DÍDAC AMAT
Hay ideas y relatos que cambian el mundo. Si un joven alemán no hubiese escrito que la historia de todo pueblo es la historia de las luchas de clases, Europa sería hoy un lugar distinto. Si un siglo más tarde la escuela de Chicago no se hubiera esforzado en pregonar las bondades del mercado, ninguno de nosotros conocería a Francis Fukuyama.
Así son las ideas. La arena que cuando se moja se convierte en barro moldeable, pero que al secarse petrifica la historia. De esta petrificación parecen haberse beneficiado durante décadas las ideas que han permitido sobrevivir al capitalismo fósil. Durante años, los hijos privilegiados del Antropoceno han vivido en la sequía ideológica permanente. Pocos en Europa se han atrevido a contestar el crecimiento ilimitado. Nadie ha criticado públicamente las aspiraciones materiales de la sociedad occidental. Abonados al espejismo de la libertad ilimitada y desde la miopía voluntaria de unas sociedades que externalizan sus disfunciones ambientales, los países del Norte han sido incapaces de generar relatos y proyectos alternativos. A la vista están los datos. El modus vivendi español genera hoy 5.4 toneladas de CO₂ al año, muy por encima de las 2.83 toneladas anuales que el IPCC nos pide alcanzar antes de 2030.
Si queremos salvar el mundo, habrá que buscar nuevos relatos. Nuevas ideas que dominen nuestros sistemas sociales. Y porque como dijo el poeta llegaron mal y tarde al desarrollo industrial, esas respuestas hay que buscarlas en los países del Sur global.
Años 50, América latina era un polvorín. Un joven chileno abandonaba su despacho y su puesto de directivo en SHELL, una de las compañías más contaminantes del mundo. Quería dedicar su vida a desarrollar una idea: ninguna economía, ningún sistema social, es posible al margen de los servicios que le prestan los ecosistemas. Sin oxígeno, no hay vida. Sin agua, no hay vida. Sin biodiversidad, no hay vida.
Ese joven era Manfred Max-Neff, el economista del Sur global. El padre de la economía descalza. Convencido de que la humanidad podía y debía desarrollarse sin dañar el planeta, Max-Neff trazó un giro trascendente en el relato sobre qué significaba vivir una vida feliz, una vida plena.
Oculto tras unas gafas redondeadas y una barba platino, el chileno defendía que el nivel de consumo no correlacionaba necesariamente con la felicidad. Nuestra existencia no era una carrera hacia la satisfacción ilimitada de necesidades y placeres. Hollywood se equivocaba. Peor aún. Esparciendo la visión occidental de la felicidad, la de una sociedad que tiene la superacumulación material como única vara de medir el éxito, Hollywood estaba creando un relato terminal.
Pero entonces, si la felicidad no era eso, si una sociedad desarrollada no era eso ¿Qué era?
Tras años de investigación, aquel joven petrolero nos regaló una visión alternativa a la forma como el capitalismo nos había enseñado a entender las necesidades humanas. Para el chileno solo existían nueve necesidades universales: la de subsistencia, la de protección, la de afecto, la de comprensión, la de participación, la de creación, la de ocio, la de identidad propia y la de libertad. Nueve necesidades que pueden ser satisfechas de infinitas maneras. La subsistencia, por ejemplo. Podemos satisfacerla con una dieta equilibrada y de proximidad o con una rica en fast food y aguacates del Caribe. O la necesidad de tener una identidad propia. Podemos satisfacerla comprando la última prenda de la moda parisina o participando de alguna asociación cultural de nuestro barrio. En definitiva, necesidades hay unas pocas y son universales. Las formas de satisfacerlas son muchas y variadas.
¿Pero por qué la filosofía de las necesidades y el desarrollo de Max-Neff son importantes para enaltecer un nuevo relato ecologista? En primer lugar, por el cambio cultural que supone un mundo de necesidades limitadas. Un mundo donde la plenitud se alcanza con nueve elementos y no con una cuenta corriente que necesariamente tiene que engordar, es un mundo más fácil de proteger. Pero además, un sistema donde cada una de las necesidades tiene infinitas formas de ser satisfecha permite discriminar y favorecer aquellas formas que son menos nocivas para el medio ambiente.
Con el paso de los años, el relato de Manfred Max-Neff penetró en diferentes capas de la sociedad latinoamericana. Desde la cultura y el activismo hasta la política y la religión. Prueba de ello son los versos de El Derecho al delirio, el poema utópico de Galeano. Los economistas no llamarán «nivel de vida» al nivel de consumo, ni llamarán «calidad de vida» a la cantidad de cosas, recitaba con voz grave el poeta de Montevideo. Versos contraculturales en los años de la acumulación obligatoria. Versos imprescindibles si queríamos hacer, de esta, una propuesta de masas.
Más allá de los poetas, el otro gran salto adelante en la expansión del discurso anticonsumista ha venido de la mano de la comunicación política. Pasaron 60 años entre que Max-Neff dejara SHELL y Pepe Mujica accediese a la presidencia de la República de Uruguay. El presidente pobre le llamaron aquellos que vinculan la riqueza a la pretensión material.
Pero Mujica ni es pobre ni es un apologético de la pobreza. Ha dedicado su obra de gobierno a la redistribución de la riqueza y ha satisfecho con creces sus necesidades personales. Simplemente, y como Max-Neff, es un defensor de la felicidad sobria. De andar liviano de equipaje. La vida humana merece la pena para comprometerse con ideas o con personas, no con miles y miles de necesidades materiales artificiales, defiende.
Finalmente, sin embargo, en esta batalla cultural merece mención aparte el papel que ha jugado la teología de la liberación. Pere Casaldàliga, el obispo rojo del Mato Grosso Brasileño, hizo de su vida un homenaje a la sobriedad que predicaba. Desde la habitación humilde donde escribió buena parte de su obra, defendía que el proyecto consumista del mercado desdibuja al hombre. Retando a los fundamentos intelectuales del sistema, el obispo nos recordaba que lo que convierte a alguien en un ser humano singular y diferente al resto de la humanidad no es el número de objetos que tiene en propiedad, sino sus razones de ser: lo que defiende, lo que sueña, lo que ama.
Tal fue la fuerza con la que los postulados a favor de un desarrollo no consumista entraron en la iglesia del Sur global que incluso el Papa Francisco, para algunos el auténtico interlocutor de dios en la tierra, abogó públicamente por repensar el modus vivendi occidental. En “Laudato si”, su segunda encíclica, Francisco reconoce que “el ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, solo puede terminar en catástrofes.”
No sabemos si la lucha por un mundo más sobrio acabará en éxito o en desgracia. Lo que la historia sí que nos ha enseñado es que cambiar el mundo requerirá necesariamente conquistar el mundo de las ideas. Ganar corazones para ganar la batalla cultural. Max-Neff, Mujica, Galeano, Casaldàliga, Berta Cáceres, Vandana Shiva o Mike Anane. El Sur global hace años que ha emprendido la parte más dura y ardua de esta tarea: pensar alternativas y mantenerlas vivas durante los años que duró la larga sequía.
Dídac Amat es Jurista y politólogo especializándose en mitigación climática. @damatipuigsech
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