HENRY P. ORTEGA
Buscar las palabras “carteles latinoamericanos” en Google, con tilde o sin ella, arroja centenares de resultados sobre organizaciones criminales. Se requiere usar la palabra “póster” para dar con el equivalente a los clásicos carteles estadounidenses y soviéticos que llegan tan frescos a la memoria de la gente y de internet. Los colores, las ideas de progreso y la pertenencia a un grupo social manifiestas en un cartel, son auténticas piezas de comunicación y un claro ejemplo del arte gráfico como expresión política.
En los últimos años, el arte gráfico latinoamericano ha hecho uso del cartel y demás piezas con propósitos de identidad regional. Como expresión artística, llama la atención las similitudes estéticas que dan cuerpo a esta corriente, basta un vistazo para intuir sus pretensiones; pero son por lo menos tres elementos en los que quisiera centrarme: su procedencia, las subjetividades y colectividades que representan y la noción de Latinoamérica que proponen.
Para empezar, la carga representacional de este arte es político. Quien busque su procedencia en la división binaria del espectro encontrará sus expresiones, por su intención transformadora, como símbolos de izquierda –o “izquierdas”, plural en que acierta la jerga española–, sin que por ello se agote en este espectro, ni solucione los debates y diferencias entre sus sectores. Pero lo central en su origen es lo opuesto a los dos referentes de carteles políticos, inscritos ya en la cultura pop del siglo XX, y con una clara intención propagandística: el estadounidense y el soviético. En estricto sentido, aquí también estamos antes un arte gráfico que es propaganda política, pero a diferencia del I want you del Tío Sam o los obreros soviéticos –también presentes en varios círculos de izquierda en la región–, el póster latinoamericano no emana del Estado con intención de adoctrinamiento; por el contrario, surge para responder ante este –incluso con gobiernos más o menos progresistas– y con una pretensión movilizadora.
En los carteles se hace tangible la crítica latinoamericana al marxismo que ve en el obrero el único sujeto transformador de nuestros tiempos. En su extensión, van no solo hasta el campesinado, sino además a múltiples intersecciones en las que aparecen las comunidades indígenas y negras, la mujer, las diversidades sexuales y de género y la naturaleza, esta última también como sujeta política en sí misma. Las múltiples representaciones responden a multiplicidad de matrices de violencia.
De entrada, la muestra misma de estos sujetos y sujetas históricas, así como la manera en que les grafican, encaran disputas. Las tensiones representacionales hacen que el cartel como pieza artística no sea sólo la promoción de intenciones políticas y sociales externas a los sujetos y sujetas representadas. Por ejemplo, es bien sabida la tensión representacional del campesinado como sujeto político, social y económico propio, o como empresariado del campo; lo mismo con las comunidades indígenas, como pueblos dignos y ancestrales o revoltosos subdesarrollados; si quien protesta es un ciudadano ejerciendo un derecho, o alguien que merece la represión policial. Incluso, en el abanico de apuestas feministas se representa la maternidad como posibilidad y no como una imposición, recreando nuevas maneras de ejercerla.
Entre tanto, surgen íconos populares que poco a poco se alejan en enaltecer figuras mesiánicas como única posibilidad de adscripción a un proceso político o una pertenencia social. No dejan de aparecer las figuras pop del Ché Guevera, Allende, Frida Kahlo o el mismísimo Pablo Escobar, pero, por ejemplo, en las cada vez más frecuentes gráficas de zapatistas se priorizan más el simbolismo del pasamontañas en una zapatista, una cualquiera que encarna un todo, antes que al subcomandante Marcos. Y así, las protagonistas son otras personas anónimas: indígenas, mujeres, estudiantes, campesinos y campesinas.
Estas representaciones sugieren una búsqueda por lo local que no abandona la pretensión de hermanar procesos sociales en un todo denominado Latinoamérica. Desde este arte gráfico, una de sus más inquietantes posibilidades es la de recrear la realidad que representa. En ella lo “latinoamericano”, como toda identidad política y social, no existe per se, no es inmanente, pero se construye. Por tanto, aunque adolezca de inexistencia natural no se encuentra desprovista de realidades tangibles.
Además, la construcción de identidad desde el póster no solo apunta hacia el futuro. Los carteles también nos ponen de manifiesto la necesidad de reevaluar las interpretaciones sobre lo sucedido. Sin optar por propuestas ahistóricas de un borrón y cuenta nueva como algo posible o deseable, ponen sobre la mesa la importancia de tumbar la estatua del conquistador. Entre retos hacia adelante y hacia atrás, como toda propuesta del deber ser, aún tiene que librar la batalla de hacer frente a una realidad diferente a la deseada. Quizá por esto mismo no sólo dota de sentido lo latinoamericano, sino que marca un referente de acción que se traduce en la política, la movilización social y las acciones cotidianas al tiempo que emanan de ella. Propone un referente de sociedad, al tiempo que expresa el trabajo ya emprendido por múltiples movimientos en múltiples lugares.
Todo esto se traduce fácilmente en prácticas cotidianas cuya diversidad no sólo se declaran como resistencias sino, ante todo, como reexistencias. Una buena parte de la apuesta latinoamericanista, quizá la más radical, y presente en esos otros tantos carteles que muestran cosas en apariencia cotidianas y simples –un abrazo, un continente de cabeza, una tubérculo entre la tierra– encuentran que el vivir de otra manera, ese vivir, hecho posible que no surge de la nada, es también un acto político.
Muchos son los artistas que las hacen posibles, sobre todo digitalmente. Pero no está sola, le acompañan otras artes gráficas como el collage, las serigrafías y el grafiti, y músicas en una nueva ola que parece retomar el folklorismo de cantantes como Mercedes Sosa, cantando ahora en compañía del ukulele.
La computadora releva los talleres, pero otorga una inmediatez con efectos concretos. Además de la difusión masiva, la posibilidad de hacer piezas gráficas más circunstanciales sin que pierdan por esto la unidad estética y temática. Así, por ejemplo, justo en estos días un acontecimiento como la Minga indígena en Colombia es representado para luchar contra la estigmatización, esa respuesta reaccionaria que desnuda los esquemas coloniales con los que aún opera el país bajo sus preceptos de “raza”. Tensiones mientras aún se celebra la “hispanidad”, ante ningún “descubrimiento” por ser celebrado.
Las redes sociales se convierten en complemento –o sustituto– de las paredes, en formas de activismo y pertenencia que también sacan el póster de la habitación y lo ponen como carta de presentación de las causas a las que se circunscribe la persona y una región variopinta.
Henry P. Ortega es Politólogo por la Universidad Javeriana. Investigador de CINEP (@heyeorpa)
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