GUILLEM VIDAL
Una ola de challenger parties recorre Europa. En las últimas décadas, partidos populistas de extrema derecha han entrado en los parlamentos de países como Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Francia, Holanda, y Suiza, entre otros. Algunos de ellos, como el Freiheitliche Partei Österreich (FPÖ), la Lijst Pim Fortuny (LPF) o el Schweizerische Volkspartei (SVP), incluso han asumido funciones de gobierno en los últimos años. Aunque lejos de constituir un fenómeno nuevo, estos partidos han recibido gran apoyo desde el estallido de la crisis económica agitando un discurso nacionalista y anti-inmigración para ganarse a los “perdedores de la globalización”.
En el sur de Europa, los nuevos partidos se sitúan -con alguna excepción- a la izquierda del espectro político. Tanto Syriza en Grecia como Podemos en España y el Movimento 5 Stelle en Italia, abogan por poner fin a las políticas de austeridad y por restablecer la “volunté générale” ante unas instituciones que, según dicen, han sido “secuestradas por la élite corrupta”. ¿Pero a qué transformaciones responden estos nuevos partidos y en qué se diferencian del resto de partidos tradicionales?
Si nos ceñimos a las felicitaciones a Syriza por parte de Marie le Pen, líder del partido xenófobo francés Front National, o a los halagos recibidos por parte de Nigel Farage, líder de su homólogo británico UKIP, estas dos familias de partidos pueden parecer poco antagónicas: ¿acaso se tocan los extremos? Si además nos atenemos a la alianza entre la izquierda radical griega y un partido nacionalista de derechas como ANEL para formar gobierno, o a sus polémicos acercamientos con Rusia, es tentador concluir que Europa se está reconfigurando en torno a un eje soberanista-populista en que el nacionalismo prevalece por encima de la tradicional división izquierda-derecha o incluso de las nuevas divisiones entre Norte y Sur. Sin embargo, al tratar de abarcar ambos tipos de formaciones bajo un mismo fenómeno, se corre el riesgo de subestimar la complejidad del panorama europeo.
A lo largo de la Gran Recesión se puso de manifiesto que el “consenso permisivo” que sentaba las bases del proceso de integración de la UE —es decir, la participación voluntaria sin costosos compromisos— se estaba convirtiendo en un “disenso restrictivo”, en que competencias nacionales quedaban remitidas a unas instituciones supranacionales no representativas de naturaleza tecnocrática.
La “impotencia democrática” se vería plasmada en la casi nula diferenciación de recetas que los gobiernos ofrecieron durante la crisis, independientemente de su color. Los gobiernos se vieron forzados a actuar “responsablemente” incluso a costa de incumplir sus programas y/o implementar políticas contrarias a su ideología.
Paralelamente, Europa se configuraba en base a una nueva división entre Norte y Sur. Los desajustes económicos entre países deudores y acreedores agravados por las deficiencias del diseño institucional de la Eurozona generaron una nueva narrativa centro-periferia que hoy queda ejemplificada por las tensas negociaciones entre Grecia y Alemania.
En un contexto de importante retroceso económico y social en que los políticos deben rendir cuentas a los ciudadanos, no es sorprendente que la cuestión de la soberanía pasase a primera línea política.
El caldo de cultivo para la politización del conflicto europeo quedaba servido, pero no de manera uniforme. Si nos centramos en la ideología de los nuevos partidos, observamos que, por un lado, la derecha populista rechaza la UE como constructo político. Es decir, rechaza la polity europea. El discurso de estos partidos se ciñe a un argumento cultural en clave nacionalista y proteccionista para el que el proyecto europeo supone una carga innecesaria.
Este tipo de euroescepticismo no se corresponde con el de los partidos populistas de izquierdas. Éstos aceptan la polity pero rechazan la policy, es decir, rechazan la política económica que las instituciones europeas han adoptado como respuesta a la crisis, pero no el experimento europeo. Aunque en las filas de estos partidos también encontremos alas más radicales que abogan por abandonar la UE sin contemplaciones, el votante medio de estos partidos se considera más pro-Europa que la media.
La diferencia entre polity y policy, sin embargo, no es tan clara en la práctica como en la teoría. A pesar de las voces críticas con las políticas de austeridad, la oposición política a nivel europeo ha sido marginal, cuando no explícitamente marginada, como es el caso del ministro de finanzas griego en el parlamento europeo.
Es por ello que la alianza de un partido como Syriza con un partido como ANEL para formar gobierno es comprensible. Aunque estos dos partidos se diferencian considerablemente en temas de ámbito cultural -matrimonio homosexual, aborto, religión, etc.-, están de acuerdo en el rechazo a la política económica promovida por las instituciones europeas, lo cual les permite pactar en un ambiguo rechazo a la UE. Un análisis similar se podría hacer de los acercamientos a Putin o al presidente Egipcio Abdel Fattah al-Sisi, aunque en este caso las contradicciones son mayores, sobre todo en el ámbito de los derechos humanos.
Si bien la explicación del auge de los partidos populistas de derecha en el Norte de Europa se halla en una respuesta proteccionista a la globalización que se canaliza con el rechazo a la inmigración y el proyecto europeo en términos culturales, difícilmente el mismo diagnóstico sirve para explicar los nuevos partidos en el Sur de Europa.
En este último caso, los nuevos partidos responden a una crisis económica y política, tanto a nivel europeo -nuevos ganadores/perdedores del proceso de integración europeo- como a nivel doméstico -escándalos de corrupción-.
Aunque estos nuevos partidos comparten ciertas ambiciones respecto a la recuperación de la soberanía nacional, no debe confundirse el rechazo a la legitimidad del sistema con la oposición a sus políticas.
Tampoco cabe olvidar que si bien algunos partidos de extrema derecha populista han halagado a los partidos populistas de izquierda, no hemos visto halagos recíprocos, ya que las agendas son muy distintas.
Posiblemente, en esa importante distinción residan las posibilidades de supervivencia del proyecto europeo.
Guillem Vidal es investigador de doctorado en el Departamento de Ciencias Políticas y Sociales en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. @guillemvidal_
Publicado en Beerderberg
Descargar en pdf
Ver el resto de artículos del número 4
Fuente de la imagen: We are social