ESTEFANÍA MOLINA
A menudo los asuntos domésticos de un Estado trascienden más allá de sus fronteras; las elecciones celebradas en Moldavia el pasado 30 de noviembre son un buen ejemplo para ilustrarlo. Con Bruselas en un extremo y Moscú en el otro, el peso de la geopolítica ha dictaminado que sea el frente proeuropeo –formado por los partidos Liberal-Democrático, Liberal, y Democrático– quien se corone con el laurel gobernante. Un resultado que coloca a los moldavos en la senda de estrechar relaciones con la Unión Europea, pero que tensa viejos conflictos regionales.
Con un PIB inferior a los 5000 dólares per cápita, Moldavia es uno de los países más pobres de Europa. La caída de la Unión Soviética dejó tras de si una economía agrícola y poco modernizada que ha logrado un rápido desarrollo –con una media del 6% del PIB anual– soportado en buena parte por las remesas de capital extranjero, que ascienden a un tercio del producto interior, en su mayoría, proveniente de Rusia. Allí vive buena parte de la diáspora moldava, que supone el 60% de esas divisas, y donde la pequeña ex república soviética destina la cuarta parte de sus exportaciones –vino, cereales, carne – a cambio de la compra de gas ruso.
De la dependencia económica viene la necesidad de pudientes aliados. La Unión Europea (UE) es el otro gigante en las balanzas moldavas –con un 45’4% de su volumen comercial externo–. Una tendencia que se prevé al alza tras la firma el pasado año del Acuerdo de Asociación, cuyo objetivo es el establecimiento de una zona de libre comercio entre la UE y Moldavia, Georgia y Ucrania. El conflicto geopolítico vivido en este último país y las fricciones con Europa hicieron que Vladimir Putin interpretase el gesto de forma hostil, suspendiendo la importación de carne moldava –que suponía 17 millones de dólares anuales–. Incluso rompió el acuerdo de aranceles cero que durante años había beneficiado económicamente a las tres ex repúblicas soviéticas.
La encrucijada
La UE o Rusia: parece excluyente mantener ambos socios comerciales, por lo que campaña electoral moldava giró entorno hacia dónde orientar el desarrollo económico (y político) a largo plazo. Las principales formaciones se polarizaron, y la discordia estalló tres días antes de los comicios: el Partido Patria del empresario Renato Usatii –a quien los sondeos daban una intención de voto entre el 9 y el 12%– fue ilegalizado por presunta financiación ilegal. Ciertas voces interpretaron el gesto como un debilitamiento del frente prorruso, por lo que hubo temor a movilizaciones de protesta como las ocurridas en 2009 –cuando algunos sectores sociales se negaron a aceptar el triunfo del Partido de los Comunistas de la República de Moldavia (PCRM)–. Sin embargo, el país se mantuvo en calma.
La propuesta de una Unión Aduanera liderada por el Kremlin –leitmotiv de campaña del recién formado Partido de los Socialistas (PSRM) de Igor Dodón– fue –por muy poco- el más votado en las elecciones, con un porcentaje del 20’5% de los sufragios. Sus históricos compañeros de partido, los Comunistas –al frente del Ejecutivo durante el período 2001-2009 –cayeron a un tercer puesto, contra pronóstico, y perjudicados por la escisión del ala socialista. Sumados, ambos partidos acumularon el 38% de los votos, localizados al norte y sureste del país –donde viven las principales minorías, que conforman la cuarta parte la población: ucraniana y rusa principalmente, pero con presencia de la turca en la región de Gagauzia–.
Por su parte, el frente europeo se impuso con un escaso margen del 45% de los sufragios: 20,2%, 15’8% y 9’7% para el Partido Liberal-Democrático, el Democrático y el Liberal, respectivamente. Un resultado que permite a la coalición renovar mandato, gracias a obtener 55 de los 101 escaños que configuran el Parlamento. La participación fue del 56%, una cifra llamativamente baja; la más baja tras casi 25 años de historia democrática de la República. Este hecho fue atribuido por la cancillería rusa a la insuficiencia de colegios electorales en Moscú: cinco sedes para los 200.000 moldavos residentes en la ciudad. Ante este escenario, la institución insinuó una voluntad encubierta de debilitar el voto hacia el PCRM y el PSRM, por quienes habrían optado en su mayoría la diáspora de ciudadanos allí emigrados.
Tensiones regionales
Entre los abstencionistas se contabilizan los 200.000 ciudadanos moldavos de la región de Transnístria/Transdniéster, quienes no participaron debido a la voluntad de mantener su independencia frente a los asuntos del gobierno moldavo –sufragios que habrían beneficiado al bloque prorruso–. Desde que en 1992 se independizase de facto por la fuerza de las armas –al negarse a aceptar la tendencia prorrumana que tomó Moldavia tras separarse de la URSS–, esta provincia al este del país ha gobernado con instituciones propias: Constitución, parlamento, gobierno, bandera y moneda. Su capacidad industrial y el apoyo brindado por el Kremlin, quien le ha proporcionado gas a bajo precio, ha permitido a la región sobrevivir sin reconocimiento internacional durante más de dos décadas.
Pero los 87 quilómetros –distancia que separa sendas capitales, Tiráspol y Chisináu– se han convertido en una distancia casi insalvable tras los resultados de las elecciones del pasado noviembre. Transdniéster no ve con buenos ojos el estrechamiento de relaciones entre Moldavia y la UE; rechazo que se agravaría en caso de una posible integración política en la esfera comunitaria. Precisamente, el referéndum llevado a cabo en 2006 rebeló que el 98% de los ciudadanos de la región es partidario de anexionarse a Rusia. Un clamor que Moscú está dispuesto a satisfacer mediante la asignación de un estatus especial, con posterior anexión. Pero esta provincia no es la única que repudia a Chisináu. La Unidad Territorial Autónoma de Gagauzia también manifestó su voluntad cuasi unánime de dejar Moldavia y unirse a la Unión Aduanera rusa –con casi el 98% de votos afirmativos obtenidos en simbólico referéndum celebrado en febrero del 2014–.
Con un framing geoestratégico de tal magnitud, estos comicios moldavos serán decisorios para el futuro del país, que se ha propuesto trabajar duro para alcanzar estándares económicos que faciliten una deseada, aunque incierta, adhesión a la UE. Por su parte, Rusia ve una excelente oportunidad de rentabilizar el malestar geopolítico de gagauzos y transnístrios, a través del establecimiento de un sistema de radares en esta última región –ideal para combatir el actual escudo antimisiles de la OTAN en Europa–. Pero antes, tal vez cabría reflexionar sobre si unos resultados electorales tan ajustados entre ambos frentes, y con implicaciones políticas tan profundas, no hacen sino peligrar la paz social en el seno de un país flanqueado por dos esferas de influencia tan poderosas que rivalizan entre ellas de forma persistente.
Estefanía Molina es politóloga y periodista por la Universitat Pompeu Fabra
Publicado en Beerderberg
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