La herencia del mono

RUBÉN SÁNCHEZ MEDERO

¡No existen las cigüeñas! ¡Todo es Dios! (Ned Flanders)

John Washington Butler fue un sencillo granjero, devoto baptista y miembro de la Cámara de Representantes de Tennessee, The Volunteer State. Características con las que podríamos clasificar a un buen número de sus colegas que, sin embargo, no pasaron a la historia por hacer algo tan memorable como lo que él logró: detener la evolución. No fue un truco de prestidigitador, una ilusión capaz de parar el tiempo, sino de algo tan material como una ley. Antidarwinista convencido, consiguió que en 1925 se aprobase la Butler Act (1), una ley que prohibía enseñar la teoría de la evolución en las escuelas de Tennessee que recibiesen fondos públicos. El hombre descendía de Dios y no de un vulgar animal como un mono. Multas de entre 100 y 500 dólares debían garantizar esta verdad evidente.

A pesar de lo aparente, Butler no era un exaltado predicador de la tele por cable estadounidense a lo Hermano Fe, pero sí tenía la severidad y convicción del Reverendo Lovejoy (al menos la que él siente por sus trenes). El origen de las especies se había publicado sesenta años antes y no corría el riesgo de convertirse en un bestseller a lo The Troll Twins of Underbridge Academy. Sin embargo, en la década de 1920 los tentáculos de ¡los burócratas de la capital! se extendían por el mundo rural mediante la obligatoriedad de la educación básica. Una oportunidad para que el orden social establecido, generalmente determinado por la religión y la costumbre, fuese subvertido por la ciencia y la enseñanza reglada. Un cambio de óptica del que Butler deseaba proteger a los miles Cletus Spuckler que paseaban por su vecindario. 

La notoriedad que alcanzó la Butler Act llamó la atención de la American Civil Liberties Union (ACLU), ¡liberales!, quienes prometieron que defenderían a cualquier víctima de esta ley. No tardaron en comprar el valor de su promesa pues un avezado empresario, dueño de varias minas en la región de Dayton, creyó que un poco de publicidad, aunque fuese mala, sería buena para el pueblo y sus negocios. Por este motivo, junto a otros prohombres de la comunidad, convencieron a un joven profesor de educación física llamado John Scopes, para que enseñase la teoría de la evolución y, de este modo, se ganase su merecida denuncia ante las autoridades. 

La participación de la ACLU atrajo el interés de la prensa y el “El juicio de Scopes”, o “juicio del mono”, pasó a ocupar la mayoría de las portadas. La intrusión del estado en el modo de vida americano, un revival del eterno debate entre los federalistas y antifederalistas, se resolvió con un veredicto de culpabilidad y 100 dólares de multa (aunque un tecnicismo evitó su pago). Un proceso judicial que inspiró, décadas después, a Jerome Lawrence y Robert Edwin Lee. Dos dramaturgos que estrenaron en Broadway, en 1955, la obra “La herencia del viento”, basada en el “juicio del mono” y cuyo título nace de los versículos del Libro de los Proverbios: “Aquel que cree disturbios en su casa, heredará el viento”. Años después, en 1960, una brillante versión cinematográfica dirigida por Stanley Kramer, con Spencer Tracy, Fredric March y Gene Kelly, consagraría para siempre a Dayton como la localidad en la que la evolución se detuvo. 

La relación de la familia Simpson con el estado, la administración y la política, siempre ha sido difícil. Probablemente, la evolución de la serie es el mejor ejemplo de aquel chiste que Reagan contó en 1986, en una de las cenas con los corresponsales de la Casa Blanca, y que rezaba “The nine most terrifying words in the English language are: I’m from the government and I’m here to help”. Un casi principio político que plasmaría poco más tarde en su Tax Reform Act. Aunque la serie no planea en un alborotado desaire libertario contra cualquier intervención del estado, puede que en el caso de Homer sí, el espíritu de Los Simpson sí encaja en una constante crítica a la ineptitud del gobierno y los políticos. Nada bueno cabe esperar del sistema. Una visión negativa que sitúa al individuo como el motor de la comunidad, de la que tampoco espera demasiadas cosas buenas, el motor de la política. Bien sea a través de la corrección de la regulación del tráfico aéreo, el servicio de recogida de basuras o el fallido intento del Sr. Burns de convertir a Guiñitos en el animal emblema de Springfield para evitar las sanciones a su central nuclear. 

Al igual que Tennessee, Springfield ya conocía las bondades de la teoría de la evolución. Evidencias a la mano de cualquiera que desease visitar la exposición del museo de ciencias naturales de la ciudad. Un espacio de revelación al que Ned Flanders llegó por culpa de los abusos de un Homer incapaz de respetar una cola. Así, algo tan habitual como un acto incívico de su vecinillo, llevó a Ned a descubrir la evolución de la especie humana en todo su esplendor. Una exposición que reducía a la nada las teorías creacionistas que habían dado sentido a su vida y que, para colmo, había provocado las dudas de sus hijos: ¿Mamá era un mono? Algo intolerable para Ned, quien no podía creer que el hombre descendiese de una especie inferior. ¡Todo lo hizo Dios! Una sencilla premisa con la que se daba paso a la particular versión de La herencia del viento. 

¿Puede un individuo activar los resortes del estado para someter la libertad de pensamiento? Obviamente, la convivencia entre una ciencia no bíblica y una ciencia bíblica no tenía cabida. La comunidad debía regular los límites de las escuelas públicas, como debía ser el veto parental. Un hecho desolador. No había lugar para la esperanza y los ciudadanos de Springfield no dudaron en sacrificar las enseñanzas de Darwin. Al fin y al cabo, ya lo dijo Butler durante la aprobación de su ley, el 99% de sus vecinos pensaban como él y no cabía disonancia. La ciencia no bíblica no debía tener cabida en la escuela. La comunidad había hablado, pero Lisa Simpson no estaba dispuesta a renunciar a sus libertades individuales en defensa de su libertad de pensamiento. Y así, en la incertidumbre que proporcionan las reuniones clandestinas, decidió luchar contra el poder absoluto del gobierno con la más sencilla, pero arriesgada, de las desobediencias: leer El origen de las especies. Naturalmente, fue denunciada y detenida por el Jefe Wiggum quien, a pesar de que solo podía hacer cumplir la última ley aprobada, se mostró inusualmente eficaz para conducir a la pequeña al juicio “Lisa Simpson vs. Dios”.

Pero La herencia del viento no trataba sólo de la libertad religiosa o del fin del patrimonio de la iglesia y la comunidad sobre la educación y las costumbres sociales. Lawrence y Lee, al igual que había hecho antes Miller y sus Brujas de Salem, actualizaron el proceso de Tennessee a la caza de brujas macartista. La persecución a la libertad de pensamiento, a la disidencia política. Algo que se plantea de manera repetida en Los Simpson y de la que la propia serie, en forma de lo políticamente correcto, también ha sido víctima. Puede que, por ello, ante la imposibilidad de confiar en el criterio de una comunidad voluble e ignorante, o en unas instituciones corruptas e ineficaces, Lisa opte por una visión más elitista de la política, mucho más idealizada y llena de valores. Algo que nos llena de esperanza, pues tras la Administración Trump llegará, por fin, la Administración Simpson y viviremos una era de esplendor llena de ajustes temporales reembolsables.

* La Butler Act, en desuso en la práctica, estuvo en vigencia hasta 1967, cuando el gobernador de Tennessee la derogó. 

 

Rubén Sánchez Medero es Profesor de ciencia política en la Universidad Carlos III (@RSMedero)

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