Yo Haile Selassie I, emperador
de Etiopía, estoy aquí para reclamar
la justicia que se le debe
a mi pueblo, y la asistencia
prometida hace ocho meses,
cuando cincuenta naciones
declararon que la agresión cometida era una
violación de los tratados internacionales.
No hay antecedentes de que ningún jefe de
Estado haya hablado ante esta Asamblea, pero
tampoco hay precedentes de pueblos que hayan
sido víctimas de tal injusticia y al mismo
tiempo amenazados de abandono ante sus
agresores. Jamás, hasta ahora, se había dado el
caso de un gobierno que procediera al exterminio
de un pueblo utilizando medios bárbaros,
violando las más solemnes promesas hechas a
todos los pueblos de la tierra de no usar contra
seres humanos inocentes los terribles y dañinos
gases tóxicos.
Ha sido para defender al pueblo que está luchando
por su secular independencia que el jefe
del imperio etíope ha venido a Ginebra a
cumplir su deber supremo, después de haber
luchado, él mismo, al frente de sus ejércitos.
Yo le ruego al Dios Todopoderoso que libere
a las naciones de los sufrimientos terribles
que se le han infligido a mi pueblo, de los que
los jefes que hoy me acompañan han sido horrorizados
testigos.
Es mi deber informar a los gobiernos reunidos
en la asamblea de Ginebra, en tanto que
responsables de la vida de millones de hombres,
mujeres y niños, del mortal peligro que
los amenaza, describiéndoles el destino que ha
sufrido Etiopía. El Gobierno italiano no ha
hecho la guerra sólo contra los combatientes:
ha atacado sobre todo poblaciones muy alejadas
del frente, a fin de exterminarlas y aterrorizarlas.
Además, hacia finales de 1935, los aviones
italianos lanzaron sobre mis ejércitos bombas
lacrimógenas. Sus efectos, sin embargo, fueron
limitados porque los soldados aprendieron
a desplegarse esperando que el viento dispersase
rápidamente los gases venenosos. La
aviación italiana recurrió entonces al gas mostaza.
Se lanzaron barriles de líquido sobre grupos
armados. Pero incluso este medio tampoco
fue efectivo; el líquido sólo afectó a unos
pocos soldados y los barriles, abandonados en
el suelo etíope, advertían del peligro a las tropas
y a la población.
Esto sucedía cuando las fuerzas italianas
operaban para cercar a Makalle. Temiendo
una derrota, recurrieron a procedimientos que
yo ahora tengo el deber de denunciar al mundo.
En los aviones fueron instalados pulverizadores
para esparcir una fina y mortal lluvia sobre
vastos territorios. Bandadas de nueve,
quince, dieciocho aparatos se sucedían de manera
que la niebla que manaban formase una
capa continua. Así fue como, desde finales de
enero de 1936, soldados, mujeres, niños, ganado,
ríos, los lagos y los pastos fueron empapados
con esta lluvia mortal, a fin de eliminar sistemáticamente
a toda criatura viviente y para
tener la seguridad de envenenar las aguas y los
campos, el mando italiano hizo pasar sus aviones
una y otra vez. Este fue su principal método
de guerra.
Pero el auténtico refinamiento en la barbarie
consistió en llevar la devastación y el terror
a territorios densamente poblados, a los puntos
más alejados del frente. Su fin no era otro
que el de desencadenar el terror y la muerte
sobre la mayor parte del territorio abisinio. Esta
terrible táctica tuvo éxito. Hombres y animales
sucumbieron. La lluvia letal que emanaba
de los aviones hacía morir a todos aquellos
que alcanzaba, con grandes gritos de dolor.
Aquellos que bebieron aguas envenenadas o
comieron alimentos infectados sucumbieron
con terribles sufrimientos. Las víctimas de los
gases italianos cayeron a miles.
He decidido venir a Ginebra para denunciar
ante el mundo civilizado las torturas infligidas
al pueblo etíope. Nadie más que yo y mis
valientes compañeros de armas podía brindar
una prueba innegable a la Liga de las Naciones.
Las llamadas dirigidas a la Liga por mis
delegados han permanecido sin respuesta. Mis
delegados no han sido testimonios oculares. Este
es el motivo por el que me he decidido a venir
a dar testimonio directo del crimen perpetrado
contra mi pueblo y a poner en guardia a
Europa del destino que le espera si no reacciona
ante estos hechos.
¿Es necesario que le recuerde a la Asamblea
las diversas etapas del drama abisinio? En los
últimos 20 años he dirigido los destinos de mi
pueblo, como Heredero Evidente, Regente del
Imperio, o como Emperador. Hebuscado brindar
a mi pueblo los beneficios de la civilización,
y en particular, establecer buenas relaciones
con las potencias vecinas. En particular,
conseguí cerrar con Italia el tratado de amistad
de 1928, que prohibía bajo ningún pretexto
recurrir a la fuerza de las armas, sustituyéndola
por la conciliación y el arbitraje, procedimientos
sobre los que las naciones civilizadas
han basado su orden internacional.
El 3 de octubre de 1935, las tropas italianas
invadieron mi territorio. Pocas horas más tarde
decreté la movilización general. En mi deseo
de mantener la paz, siguiendo el ejemplo
de una gran nación europea en la víspera de la
gran guerra, hice que mis tropas se retiraran
30 kilómetros para evitar cualquier pretexto
de provocación.
La guerra tuvo lugar en las condiciones atroces
que he expuesto ante esta Asamblea. En la
desigual batalla entre un Gobierno que tiene
más de 42 millones de habitantes, que dispone
de medios financieros, industriales y técnicos
que le permiten producir cantidades ilimitadas
de armas mortales y un pequeño pueblo de
12 millones de almas, sin armas, sin recursos,
que cuenta sólo con la justicia de la propia causa
y de la promesa de la Liga de las Naciones.
¿Realmente cada Estado miembro ha considerado
al agresor como si hubiera cometido
un acto de guerra contra él? ¿Qué se ha hecho
de las promesas que se me hicieron en octubre
de 1935? He notado con dolor, pero sin sorpresa,
que tres grandes potencias han considerado
el pacto de la Liga de las Naciones como algo
que no tiene ningún valor. El Gobierno etíope
nunca esperó que otros gobiernos derramaran
la sangre de sus soldados para defender el pacto
de la Liga de las Naciones cuando sus propios
intereses no han estado amenazados. Los
guerreros etíopes sólo pidieron medios para defenderse.
En muchas ocasiones yo he pedido
ayuda financiera para la compra de armas. Esa
asistencia ha sido constantemente negada.
¿Cuál, entonces, en la práctica, es el significado
del artículo 16 del pacto y de la seguridad
colectiva?
El uso por el Gobierno etíope del ferrocarril
desde Djibuti a Addis Abeba fue considerado
en la práctica un peligroso transporte de armas
por parte de la fuerzas etíopes. En el momento
presente este es el principal, sino el único, modo
de entrada de refuerzos para las fuerzas italianas
de ocupación. Las reglas de la neutralidad
deberían haber prohibido el transporte
destinado a las fuerzas italianas. Pero no ha habido
neutralidad en la medida que el artículo
16 establece la obligación de todo Estado
miembro de la Liga de las Naciones, no de permanecer
neutral, sino de acudir en ayuda de la
víctima de la agresión y no del agresor. ¿Ha sido
el pacto respetado? ¿Éste ha sido respetado
hoy?
Yo había puesto todas mis esperanzas en el
mantenimiento de este compromiso. Afirmo
que la cuestión hoy a examen ante la Asamblea
es mucho más amplia. No se trata sólo de
emitir un juicio sobre el problema de la agresión
italiana, es un problema de seguridad colectiva,
de la propia existencia de la Sociedad
de las Naciones, de la confianza de los estados
en los tratados internacionales, de la promesa
hecha a las pequeñas naciones de que su integridad
e independencia serán respetadas. ¿Se
trata de una elección entre el principio de igualdad
entre los estados o de la imposición a las
pequeñas potencias de vínculos de vasallaje?
En una palabra, es la moralidad internacional
la que está en juego. ¿Acaso las adhesiones a
los tratados internacionales sólo valen cuando
las potencias firmantes tienen intereses personales
directos e inmediatos?
Ningún sofisma puede cambiar la naturaleza
de este problema o modificar los términos
de la discusión. En el momento en que mi pueblo
está amenazado de extinción, cuando el
apoyo de la Liga puede evitar el golpe final, ¿se
me permitirá hablar con toda franqueza, sin
reticencias y directamente como prevé el principio
de igualdad entre los estados miembros
de la Liga?
Aparte del reino del Señor no hay en la tierra
ninguna nación que sea superior a otra. Y
si ocurre que un gobierno fuerte encuentra la
manera de destruir con impunidad a un pueblo
débil, entonces es el momento de que los
pueblos débiles recurran a la Liga de las Naciones
para que dictamine con toda libertad.
Dios y la Historia recordarán su juicio.
He oído afirmar que las insuficientes sanciones
hasta ahora aplicadas no han alcanzado su
objetivo. En ningún momento y circunstancias
unas sanciones deliberadamente insuficientes
e intencionadamente mal aplicadas hubieran
podido parar al agresor. Cuando Etiopía
pedía, como pide ahora, que le fuera concedida
ayuda financiera, ¿se trataba quizá de
una medida imposible de aplicar? ¿Acaso la
ayuda financiera de la Liga de las Naciones no
había sido concedida –en tiempos de paz– justamente
a dos países que en este caso han rechazado
aplicar las sanciones contra el agresor?
Ante las numerosas violaciones por parte
del Gobierno italiano de todos los tratados internacionales
que prohíben el uso de las armas
y de métodos de guerra bárbaros, hoy se ha tomado
la decisión de levantar las sanciones.
¿Qué significa, en la práctica, esta decisión sino
el abandono de Etiopía en manos de su agresor?
En la misma víspera del día que yo estaba
a punto de intentar un esfuerzo supremo en defensa
de mi pueblo ante esta Asamblea. ¿Esta
iniciativa no priva acaso a Etiopía de una de
sus últimas posibilidades de obtener la ayuda
y la garantía de los estados miembros? ¿Es quizá
ésta la pauta que la Liga de la Naciones y
cada uno de los estados miembros deben esperar
de las grandes potencias cuando estas afirman
su derecho y su deber de liderar las acciones
de la Liga? Enfrentados por el agresor frente
a los hechos consumados, ¿van a sentar los
estados el precedente de inclinarse ante la fuerza?
Yo renuevo mi protesta en contra de las violaciones
de los tratados de los que el pueblo
etíope ha sido víctima. Yo declaro ante el mundo
entero que el emperador, el Gobierno y el
pueblo de Etiopía no se inclinarán ante la fuerza;
que ellos mantendrán sus reclamaciones,
que ellos utilizarán todos los medios a su alcance
para asegurar el triunfo de la razón y el respeto
al pacto fundamental de la Liga de las Naciones.
Yo pregunto a las 52 naciones que han prometido
al pueblo etíope ayudarlo en su resistencia
al agresor, ¿qué están dispuestos a hacer
por Etiopía? Y aquellas grandes potencias que
han prometido la garantía de seguridad colectiva
a las pequeñas naciones sobre las que pesa
la amenaza de que algún día puedan sufrir el
destino de Etiopía, yo pregunto, ¿qué medidas
piensan tomar?
Representantes del mundo, yo he venido a
Ginebra a descargar en medio de vosotros el
deber más doloroso de un jefe de Estado. ¿Qué
respuesta debo llevarle de regreso a mi pueblo?
Enviado por Enrique Ibañes