivamente, en tanto que mujer, que madre y que abogada. De lo primero, decía, había adquirido una sensibilidad extrema para la reducción de libertades causada por el fundamentalismo islámico, de lo segundo, continuaba, una profunda preocupación por el mundo que les dejaremos a los niños y de lo tercero, concluía, respeto por las libertades públicas y por la situación de las víctimas. La progresión que establecía —mujer, madre, abogada— no era casual, anunciaba una idea de capas que se superponían las unas a las otras y que tendrían como resultado, tal y como trataremos a continuación, esa suma total que significa para la candidata el ser francesa. Al tiempo que oíamos estas palabras, las imágenes nos mostraban la espalda de Le Pen mientras hojeaba un álbum con fotografías de su juventud. Imágenes de una persona que no acababa de enseñarnos el rostro, que se miraba a sí misma, sí, pero desde fuera, que nos hablaba de ella misma, sí, pero con la distancia que da el recuerdo. A parte de la voluntad de vincular a la candidata con una cierta idea de tradición, el fragmento parecía portar el objetivo de situar su experiencia en tanto que mujer, que madre y que abogada en el pasado, de incrustar una calculada distancia entre esa experiencia concreta y la Marine Le Pen que en el ahora del anuncio nos hablaba. ¿Significa eso que Le Pen negaba o daba la espalda a su feminidad? En absoluto.

.

Sea cual sea la que finalmente se adopte, la estrategia de toda candidata a un puesto presidencial pasa por tratar de negar la contradicción entre liderazgo y naturaleza, por demostrar que no existe oposición alguna entre el ser mujer y desempeñar actividades que comporten cierto nivel de liderazgo. A este fin es común a los partidos el asignar a las futuras candidatas, tiempo antes de que estas se lancen al juego electoral, funciones que, como el ministerio de exteriores, el de economía, el de defensa o la vicepresidencia, son tradicionalmente consideradas como masculinas. Con dicho equipaje en su currículum, las candidatas podrán, en su día, alternar mensajes que hagan mención a su experiencia en temáticas que comportan liderazgo con otros mensajes que se refieran a cuestiones como el cuidado o la solidaridad o que remitan de forma directa a su experiencia como mujer, relatando, por ejemplo, dificultades en su trayectoria personal o dirigiéndose directamente a sus familias. Estrategia, la de la alternancia, que busca y a menudo logra hacer convivir las dos experiencias, pero que no alcanza a anular la contradicción que el elector y especialmente un elector de extrema derecha siente entre ambas. ¿Qué hacer cuando, como en el caso de Le Pen, tu potencial votante va de la derecha a la extrema derecha y no posees el bagaje de, por ejemplo, una Hilary Clinton? La respuesta del equipo de comunicación del Frente Nacional pasó por doblar la apuesta, por tratar de anular una tensión que otros solamente han alcanzado a rebajar.

.

«Intensamente, orgullosamente, fielmente, obviamente francesa». Estas y no otras eran, decía Le Pen, las palabras con las cuales se definía a sí misma. La elección del significante francesa, capaz de agrupar sobre sí al conjunto de sus electores con una identificación que les distingue tanto de los inmigrantes como de unas élites que se han comportado de un modo antifrancés y que, además, armoniza con su promesa del retorno a la gran Francia, parece evidente. La apuesta defendida pasaba por transformar la de francesa en una condición total, una especie de cima evolutiva que, por ser capaz de abarcarlo todo, no necesitara renunciar a nada. Es el estadio final de una progresión —mujer, madre, abogada— en la cual las anteriores capas no se pierden, se sedimentan, se superponen, se acumulan: ser francesa era, al igual que la sociedad-máquina marxista, una entidad cuyo resultado es superior a la suma de las partes que la constituyen. Convertirla en una forma de ser extrema —en un significante vacío, si se me permite el tecnicismo— era, precisamente, la función que cumplían en su discurso el conjunto de adverbios terminados con el sufijo -mente que precedían a la palabra francesa. Si situaba su feminidad en el pasado no es porque la hubiera abandonado, es porque la Le Pen que miraba el álbum de fotografías había avanzado, superponiendo capa a capa, hasta lo que ahora era: francesa, una saturación de significado capaz de englobarlo y engullirlo todo, capaz de abarcar, a un tiempo y sin contradicción alguna, tanto a la líder como a la mujer.

.

Pero ¿cómo continuar? El órdago lanzado por la candidata francesa no era pequeño y era fácil que, en lo que seguía, hiciera o dijera algo que volviera a inclinar la balanza más hacia uno u otro lado, hacia el lado de la líder o hacia el de la mujer. Para que la Torre Eiffel pueda representar a toda Francia, el Big Ben a toda Inglaterra o para que todos los Estados Unidos sean reconocibles en la figura aislada de la Estatua de la Libertad, no es suficiente con que estos monumentos existan, han necesitado de postales, canciones, cine y literatura, han necesitado, en fin, de la construcción de un imaginario a su alrededor. Lograr que un algo represente a un todo es útil, pero no fácil. Le Pen, que ya nos había dicho quién era, pero no, parte imprescindible en un anuncio electoral, lo qué iba a hacer, tenía la obligación, si quería que su órdago funcionase, de construir un imaginario. Y esa es, precisamente, la función que tendría la palabra orden en su discurso. «Sí, decía, yo quiero devolver el orden a Francia». A todas las expectativas visualizadas en aquél horizonte inicial —independencia, seguridad, respeto, prosperidad, unidad, justicia, etcétera— las haría caber la candidata en la palabra orden. Si, metáfora común, aceptamos la idea de la nación como familia, el orden es el término capaz de concentrar en sí toda la firmeza y feminidad de la madre. Idea, si se quiere, tradicional y anquilosada, pero aún efectiva en el imaginario colectivo, el orden en el hogar es el momento en el que la madre se impone sobre todos los miembros, masculinos o femeninos, de la familia. Término ideal, por lo tanto, para quien aspire a aunar, sin contradicción alguna, la feminidad y el liderazgo.

.

En el discurso y en el audiovisual político la cursilería es, me temo, moneda de uso común. Por eso, no ha de extrañar que las metáforas visuales con las que se cerraba el anuncio de campaña sonaran un tanto manidas: a menudo el votante, desesperado por encontrar atajos que faciliten su elección, no es menos cursi. Le Pen caminando o en helicóptero, en limusina o montando a caballo. Una vez definida como francesa y mientras añadía más y más contenido a la palabra orden, las imágenes nos la mostraban, ahora sí, siempre lateral o frontalmente y siempre en movimiento. Cuando la candidata no se moviera, la cámara se movería por ella. Rompía así con los planos en los que se encontraba sentada y de espaldas, ahí, como en toda la primera mitad del spot, había mirado hacia el pasado, ahora miraría hacia delante. Si la ruptura entre espaldas y cara, entre pasado y futuro, inmovilidad y movimiento, se explica es justamente porque la candidata ya había logrado acumular los elementos —francesidad y orden o, lo que es lo mismo, feminidad y liderazgo— que le eran imprescindibles para poder conducir a sus electores hacia el horizonte prometido. La última metáfora del audiovisual aunaba el ser, a un tiempo, la más cursi y significativa de todas: Marine Le Pen en el mar, manejando el timón, ajustando las velas, capitaneando un barco. Si, al inicio, el horizonte de las expectativas de los potenciales votantes del Frente Nacional estaba en un más allá del mar, ahora, su candidata les llevaba hacia su destino. Pero, recargados o temerosos quizá de que el espectador no hubiera entendido la, ya de por sí, obvia metáfora marinera, los realizadores del anuncio se guardaron para el final un último juego: ¿qué veía la candidata cuando miraba al horizonte hacia el cual estaba conduciendo? El Palacio del Elíseo. Equiparación entre el horizonte de deseos y la sede de la presidencia francesa que buscaba que al elector no le quedara la más mínima duda: sólo si yo obtengo mi sueño, parecía decir, vosotros podréis obtener el vuestro. Es la diferencia entre construir un futuro con el pueblo o construirlo, en fin, en el nombre del pueblo.

.

Ramón Hernández Sosa nació en Menorca. Estudió cine en el Centro de Estudios Cinematográficos de Catalunya (CECC) y se especializó en la rama de Fotografía Cinematográfica y Operador de Cámara. Participó en películas, cortos, videoclips y anuncios y realizó diversas campañas de sensibilización para Cáritas Menorca. Más recientemente se ha graduado en Ciencias Políticas en la Universidad Pompeu Fabra (UPF), donde ha podido combinar ambos estudios, inclinándose hacia la comunicación política. (@GolemIV)

 

 

 

Anuncio Pour le peuple: https://www.youtube.com/watch?v=I3sdyfz_jUY