Europa, cariño, lo nuestro no funciona

ALEXANDRA VALLUGERA

Cuando Monnet y Schuman idearon la CECA, y Gasperi se añadió al proyecto se puso la primera piedra de lo que hoy es la Unión Europea.

De una Comunidad Europea del Carbón y el Acero, nacida en 1951, entre países que se habían matado durante años a un ente supranacional pero no federal ni confederal, sino todo lo contrario.

De la integración del mercado de recursos básicos como el carbón y el acero para evitar una guerra (no se ataca a los aliados económicos) a través del intercambio comercial a un gigante económico pero un enano político. Y, ya puestos, un gusano militar.

A la CECA le siguieron la CEE (Comunidad Económica Europea) y la CEEA, conocida popularmente como Euratom. Con el Tratado de Roma, de 1957, se considera que nacen las Comunidades Europeas, un bebé monísimo con un futuro brillante que se ha convertido en un adulto panzudo, holgazán y mediocre. A sus 60 años, la UE luce vieja, artrítica, pedante, autoritaria y sobrecargada de vicios y regulaciones.

Los valores básicos de la Unión Europea, según la web del Parlamento Europeo, son el respeto por la dignidad humana y los derechos humanos, libertad, democracia, igualdad e imperio de la ley. Las actuaciones, políticas, regulaciones, decisiones y acciones de la Unión Europea deberían ir orientadas a estos fines, buenos en sí mismos.

Los tratados de Maastrich primero y el de Lisboa después consignan como objetivos de la UE: promover el progreso económico y social, un desarrollo equilibrado con un alto nivel de empleo; el establecimiento de una unión económica con una moneda única; afirmar la identidad europea con una política exterior y de seguridad común; crear una ciudadanía de la UE para reforzar los derechos de los ciudadanos de los Estados miembros; mantener y desarrollar la Unión como un espacio de libertad, seguridad y justicia, garantizando la libre circulación de personas y mantener íntegramente el acervo comunitario, es decir, las normas básicas y fundamentales que hacen que la Unión sea lo que es cuando se negocia con países terceros que quieren incorporarse.

Hay quien podría argumentar que los valores básicos, los core values, están reñidos por fuerza con los objetivos de la Unión. ¿Cómo se combina el respeto por la dignidad humana y la igualdad cuando hay países que ya forman parte de la Unión que lo de los derechos humanos lo consideran una declaración de intenciones, saltándose así el acervo comunitario, básico para poder formar parte de la UE? No hay que ir muy lejos para verlo: hemos asistido a la peor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial y la Unión Europea no ha estado a la altura. No sólo ha optado por reforzar la seguridad costera para evitar la llegada de seres humanos desesperados al territorio de la UE, sino que además, con los que ya habían llegado y a los que no ha podido deportar, no ha sido capaz de hacer cumplir a los Estados miembros con sus compromisos de acogida. Hungría, Polonia y la República Checa se han negado a acoger a nadie; el resto están muy por debajo de los compromisos que asumieron.

¿Pero qué es la UE? Y aquí radica la cuestión principal.

La Unión Europea actualmente es un monstruo burocrático, con instituciones que controlan todos los ámbitos de la vida de sus ciudadanos desde Bruselas, sin que éstos, a su vez, sean conscientes de su importancia y peso en sus vidas pequeñas y locales. Pero además, no es una unión de ciudadanos o pueblos o voluntades. Es una unión de Estados que aunque nominalmente ceden parte de su soberanía para el gobierno común de la Unión, en realidad simplemente envían a sus representantes a los diferentes órganos comunitarios para seguir luchando por su trozo del pastel.

La Comisión Europea, que debería ser el gobierno de la Unión, está formada por tantos comisarios como Estados miembros hay en la Unión. En estos momentos, 28 comisarios, que se supone que tienen como cometido dirigir desde sus direcciones generales las políticas de la UE.

Pero es que la representación territorial de los Estados miembros, y de sus intereses particulares, claro está, ya está establecida en otro órgano, el Consejo Europeo. El Consejo Europeo es donde deben reunirse los jefes de Estado y de gobierno, más el presidente del Consejo Europeo, más el presidente de la Comisión Europea.  Entonces, ¿para qué la Comisión también tiene representación de todos y cada uno de los Estados miembros? Claro, por el veto. Porque hay decisiones que han de ser unánimes y claro está, los intereses de los Estados pasan por encima de los intereses de la Unión.

Y nos queda, como gran institución también, el Parlamento Europeo, con funciones que con el tiempo se han ido ampliando. De controlar una parte del presupuesto, a poder, actualmente, escoger al presidente de la Comisión Europea. Un paso adelante para que la Comisión sea un gobierno de la Unión, pero ¿de qué sirve, si en realidad luego colocan un comisario por Estado? ¿Por qué votar a unos miembros del Parlamento que no sabes de qué sirve, ni qué van a hacer? ¿Y que cuando discuten un tema básico para el 50 % de la población de la UE, como son las agresiones sexuales a mujeres, ni tan siquiera van al Parlamento?.

La Unión Europea se ha convertido en un mastodonte burocrático del que no apetece enamorarse, aunque podría ser de lo más seductora y apetecible con unos cuantos retoques. Esto sí, retoques de profundidad.

Habría que desmontar toda la Unión Europea y empezar de nuevo. No se pueden reformar estructuras que están blindadas, precisamente, para no cambiar. Como en El gatopardo de Lampedusa, en la Unión Europea cambia todo para que nada cambie. Se acepta que el Parlamento escoja el Presidente de la Comisión para darle un barniz de democracia al ente ejecutivo de la Unión, pero no se elige el líder de un grupo parlamentario con un programa, sino a un individuo a quien no le van a dejar elegir su propio gabinete.

Habría que reempezar de nuevo, con un Parlamento con partidos o agrupaciones de electores transnacionales; que se pudiera votar por el partido verde, el partido liberal, el socialista o el conservador, por los partidos independentistas o regionalistas; por políticas comunes a todos los ciudadanos de la Unión. Y que el partido más votado pudiera implementar sus políticas presentadas a la ciudadanía. Un socialista sueco tiene más en común con un socialista portugués que con un conservador de su país, en muchos casos.

Habría que empezar de nuevo, con países que no se pasaran los derechos humanos por detrás de las orejas y para los que las políticas prácticamente fascistas fueran una expulsión directa, con tarjeta roja inmediata.

Habría que empezar de nuevo con un gobierno para los ciudadanos y no para los gobiernos de los Estados miembros.

Habría que empezar de nuevo con todos los nuevos estados y países que van a nacer a lo largo del siglo XXI en el seno de la Unión Europea. Porque siguen siendo estados multinacionales, aunque los estados lo nieguen. Hay tensiones nacionales en España, en Francia, en Italia, en Alemania, en Bélgica. En todos los Estados grandes y con peso sobredimensionado en la Unión.

Habría que empezar de nuevo sin pactar con países terceros que asuman las obligaciones morales a cambio de dinero.

Habría que empezar de nuevo basándonos en los core values y no tanto en los tratados que, además, ni tan siquiera son ratificados por los ciudadanos de los Estados miembros, no sea caso que descubran que la Unión Europea simplemente es una administración más, y, además, de las caras de mantener.

Alexandra Vallugera es politóloga y consultora de comunicación (@alexvallbal)

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