En memoria de Jorge Lozano y los 11-S

JUAN FERNÁNDEZ

Recuerdo poco interés en la mayoría de las clases de la universidad, más en el pincho de tortilla del descanso y el fantaseo del furtivismo sexual entre los recovecos de la facultad. En septiembre del 2013, los de la promoción en periodismo recibimos la primera sesión de Jorge Lozano, quien se estrenó con aires de recochineo y desprecio hacia Dan Brown y Andy Warhol. La mayoría de los alumnos ya sabíamos que era uno de esos profesores cuyas anécdotas se habían consolidado como leyendas y circulaban por la facultad de generación en generación. Pero poco tuvo que hacer Lozano para fascinarnos a un reducido séquito de alumnos.

Previo a una de esas numerosas huelgas de estudiantes en la Complutense, un chico interrumpió una de las primeras clases del curso al entrar en el aula y pedir que la huelga fuera secundada durante la siguiente semana. Lozano y aquel tipo se enzarzaron en una encendida discusión que finalizó con su característica sonrisa socarrona bajo nariz colorada: “No seré yo quien les diga que no hagan huelga. Pero ¿por qué no lo hacen al revés? ¡Enciérrense en la biblioteca y pidan un mayor horario de apertura! Pidan más recursos, más libros, más herramientas de estudio en lugar de obligar a los alumnos a no asistir a las clases… ¡Es absurdo!”. Cuando el muchacho se marchó de un portazo, Jorge dijo algo así como: “Sí, sí…  es que este chico es de esa gente vulgar, que va en el coche con la ventanilla bajada y la música a toda leche. Así (clack-clack), mascando el chicle con la boca abierta. Cosa curiosa y horripilante”. Me descojoné y sentí identificado con el chico a partes iguales.

Al mes nos impartió una clase magistral sobre Wikileaks y la destrucción de las torres gemelas, el simbolismo de las revelaciones de Assange mediante los cables de Afganistán y el inicio de la era de la vigilancia. En unas semanas ya me había venido arriba gastándome unas cuantas perras en libros de semiótica. Empecinado en tratar de entender un mínimo algunas lecturas soporíferas, como ‘Los límites de la interpretación’ de Umberto Eco, libro tedioso y abandonado en la estantería, igual que la mayoría de aquel lote.

Durante otra clase, no recuerdo exactamente qué ejercicio fue el que nos pidió realizar, pero sé que Rayco González -acólito de Jorge- asistió ese día al aula. Y para mayor inyección de ego, tan solo destacó un texto de entre todos los alumnos: el mío. “¿De quién es esto?… Juan, salga a leerlo a la pizarra por favor”. Y yo, todo pecho, vine a leer algo que no se de dónde saqué, sobre la creciente incapacidad del hombre occidental de tolerar grandes dosis de realidad. Creí que destacaba y Jorge se había fijado en mí.

A punto de finalizar las clases con él, me presento de improvisto en su despacho con un pormenorizado análisis de su obra ‘Persuasión’, con el libro lleno de colorinchis, pegatinas y anotaciones, quizás tratando de impresionarle. Después de exponerle una reseña crítica al libro me dice que oiga, que quien soy… La verdad es que no recuerdo qué pasó después, tan solo que pasó tres cojones de mí.

Jorge, ahora le hablo a usted. Que sepa que ahora ya no le guardo rencor, pero me debe una. Me gustaría conocer su opinión sobre algunas cuestiones, ahora que vuelven a coincidir la Diada y el 11-S, ahora que la jauría tuitera se conforma con la burda comparación entre la escapada de Saigón del imperio y la evacuación de la embajada de Kabul. Profesor, ¿qué símbolo confrontó al independentismo catalán en 2017? ¿No fue solo la agitación de la bandera de España? Ah, y un poco de color blanco que rodeó Cibeles. La bandera de España, a vueltas con ella por los siglos de los siglos, con una capacidad integradora mucho menor que el crespón amarillo y las demócratas proclamas irrebatibles.

Qué le voy a contar, Jorge.

Echo de menos una exaltación de las emociones más artística y elaborada. El meme y el GIF me aborrecen sobremanera. El delicioso fotomontaje político de Renau, el futurismo, y las expresiones artísticas del protofascismo italiano mediante la arquitectura y la pintura de Carlo Carrá, Umberto Boccioni o Luigi Russolo. Nada queda de aquello en la comunicación política de hoy.

Por más que se empeñen los gurús de la comunicación política, al entronizar lo digital y audiovisual, ¿no cree que el simbolismo material prevalece por su alta capacidad de atención y reacción en los receptores del mensaje? No digamos ya en la estimulación del hipocampo y la retención de la emoción a través de la memoria. La transformación de la información digital en símbolo tiene un obstáculo insalvable: su rápida caducidad en el contexto actual de saturación de consumo de información visual. Así pues, el independentismo fue capaz durante algunos años de condensar, a través del color amarillo y el crespón, una ingente cantidad de información de forma efectiva.

Nada es baladí como bien sabe. Y así el crespón amarillo es el único que figura como emoji, la colección digital de expresiones. Lo cual permite una gran capacidad de réplica con un bajísimo coste a nivel económico. En la Diada del 2018 -y los políticos ya en prisión- el negocio estaba más que consolidado. Con la producción textil, de plásticos y pintura amarilla funcionando a todo trapo, el independentismo fue capaz de impulsar el automatismo y los mayores ejercicios de imbecilidad. Personas dedicando ingentes cantidades de tiempo en clavar un palo con una esponja en su punta y tinta amarilla por las calles de las grandes ciudades de Cataluña. Un guirigay paisajístico empañando la belleza y enalteciendo la sangre. Y entretanto ¿qué símbolo material ha edificado España para integrar a sus ciudadanos? ¿Ve usted que se esté haciendo algo en este sentido?

En fin, algo tiene el verano que va más allá del bienestar vacacional. Los días se ensanchan y se hacen más espaciosos. Mas, para quienes vamos y venimos de la ciudad saboreando diariamente el desahogo simbólico, el reposo visual del apolitizado e inmercantilizado paisaje urbano de gran parte de la España rural. Exento de tanta reivindicación política e incitación al consumo. Es en ese espacio de sosiego donde es placentero el recuerdo de nuestros fallecidos, no en las efemérides. Quizá usted se encuentre ahí, desmaterializándose y transformándose en mito para los antiguos alumnos de la facultad.

 

Juan Fernández es periodista y consultor de comunicación (@juankojuan)