GERARD MIRET
Judith Butler nació en Cleveland (Ohio) hace 56 años. Hija de una familia de origen judeo-húngara y judeo-rusa, su introducción al mundo de la filosofía fue tal y como explica ella misma, «radicalmente desinstitucionalizada, autodidacta y prematura», ya que de pequeña «me escondía en el sótano de mi casa, donde se guardaban los libros universitarios de mi madre…». La forma en que se produce este primer acercamiento al pensamiento filosófico tendrá repercusiones en su obra: la intuición de que la identidad individual se perfila, en gran medida, a través de lo que no somos.
Posteriormente estudió filosofía en la Universidad de Yale y obtuvo una beca Fulbright para estudiar un año en la Universidad de Heidelberg. Allí escribió el libro que la lanzó a la fama, Gender Trouble (1990), que recoge una de las tres grandes ideas que resumen su pensamiento filosófico: el género de la persona no es el resultado causal del sexo con el que se nace. Butler expone que el género y la identidad son “performativos”, es decir, que el género es una construcción cultural. Según la pensadora estadounidense la construcción cultural predominante es la heterosexual que es la que establece el binarismo como la verdad sexual. Pero esta verdad no es resultado del carácter natural de las cosas sino una significación performativa de un discurso estable y primario.
Gender trouble fue un soplo de aire fresco en el pensamiento feminista de inicios de los años noventa y, sin lugar a duda, contribuyó a dar un espacio dentro del debate público al colectivo trans y queer. Se podría decir que, en cierto modo, la obra de Butler permitió visualizar un colectivo de personas que hasta ese momento no tenían voz ni, obviamente, una teoría propuesta teórica de dicho pensamiento con la que defender sus posturas. Butler, que ejerce como profesora en la universidad de Berkeley desde 1993, en su haber el hecho de haber ampliado el discurso feminista y haber conectado con unas sensibilidades que hasta ese momento permanecían fuera de la discusión pública.
Y es que, ante todo, la obra de Butler rompe con los esquemas previos y dilapida las construcciones sociales preestablecidas sobre el género. Es, en resumen, una pensadora que reconfigura las identidades desde su raíz. Esta característica de Butler no es algo anecdótico ni que se circunscriba únicamente a su producción filosófica: es algo que se repite en su construcción identitaria personal. Por ejemplo, a pesar de nacer en una familia de origen judío su crítica a la religión monoteísta es constante a lo largo de su vida e incluso, en 2012, publicó un libro llamado Parting ways Jewishness and the critique of Zionism, en el que se declara heredera de la crítica al sionismo político de Spinoza en Tratado teológico-Político.
Y es justamente aquí, en la deconstrucción del género, donde se produce un primer acercamiento conflictivo entre el movimiento feminista y Judith Butler. Para la filósofa postestructuralista (movimiento filosófico que pone el énfasis en la subjetividad y cómo el individuo crea el mundo que le rodea a partir del significado que le da), el feminismo y los movimientos identitarios han establecido, históricamente, unas categorías de identidad que limitan las opciones culturales. Según Butler, la actual construcción cultural predominante se crea a través de actuaciones sociales repetitivas y obligatorias en función de unas normas sociales que superan el individuo. Así pues, ante la limitación de opciones culturales que ofrece el feminismo, hay que promover la repetición de la multiplicidad del género para, justamente, desplazar las mismas reglas del género que permiten su repetición.
Pero en el caso de Judith Butler no estamos solo hablando de una disociación del cuerpo con la identidad de la persona. Por ello, es interesante comentar las ampliaciones de su pensamiento postestructuralista que realiza en Bodies that matter (1993). En este libro, Butler nos introduce una nueva idea que complementa y amplía su concepto de performatividad: la performatividad no es solo un acto individual, sino el producto del poder reiterativo del discurso. Esta corriente sociológica de que “el nombre hace la cosa” se asocia específicamente al discurso político en Excitable Speech (1997) en el que, por ejemplo, critica las políticas de Estado de censura de manifestaciones de odio en el lenguaje debido a la potencia subversiva que, según Butler, tiene el insulto.
Si bien es cierto que hay que atribuir a la pensadora estadounidense el mérito de dar un espacio en el debate público a un colectivo minoritario, hay que preguntarse hasta qué punto su aportación filosófica al movimiento feminista ha podido desnaturalizar o subvertir la idea que fundamenta el pensamiento feminista en tanto que igualdad entre mujeres y hombres.
La desvinculación identitaria con el sexo pone en entredicho la clasificación binaria hombre-mujer, por lo que la lucha por la igualdad se difumina ante una realidad donde cualquiera puede ser cualquiera y donde el relativismo identitario acaba beneficiando, justamente, a los privilegios naturales de los hombres: si no se puede señalar claramente los privilegios de los hombres, difícilmente se podrán combatir las desigualdades. Esta dificultad por señalar tales diferencias deja en una posición de debilidad al movimiento feminista. De hecho, esta tensión latente entre el feminismo y Butler se puede apreciar en el hecho de que, a pesar de los avances legislativos en varios países en relación con el colectivo queer gracias a la notable influencia de butleriana, la figura de la filósofa de origen judío sigue siendo controvertida en el seno del movimiento feminista.
El hecho de que Butler considere el género como una elección subjetiva y que, además, puede mutar a lo largo del tiempo, pone el género en una coyuntura de individualización que choca o, mejor dicho, encaja de forma antinatural con la propia psique de un movimiento aglutinador y colectivo como es el feminismo. Eliminar la mujer como sujeto de acción política supone una contradicción para la causa feminista: lo que para Butler es una opresión (el género), para el feminismo es su razón de ser.
Si la primera ola, hablando en términos genéricos, luchaba por el sufragio universal y la igualdad legal entre hombres y mujeres y la segunda abogaba la igualdad en el trabajo, la familia y el sexo, la aportación en pro de la diversidad de Butler en la tercera ola peca, a veces, de un nominalismo que ignora la igualdad material. El enfoque excesivamente visceral en la construcción cultural de la persona como el resultado de las cosas que hace, ignorando las causas naturales que también definen el sujeto, lleva a Butler a un reduccionismo culturalista del individuo que acaba por anular las posibilidades de acción y cambio para las mujeres. Esto le ha valido las críticas de otras autoras feministas como Sheyla Benhabib. Hasta cierto punto hay que preguntarse qué sentido la lucha feminista sin una distinción entre hombre y mujer, entendiendo que esta significación es la que permite delimitar y señalar las diferencias entre hombres y mujeres para, luego, combatirlas y erradicarlas.
Butler es, sin ningún tipo de duda, una autora que ha influido notoriamente en el pensamiento filosófico y que ha dado voz a una minoría que permanecía en un segundo plano en la conversación pública. Pero, sobre todo, en el pensamiento filosófico de Butler hay que advertir un elemento de subversión y relativismo del sujeto humano que, quizá, más que combatir las desigualdades de género, las perpetua.
Gerard Miret es Periodista y economista. Consultor decomunicación en ideograma (@GerardMiret).
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