ESTELA MATEO REGUEIRO
Con el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, las fake news pasaron a ocupar numerosos titulares. Este fenómeno, que no es novedoso, ha situado en el centro del debate el control de una información que durante años se ha difundido sin grandes cortapisas a través de internet. Una cuestión delicada que, empezando dentro de los límites de las jurisdicciones nacionales, podría sentar las bases de una nueva censura a escala global.
Desde hace aproximadamente un par de años, avivadas por el ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca, las comúnmente llamadas fake news o noticias falsas permanecen de rabiosa actualidad. Su uso se ha denunciado en la campaña a la presidencia estadounidense, en la que se detectó un importante aumento de las mismas arguyéndoles un papel decisivo en su triunfo que resulta difícil de contrastar. Pero también el electo presidente lo ha denunciado en su contra, llegando a crear los Fake News Awards que ha dedicado a los medios de comunicación que considera que han tergiversado sus declaraciones o han elaborado falsos informes sobre su actividad en este primer periodo de su presidencia. Y en España, en efervescencia por el procés, también se han convertido en uno de los temas más comentados y controvertidos. De hecho, el Consejo de Ministros anunciaba el pasado 1 de diciembre de 2017 una estrategia de seguridad nacional contra ellas basándose en una guerra informacional alentada por propaganda independentista supuestamente suscrita por el Kremlin, nunca probada y desmentida por el CNI. Lo cierto es que mientras la Associated Press ha determinado que hubo intrusiones por medio de phishing a través de los correos electrónicos del equipo de Hillary Clinton en EE. UU., aquí únicamente se ha reseñado un aumento de las menciones a la crisis catalana en las redes sociales por parte del subdirector de Thiber, Adolfo Hernández, en el informe mensual de seguridad para la revista CIBERelcano. La problemática, al parecer, reside en la detección de bots: una herramienta de la que también se han beneficiado el PP y la Casa Real junto con publicidad al Diario La Razón y su director Francisco Marhuenda, según recoge esta investigación de CTXT.
Pero a pesar de estas manifiestas contradicciones, España no ha sido el único país que ha dado un paso en esta dirección. En Alemania, por ejemplo, entró en vigor la NetzDG el 1 de octubre de 2017: una ley que sanciona con hasta 50 millones de euros a empresas como Facebook, Twitter o Google que no eliminen contenido que la jurisdicción alemana contempla como ilegal. Y a principios de enero de 2018, también el presidente Emmanuel Macron anunciaba la creación de un dispositivo jurídico en Francia para combatir noticias falsas y proteger así los procesos electorales del país. En este caso, la táctica consiste en agilizar las denuncias contra ellas, otorgar más poderes a las autoridades audiovisuales para evitar posibles mensajes desestabilizadores en canales de televisión extranjeros y exigir mayor transparencia de los patrocinadores de las publicaciones en línea a través de internet. ¿Pero qué es lo que entendemos por noticias falsas? ¿Constituyen un nuevo fenómeno capaz de determinar el devenir político y social interviniendo negativamente en los procesos democráticos? ¿Son una herramienta capaz de generar confusión o sencillamente designan aquello que no gusta a quienes pretenden impugnarlas? Y sobre todo, ¿tienen los gobiernos legitimidad suficiente para establecerse como garantes de una información veraz?
Un campo de estudio filosófico: la agnotología
Con el fin de tratar de responder a todas estas preguntas resulta oportuno rescatar la investigación sobre el desconocimiento del estadounidense Robert Neel Proctor, profesor de Historia de la Ciencia en la Universidad de Stanford. En 1992, junto con su colega lingüista Iain Boal, acuñó el término «agnotología» para designar el estudio de la ignorancia que, a su juicio, resulta tan amplio como el del conocimiento (epistemología) pero no ha recibido el mismo prestigio o atención. En 2008, junto con la también profesora de Historia de la Ciencia en Stanford, Londa Schiebinger, editó el primer libro sobre el tema con doce artículos de distintos autores que analizan diferentes formas en que puede presentarse: Agnotology. The Making and Unmaking of Ignorance. Entre los múltiples tipos o enfoques posibles de la agnotología, el propio Proctor desarrolla tres: como estado nativo, como selección o constructo pasivo y como estrategia o constructo activo. Mientras que el primero responde a esa metáfora de la ignorancia como una oscuridad que el conocimiento va venciendo con su luz, el segundo y el tercero asumen ambas posibilidades como coexistentes. En estos dos últimos casos, el desconocimiento no es algo que se pueda vencer sino la consecuencia de unas decisiones en detrimento de otras, ya sea por decisiones personales o por tácticas externas. “La ciencia no puede estudiar todas las cosas, algunas por necesidad –casi todas, de hecho– deben dejarse de lado”, escribe en referencia a la agnotología como selección. Pero donde pone especial atención es en el tercer supuesto: “El enfoque aquí se basa en la ignorancia –o duda o incertidumbre– como algo que se crea, se mantiene y se manipula por medio de ciertas artes y ciencias”.
Sobre este último caso, Proctor ha prestado especial atención a las prácticas de la industria tabacalera para defender el consumo de tabaco frente a los avances científicos en relación a sus efectos adversos en la salud. Una estrategia que puso todo su ahínco en sembrar dudas sobre dichos progresos utilizando sus mismas fuentes, ya fuera mediante anuncios en que médicos recomendaban una marca concreta como si se tratara de una pasta de dientes o financiando estudios para ilustrar diferentes causas de cáncer con el fin de desviar el foco de las propias en el amplio campo de la estadística.
Esta técnica también ha sido muy recurrida alrededor de los estudios sobre el calentamiento global. O también, en otra escala y por ofrecer un caso concreto que apele directamente al tema que nos ocupa, con la manipulación informativa por parte del gobierno del PP de José María Aznar sobre los atentados del 11-M de 2004 en Madrid a través de TVE, bajo la dirección de Alfredo Urdaci. En aquel momento, se insistió en la autoría de ETA hasta la celebración de las elecciones generales que tuvieron lugar tres días después, pese a la reivindicación de Al Qaeda, para depurar las responsabilidades del Presidente en la intervención en la guerra de Irak. El presidente de un partido que pocos años después quiso sacar adelante un plan de actuación contra “noticias falsas” escudándose en una propaganda esgrimida por bots de los que ellos mismos han echado mano. Un plan de actuación que parece tener continuidad con el gobierno del PSOE de Pedro Sánchez.
Tiempos de posverdad
Para rizar más el rizo, estas legislaciones salen adelante en un contexto en que muchas personas coinciden en hablar de un nuevo paradigma denominado «posverdad» que se caracteriza por una distorsión de la realidad generada por medio de la apelación a las emociones más básicas. Una desfiguración que parece vivir su máximo esplendor en el desarrollo de internet y las redes sociales. Un tipo de agnotología, al fin y al cabo, especializada en explotar la empatía acorde con la clásica noción de propaganda que el publicista Edward Bernays, sobrino del padre del psicoanálisis Sigmund Freud, definió como “el establecimiento de relaciones recíprocas de comprensión entre un individuo y un grupo” ya a principios del siglo XX. Justamente, quien allanó el camino para una exitosa y futura producción de ignorancia a las tabacaleras realizando una fuerte campaña a favor de los cigarrillos patrocinada por Chesterfield. ¿Su finalidad? Modificar una opinión pública que, según muchos critican, cada día está más alejada de los hechos objetivos. ¿O debería decir de «la Verdad», para reseñar irónicamente también la problemática que hay detrás de los excesos cientificistas a la hora de pretender establecer quién tiene la autoridad suficiente para designar lo que es válido y lo que no lo es?
Según el diccionario Oxford, que eligió el término Post-Truth como palabra del año en 2016 por la dominación que vivió en relación al Brexit, el vocablo fue utilizado por primera vez en 1992 –el mismo año en que Proctor empezó a hablar de agnotología– por Steve Tesich en un artículo publicado en la revista The Nation. En este artículo, el dramaturgo serbo-estadounidense hace referencia a una aparente huida social de la realidad tras el escándalo Watergate, que provocó un disgusto generalizado en la nación en la asimilación de la información con malas noticias. Lo denomina «síndrome Watergate». Y, según afirma, se constató poco después, durante el gobierno de Ronald Reagan, con el escándalo Irán-Contra: en aquel momento, explica Tesich, la población estadounidense ya únicamente quería ver lo que su gobierno quería que viese bajo la premisa de salvaguardar con ello los intereses de los EE. UU. Y sentencia, de forma poco esperanzadora: “Hasta ahora todos los dictadores han tenido que trabajar duro para suprimir la verdad. (…) Nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en un mundo de posverdad”.
Para Tesich, la posverdad consiste en un entorno al que las sociedades acceden libremente poniendo la mano en el fuego por sus gobernantes en favor de los intereses comunes, asumiendo que como tales saben lo que están haciendo aunque se muevan al margen de la legalidad. Algo que queda bastante alejado de la noción que se está asentando alrededor de las noticias falsas, con las que parece que principalmente se busca desacreditar o promocionar campañas electorales. Sin mencionar la desconfianza con la que se están siguiendo los consecuentes procesos para regularizar la información, hasta la fecha bastante impopulares. Mientras que la posverdad de Tesich pertenecería a la agnotología como selección, las noticias falsas parecen ser un claro ejemplo de agnotología como estrategia.
¿Atrapados en la sociedad del espectáculo?
Tanto las noticias falsas como la posverdad parecen conducirnos progresivamente a un escenario dominado por el engaño. Durante años, el revolucionario Guy Debord dedicó su vida y obra a superar la concepción que dio título a su escrito más conocido, del que también realizó un film, publicado en 1967: La sociedad del espectáculo, a su vez una de las obras más representativas del Mayo del 68. Un concepto algo más profundo que estas dos nociones en tanto que invade todas y cada una de las esferas de la vida. Un análisis de raíces marxistas en que el capital es el resultado de un espectáculo que media todas las interacciones. Según su tesis, todo lo experimentado es una representación. Como en Matrix, como en las crisis existenciales que ya antes provocaba La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca. Sólo que ahora potenciada por el desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, como el propio Debord ya alertó en sus Comentarios sobre la sociedad del espectáculo veintiún años después de su obra magna, afirmando entonces que lo que el sistema económico capitalista pretende es, precisamente, hacerse con el monopolio mediático para establecer una comunicación unilateral.
¿Qué ocurriría si la información pasara a ser fiscalizada por los gobiernos, dejando al margen el trabajo propiamente periodístico? ¿Quién vigilaría a quienes vigilan? Es importante saber identificar los intereses de cada uno de los actores que influyen en la opinión pública para determinar si están en sintonía con los propios o los comunes, o no. Fórmulas orgánicas de verificación que impidan que un solo agente, generalmente con mayores recursos, asiente las bases de la información es una de las tareas principales del periodismo. También estudiar el modo en que opera el desconocimiento parece una propuesta interesante. Recuperar técnicas que ejerciten el pensamiento crítico, como las que trabaja la Filosofía, se vuelve indispensable ante un horizonte de estas características. Lo que en ningún caso parece adecuado es delegar los juicios a terceros, justamente uno de los principales peligros en la proliferación de cualquier tipo de agnotología.
Estela Mateo Regueiro es Doctora en Filosofía y activista. Especializada en las TIC, es autora del libro Movimientos ciudadanos y tecnologías de la información y la comunicación en el caso del 15-M (Ediciones Universidad de Salamanca). (@logicasimulada)