SERGIO PÉREZ-DIÁÑEZ
Berlusconi mató a Draghi para resucitar. Nueve años después, ha vuelto al Senado (con vistas a presidirlo) y es, de facto, el hombre más poderoso de Italia en tanto que puede teledirigir los movimientos sísmicos de la ultraderecha de Giorgia Meloni y Fratelli d’Italia. También es millonario, tiene un monopolio de televisión y su populismo es hegemónico en la sociedad italiana.
“Recordad que vuestra tarea es atraer a la gente corriente de Italia, no al más listo de la clase”.
Regla de oro de la comunicación política de il Cavaliere, rescatada por Moisés Naím en su brillante libro La revancha de los poderosos. Así se conquista el poder en Italia, así se conecta con un mensaje que ya estaba en los ciudadanos, un mensaje concebido por gracia y obra del imperio mediático de Mediaset. Porque en la Italia de Berlusconi obran milagros.
En su Biblia sobre los autócratas, Moisés Naím narra cómo los investigadores Ruben Durante, Paolo Pinotti y Andrea Tesei (The Political Legacy of Entertainment TV) pusieron al descubierto que en aquellas regiones italianas que habían estado expuestas a Mediaset desde muy pronto, el triunfo electoral de Berlusconi fue mayor que en aquellas que sintonizaron más tarde. Es decir, que allá donde se consumía más telebasura, mejor le iba a Berlusconi, ya que estos programas hacían que los espectadores fueran “cognitivamente y culturalmente más superficiales” y “vulnerables” al populismo.
La caja tonta se convirtió así en la caja de Pandora de los males del populismo, mucho antes de que FOX News dejara hacer a Trump contra el establishment republicano para aumentar sus audiencias (y Breitbart News, sus clics).
Paolo Sorrentino, director de cine visionario y continuador de la obra de Fellini, es conocedor del milagro. En una entrevista en Jot Down advirtió que Berlusconi “no aceleró el proceso de vulgarización de la sociedad italiana”. Por el contrario, solo “encontró un terreno fértil” en un país que “ya era muy vulgar”. Porque el mensaje ya estaba en los ciudadanos, solo había que conectar con él.
Sorrentino retrató esta realidad en Silvio (y los otros), una película que no obtuvo los vítores de La gran belleza, pero que es un deleite para aquellos espectadores que deseen asomarse al alma de Berlusconi a través de un ejercicio de estilo cinematográfico que no acepta imitadores. Algo que, por otra parte, el director y guionista ya hizo en Il Divo con la figura de Andreotti.
No veremos en este film “la discesa in campo” de il Cavaliere, pero sí los días más oscuros de un playboy millonario que se refugia en su mansión de Villa Certosa de las embestidas judiciales y de los compañeros de Forza Italia que aspiran a apartarle del trono. El momento vital elegido por Sorrentino para retratar al personaje es idóneo, y es que en los días oscuros es cuando podemos asomarnos, precisamente, a los fuertes claroscuros de este personaje; la cúspide de una pirámide de políticos corruptos, proxenetas y velinas que acarician la mayoría de edad.
En varias escenas, Berlusconi observa desde la distancia esta orgía de perdición, pero no desiste de reconquistar con canciones románticas a su esposa Veronica Lario, que simboliza la belleza y la intelectualidad frente a un vendedor de retórica populista que solo recupera su autoestima al colocarle un piso a una anciana de la misma forma que convence a seis senadores para regresar al poder. Es en estos momentos cuando se ilumina el alma del personaje, quien desinfesta de víboras su jardín del Edén para darse una nueva oportunidad con su esposa.
Lamentablemente, para il Cavaliere, tenerlo todo no es suficiente, como reza el lema de la película.
“Paolo, ¿no tendría sentido un museo sobre mí?”, pregunta a su asistente, el hombre de blanco que habla como Dios y que, casualidad o no, comparte nombre con el director de la película. No, no habrá un museo sobre Berlusconi. Por eso se consuela, en la noche, encendiendo patéticamente su volcán artificial, con una sonrisa gélida que no puede disimular que ya es tarde para recuperar a Verónica.
Al final, Sorrentino nos regala un recuerdo del terremoto en L’Aquila, aquel que en 2009 arrasó con 309 vidas, dejó 1.500 heridos y destruyó las casas de los supervivientes. “Atraer a la gente corriente de Italia, no al más listo de la clase”, fue la brújula política de Berlusconi en su regreso como primer ministro a la hora de consolar a las familias italianas que habían sufrido la catástrofe, con la promesa de nuevas viviendas y hasta una dentadura postiza para la anciana más frágil de entre todos los supervivientes.
Después de las elecciones italianas, no podemos mirar esta escena con los mismos ojos. El terremoto de L’Aquila en la película de Sorrentino ha cobrado un nuevo sentido, opera en una nueva dimensión emocional para quienes creemos en el cine como un arte que, en lo político, es premonitorio y redentor. La escena ya no es un recuerdo amargo, sino una profecía. La profecía del momentum actual de la política italiana, que es víctima del terremoto reaccionario de Meloni. Aquella que amenazará con derrumbar unas instituciones liberales ya tambaleantes porque, en sus cimientos, está la carcoma del populismo de Berlusconi.
Cuando todo se derrumbe, los italianos aguardarán ante los escombros. Es la profecía de Sorrentino, con los supervivientes de L’Aquila contemplando, en el silencio de la noche, cómo una grúa salva la escultura del Cristo de la iglesia. Un Cristo que se eleva como Berlusconi tras las elecciones, brillante pero frágil, ante la mirada de una sociedad cegada por el populismo y que caminará entre la ruina reaccionaria.
Sergio Pérez Diáñez es politólogo y consultor político. Coautor del libro “Cómo comunica la alt-right. De la rana Pepe al virus chino”, junto a Xavier Peytibi (@spdianez)