ALBERTO J. GIL IBÁÑEZ
De África proceden los primeros homínidos, Asia y América han contado con civilizaciones relevantes, pero Europa ha aportado al mundo la democracia, la filosofía griega, el Imperio romano con sus calzadas y su organización casi perfecta, grandes obras de arte, la música clásica, las catedrales góticas, el pensamiento metafísico, los derechos humanos, el humanismo cristiano… Un pasado con sus sombras, sin duda, pero donde las luces (incluido el llamado “siglo de las luces”, la Ilustración) predominan. Hoy, sin embargo, pocas personas, y menos intelectuales, ven su futuro con optimismo (para todos ver: Alain Finkielkraut, La Défaite de la pensé, 1987). Cada vez son más las voces que reconocen que Europa se encuentra en un periodo de decadencia, aunque sigamos siendo (¿por cuánto tiempo?) un faro atractivo para otros. La crisis es multicausal. Por de pronto, Europa no ha cumplido con las expectativas de crecimiento y progreso económico y social que prometían el mercado único y el euro. Pero también afecta a la calidad de la convivencia, a la salud mental y social: una sociedad que presume de ser (todavía) el primer mundo, pero donde el consumo de drogas, somníferos y ansiolíticos crece cada día, nuestros jóvenes se inician cada vez antes en el consumo de alcohol y la depresión se ha consolidado como la enfermedad que caracteriza a toda un época. ¿Qué nos está pasando?
Derecha e izquierda parecen compartir el pesimismo, pero no así el diagnóstico de causas y soluciones. Desde la derecha se echa la culpa a la izquierda y desde ésta a la derecha, aunque las dos etiquetas a veces se entremezclen y estén lejos de representar lo de antaño. Según algunos, la mala de la película sería una globalización económica y financiera, el libre flujo de capitales, servicios y mercancías “sin reglas”, que permite a las empresas deslocalizarse buscando mejorar sus beneficios. Esto llevaría a la bajada de salarios generalizada, la desigualdad al interior de cada país, la crisis del Estado de bienestar y al paro. Habría un pensamiento único criticable sí, pero lo representaría el Tratado de Maastricht y el capitalismo salvaje que respalda (Emmanuel Todd, Après la Démocratie, ed. Gallimard, 2008). Para otros, sin embargo, el principal problema sería la globalización de personas, una emigración masiva y el libro flujo de personas “sin reglas” que permite que cualquiera abandone su país buscando una mejora de calidad de vida. Esto estaría llevando a la sustitución de poblaciones, a la discriminación de Europa frente a otras zonas, a la bajada de salarios, a la crisis del Estado de bienestar y a la pérdida de cultura “nacional”. Habría un pensamiento único criticable, sí, pero sería el representado por la multiculturalidad y el buenismo.
No obstante, estos análisis de óptica economicista o demográfica ocultan otras razones, tal vez por evitar la polémica. ¿Por qué fracasa una organización? “¡Es la economía, estúpido!”, clamaba Bill Clinton durante la campaña electoral de 1992. Pero “¿Sólo la economía, estúpidos?”. En otro lugar ya he tratado de demostrar que los aspectos culturales juegan un importante papel que no se está abordando (Alberto J. Gil Ibáñez, “¿Por qué fracasan los países? ¡No es sólo la economía, estúpido!” El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, nº 55, octubre 2015). ¿Qué entendemos por cultura? Pues Edward Burnett Tylor, fundador de la antropología académica, la definía como “un complejo total que incluye dentro de sí el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, las leyes, las costumbres y otras capacidades adquiridas por el hombre como miembro de una sociedad (E. B. Tylor, Primitive Culture, Nueva York, 1924). Nos vale. Ahora volvamos a los diagnósticos de izquierdas y derechas. ¿Qué sería Europa desde un punto de vista cultural? Para los primeros, sería un mosaico de culturas donde ninguna prevalece sobre las demás. Para los segundos, un conjunto de culturas nacionales (o incuso regionales) que como mucho cooperan entre sí. Los dos coinciden en algo: la cultura europea no existe, y la UE ya no es la solución sino parte del problema.
Esta pérdida de la relevancia “europea” encuentra tal vez su origen remoto en la asunción de una culpa colectiva por los errores/horrores de la II Guerra Mundial y del colonialismo. Esta autocrítica, en una primera fase, fue positiva como estímulo para lograr reconstruirse, y renacer con indudable éxito de sus cenizas en torno a una combinación de Estado de bienestar, economía de mercado y defensa de los derechos humanos. Sin embargo, en una segunda fase, esa combinación sería puesta en cuestión. Existen varios motivos para ello (la crisis del petróleo y el agotamiento del impulso económico y de consumo que generara la propia fase de reconstrucción financiada por el Plan Marshall) pero normalmente se oculta otro aspecto: el exceso de expectativas.
Una nueva generación, que no había vivido la guerra, comienza a cuestionar la sociedad que habían creado sus mayores planteando objetivos más ambiciosos: el paraíso ultraterreno es una fantasía pero puede y debe crearse un paraíso aquí en la Tierra. Las conquistas económicas, políticas y sociales que había logrado Europa en los años 50 y 60 se revelan como insuficientes y falsas. Los filósofos de la sospecha (Marx, Nietzsche y Freud) ponen en cuestión tanto el humanismo cristiano como los valores ilustrados. Surge una “contracultura” que apela a una mayor libertad en todos los campos (desde el arte al sexo), llevar la imaginación al poder, la espontaneidad y un mayor pluralismo. Se produce un cambio de paradigma que se concentra bajo la etiqueta de “postmodernidad”.
Sin embargo, el nuevo paraíso prometido nunca llegó y muchos se quedaron por el camino en medio de su búsqueda, enganchados a drogas artificiales. Se lograron algunos objetivos loables (por ejemplo, la igualdad de derechos hombre-mujer o la no discriminación de los homosexuales), pero al mismo tiempo se crearon nuevos problemas. Por ello, con el tiempo el modelo evolucionó y se hizo algo más sofisticado, aparcando/olvidando algunos objetivos y reescribiendo otros. Hoy vivimos una segunda fase de la postmodernidad bajo la tríada: relativismo (en lo moral), multiculturalidad (en lo social) y consumismo especulativo (en lo económico). El relativismo pone en jaque las virtudes clásicas y la multiculturalidad cuestiona la existencia de valores culturales esenciales, mientras el consumismo alocado y la especulación financiera nos llevan a la “sociedad de mercado” (José Luis Sampedro, Cuarteto para un solista), haciéndonos olvidar que otra economía de mercado es (y fue) posible.
Estos tres cambios lo son de fundamento, no meramente formales, aunque la sofisticación del modelo venga paradójicamente de su apuesta, en apariencia neutral y por ello ingenuamente globalizable, por los procedimientos (ética procedimental), mientras se aparcan los valores y principios (ética sustantiva) que daban solidez al anterior sistema. El bien sería el producto del procedimiento participativo, deliberativo o de diálogo, sea cual sea el resultado. Llenos de buenas intenciones, no tenemos claro cómo funciona ese nuevo modelo en la práctica, ni somos capaces de aplicarlo a nivel global, ni nos planteamos sus límites, consecuencias y objetivos a medio y largo plazo. El propio Lyotard, uno de los fundadores intelectuales de la postmodernidad (La condición postmoderna), pronto se percatará de que si cualquier discurso puede ser en principio válido (pluralismo), también lo pueden ser los que aspiren a destruir lo que hemos creado, incluido el nazismo o cualquier otro radicalismo semejante. Basta con que tengan los votos necesarios.
La sociedad resultante se caracterizaría por su permanente flexibilidad y liquidez (Zygmut Bauman), donde hay que dar continuamente brazadas para no ahogarse, sin saber muy bien dónde nos lleva la corriente. El “ser” se ha hecho insoportablemente leve (Milan Kundera) y el mal insufriblemente banal (Hannah Arendt). Hemos matado a Dios, como recomendaba Nietzcshe, pero no hemos conseguido, como él buscaba, mayor libertad y autonomía (“el superhombre”). Ni hemos logrado sustituir a la religión por una ética pública digna de tal nombre.
Tal vez para profundizar en las razones de esta crisis convenga mirar a la Historia, pues aunque tendamos a considerarnos únicos, nada pasa por primera vez y los fenómenos históricos tienden a repetirse, sobre todo si no hemos sacado todas sus consecuencias. En este sentido, el historiador Amiano Marcelino ha defendido que el Imperio romano entró en decadencia por apartarse de las virtudes que lo habían engrandecido: responsabilidad ciudadana (auctoritas), dignidad (dignitas), tenacidad (firmitas), austeridad (frugalitas), laboriosidad (industria), buena educación (comitas) y discreción (prudentia). De hecho, tanto griegos como romanos, en su época de esplendor, tenían claras cuáles eran las virtudes que debería reunir un buen ciudadano y las enseñaban en la escuela, estudiando para ello por ejemplo las vidas ejemplares de sus grandes personajes. En el mundo romano se distinguía entre virtudes personales (a las que todo ciudadano debía aspirar) y virtudes públicas (que permitían funcionar a la sociedad). La decadencia de Grecia y Roma fue una consecuencia, entre otras, de dejar de representar sus virtudes clásicas. No fue mérito de los bárbaros, sino consecuencia de nuestra dejadez y debilidad.
Pues bien, ¿no le está pasando algo parecido a Europa? Como casi siempre ocurre en la Historia, si la actual decadencia de Europa se consolida, no será culpa de ningún adversario o agente externo, venido de fuera, sino de nuestros enemigos internos, los más terribles de todos, porque casi siempre pasan desapercibidos y no estamos preparados para el fuego presuntamente amigo que aparece disfrazado de aturdimiento, frivolidad, despreocupación o sentido de la irresponsabilidad. En un libro reciente, Gilles Lipovetsky (De la ligereza, ed. Anagrama, 2016) ha dicho: “No se trata ya de elevar los espíritus, de inculcar valores superiores, de formar ciudadanos ejemplares, sino de divertir para vender mejor. No se trata ya de una cultura del sentido y del deber, sino de la evasión, del ocio, del derecho a la despreocupación”. Y el historiador anglo-español, F. Fernández-Armesto, (1492: El nacimiento de la modernidad, ed. Debate. 2010) describe nuestro mundo de hoy con estas palabras: “El nuestro es un mundo de pueblos vacilantes que dan puntadas sin demasiado espíritu de mantener una orientación constante, oscilando entre la adicción y el antídoto. Las guerras se alternan con el rechazo a la guerra. Una generación distanciada de sus padres cría a sus hijos para que sean sus amigos. Los periodos de exceso de planificación social y económica se intercalan con épocas de desregulación descabellada. La gente ahíta de permisividad ‘regresa a lo esencial’”. Este diagnóstico sería compartido incluso por parte de la izquierda. Así, para E. Todd (Après la démocratie, 2008) serían cinco las características de la decadencia europea: incoherencia del pensamiento como consecuencia de un vacío ideológico y religioso, mediocridad intelectual relacionada con el anquilosamiento y estancamiento (stagnation) de la educación, agresividad creciente, amor excesivo por el dinero, e inestabilidad afectiva y familiar.
De acuerdo con este diagnóstico, la salida del callejón sin salida que nos conduce al suicidio colectivo (y no sólo de Europa) pasa por abordar un renacimiento cultural, salir del letargo y del diván (que ha venido a sustituir al confesionario) y preguntarse quién es y quién quiere ser Europa. Una sociedad no es una mera yuxtaposición de individuos aturdidos por móviles, pantallas y consolas (la inteligencia humana está siendo sustituida por aparatos “inteligentes” sin los cuales no podemos vivir). Los miembros de cualquier sociedad “dependen unos de otros para su supervivencia y bienestar” (Marvin Harris, Antropología cultural, ed. Alianza, 2005). Por tanto, para que una sociedad exista no basta compartir un territorio, sino también unos valores, unos ideales y unos usos y costumbres que permitan la vida en común de ese colectivo. Una cosa es que toda sociedad moderna deba reconocer la pluralidad y otra que una sociedad dada pueda sobrevivir con culturas o ideologías que funcionan como compartimentos estancos flotando en un mar de valores e ideales contradictorios, inexistentes o ambiguos. Por ejemplo, la tolerancia puede ser un “nuevo” valor, pero de poco nos sirve si no definimos sus límites: es decir, aquello a lo que no estamos dispuestos a tolerar, a lo que tenemos que oponer tolerancia cero.
No existe una sociedad estable que no tenga claro cuál es el interés general que debe preservarse a toda costa, asumiendo que asegurar el interés común requerirá muchas veces de sacrificios individuales. De hecho, el concepto más habitual de virtud cívica, en sentido republicano, es precisamente la capacidad de sacrificar los intereses particulares en aras del interés común (Gordon Wood, The Creation of American Republic 1776-1787, University of North Carolina Press, 1969). Como se ha destacado en la propia literatura comunitarista, la idea clara del bien común puede concebirse fácilmente en comunidades muy integradas, pero si lo que queremos es construir sociedades muy plurales, con distintas concepciones flotando en permanente conflicto (latente o imperfecto) no resuelto, la idea de bien común se convierte en un reto.
Difícilmente encontraremos el bien común de una sociedad si entendemos como valor principal de la misma que “todo” es negociable. La racionalidad comunicativa lo ha invadido todo, especialmente en Europa. La realidad se compondría de un conjunto de relaciones intersubjetivas entre personas que se reconocen como interlocutores válidos para participar en un diálogo veraz y auténtico, lo que sería la clave para alcanzar el progreso en sociedades plurales como las nuestras. Hemos entronizado al diálogo como un instrumento mágico que resuelve todos nuestros problemas cuando ello dista de ser cierto. Si no, no harían falta ni leyes ni jueces. El propio Jürgen Habermas, uno de los promotores de este modelo, cambiaría de postura a partir de su encuentro con Joseph Ratzinger (2004) y el atentado en las Torres Gemelas (2001). Ya no basta una razón meramente instrumental como la comunicativa, la sociedad necesita valores, y el diálogo debe encuadrarse en la búsqueda de una vida mejor, la justicia y la solidaridad. En nuestro país, Félix Ovejero (Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo y republicanismo, ed. Katz, 2008) ha reflexionado también sobre esta paradoja y aunque sigue defendiendo las bondades del proceso deliberativo, reconoce que se requiere que exija virtud cívica y que persiga el interés común y la justicia.
No se puede separar el diálogo como procedimiento de sus contenidos y objetivos. No es lo mismo si el diálogo persigue el mero discernimiento (saber lo que pasa) o el convencimiento. No es lo mismo si persigue defender el derecho del individuo a elegir (y potencialmente crear) su propia cultura o singularidad, o bien el derecho de determinadas colectividades (grupales o territoriales) a imponer una determinada cultura a ciertos individuos. Tampoco es lo mismo si el objetivo del diálogo es integrar o aproximar culturas o permitir que las distintas culturas puedan navegar sin rozarse, ni influir unas sobre las otras. Es más, la convivencia entre culturas no será posible sin compartir unos valores comunes, como el tráfico rodado de coches diferentes en una ciudad no es viable sin semáforos que se ponen de vez en cuando en rojo, normas de tráfico que lo regulan y agentes policiales que nos sancionan cuando nos pasamos.
Europa debe sentarse sobre una mesa y analizar consigo misma qué valores comunes representa y quiere representar, valorando sus luces (que las tiene) y sus sombras (que también). La democracia y los derechos humanos forman parte del modelo, pero no bastan. Debemos concretar qué otras ideas-fuerza forman parte de nuestra esencia, de lo que asegura nuestra ambición de mejora constante y el progreso social y económico. El procedimiento por sí solo no lo puede todo. Necesitamos valorar objetivos y contenidos a corto, medio y largo plazo. Sin saber qué o quiénes somos y qué o quiénes queremos ser difícilmente podremos dialogar con otros, ni mucho menos liderar o servir de referentes globales a nadie. Por el contrario, lo más probable es que poco a poco vayamos difuminándonos y desapareciendo poniendo así en peligro la multiculturalidad entendida en sentido global.
El precio de combatir el eurocentrismo no puede ser el de destruir la cultura europea. Mientras nuestra cultura se debilita, otras se van imponiendo llenando el vacío, como las leyes de la física nos enseñan. Debemos decidir si queremos influir en el nuevo camino o que lo hagan otros, potencialmente con valores contrapuestos a los nuestros. Ahora bien, acordar un tronco común de valores compartidos no quiere decir que estos sean necesariamente unánimes. La democracia se fundamenta precisamente en el juego de mayorías (la UE busca huir como virtud del requisito de unanimidad entre sus estados). La búsqueda del consenso es siempre deseable, pero no siempre resultará posible e incluso cuando lo sea, si el coste es en un alto grado de ambigüedad o circunloquios, sus resultados pueden ser inaplicables, contraproducentes o simplemente conducir al bloqueo sistemático y la parálisis. Thomas Darnstädt analizó el caso concreto del papel que jugaba el consenso en el funcionamiento del Estado federal alemán, llegando a la conclusión de que se había convertido en “una forma carísima de organizar la irresponsabilidad” (La trampa del consenso, ed. Trotta, 2005).
Mientras no consigamos esta carta de presentación sólida en el mundo, cada día jugaremos un papel más irrelevante a nivel global, donde paulatinamente se está imponiendo un marco internacional dominado por tres potencias –China, Estados Unidos y Rusia– encantadas de que Europa quede fuera de juego, instalada en la inane retórica. No podemos seguir actuando como si nada pasara, como si su propia existencia no estuviera en cuestión, como si los movimientos radicales internos de uno y otro signo fueran a desaparecer por arte de magia o aburrimiento. Europa corre un peligro de quedar bien difuminada o diluida dentro de un puzzle lleno de colorido, pero caótico y líquido, o bien sometida a unos intereses nacionales renacidos, pero que aislados seguirán siendo comparsas de los tres grandes. No podemos contentarnos en quedar como mera comparsa, parque temático o balneario universal.
Estamos a tiempo de evitarlo. Para ello deben ponerse todos los medios institucionales, mediáticos, intelectuales y legales a la tarea de la reconstrucción cultural, con sinceridad y coraje. Los ciudadanos/as son accionistas, trabajadores y clientes de una gran empresa llamada Europa. Y las tres cosas lo son al mismo tiempo. Una sociedad donde sus ciudadanos deciden trabajar juntos bajo ciertos ideales y principios comunes, con los que se sienten comprometidos y orgullosos. Si Europa quiere contribuir realmente a la paz mundial y una globalización justa, primero debe encontrar los valores, usos y costumbres que la identifican. Una sociedad no se legitima por estar dispuesta a negociarlo todo, sino precisamente por tener claro aquello que considera innegociable por constituir su esencia. Una sociedad sin líneas rojas no lleva a la convivencia armónica espontánea sino al caos y a nuevos conflictos. Europa debe superar discursos líquidos (o ingenuos) sobre un mundo ideal que no existe en la práctica y recuperar el ingenio que le permita, una vez más, reinventarse a sí misma provocando un nuevo renacimiento cultural, sólido, que no se limite a lo tecnológico, sino que abarque al arte, la filosofía, la moral y la ética. La vida es cambio, pero también permanencia. Lo nuevo no es bueno por ser nuevo, sino porque puede mejorar lo anterior. Busquemos un nuevo equilibro capaz de sentar las bases sólidas de un renacimiento cultural que permita subir la autoestima colectiva de una Europa hoy perdida. El resto del mundo también saldría beneficiado.
Alberto J. Gil Ibáñez es doctor en Derecho Europeo y en Ciencia de las Religiones y miembro del Grupo de Reflexión del IEUE de la Universidad San Pablo-CEU
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