ALBERTO MENDOZA
Las medidas de mitigación ante la pandemia nos privaron del sentido del tacto. El resto de los sentidos se vieron reforzados en el confinamiento, a excepción de los enfermos que perdieron temporalmente el olfato y el gusto. Los estímulos visuales y auditivos no han sido sometidos a ninguna cuarentena, pero el tacto fue derrotado por el distanciamiento físico, constituyendo una de las pérdidas más notables y una de las añoranzas más urgentes. El tacto fue cancelado también por el uso de guantes, y nuestra piel es asediada constantemente por geles y jabones.
Marshall McLuhan subrayó la importancia del sentido del tacto para una vida integral. “El ingrávido ocupante de la cápsula espacial tiene que luchar para conservar el integrador sentido del tacto”, escribió, mucho antes de que la humanidad se encapsulara en sus domicilios. Paradójicamente, los astronautas del Space X, primera nave dotada de pantallas táctiles, pudieron recuperar el sentido del tacto al llegar a la estación espacial internacional y saludar a sus colegas en órbita. “Podría ser que, en la vida interior consciente, el sentido del tacto consista en las interrelaciones entre los demás sentidos. ¿Y si el tacto no fuera solamente el contacto de la piel con las cosas, sino la vida misma de esas cosas en la mente?”, se aventuró McLuhan.
El tacto, como impresión en la piel, es percepción, y por tanto, representación que nos lleva de lo físico al mundo de las ideas. Este es terreno privilegiado de lo político, campo de batalla pospandémico donde las imágenes son sensuales, sensibles, construidas por quienes pretenden ganar las disputas por el nuevo sentido común. Allí están todos: tanto quienes ejercen el poder, como quienes aspiran a constituirse en contrapoder o alternativa; quienes persiguen una renta básica universal y quienes, a ritmo de cacerolas, buscan que cambie el signo del Gobierno. Todos, con sus evidentes diferencias en la textura ética y estética de sus prácticas, necesitan superar lo visual, apostar por lo táctil y entrar en contacto con la mayoría de la población.
No podemos imaginar una política sin sentido del tacto, especialmente cuando resulta pertinente explorar el tacto del sinsentido. El sinsentido es el efecto de la explosión de la pandemia, del accidente, del quiebre del programa narrativo en el que estábamos inmersos. Se configuró así un acontecimiento que desafió las estructuras de la política y de la comunicación. Y de este sinsentido que nos dejó deslumbrados, sin comprender el nuevo código al que éramos arrojados, surgen los nuevos significados que deberán ser predominantes en la llamada nueva normalidad. El sinsentido volverá a tener sentido, pero serán batallas discursivas, con sus ganadores y perdedores, las que vayan fijándolo, dando forma a los próximos programas narrativos, aplanando la curva de lo fronterizo y disruptivo. La normalidad puede ser nueva, no necesariamente novedosa, pero no estará completa sin tactos ni contactos.
La discusión con las imágenes del VAR durante un partido de fútbol se centra en si ha habido o no contacto, cuando de ello depende la existencia de un penalti o de una tarjeta roja. El contacto entre gobiernos y oposiciones, entre diferentes partidos, se admite como carga legal, porque la política también es un deporte de contacto. Solo los hooligans disfrutan de las entradas por detrás y de las zancadillas, pero se extiende la idea entre la población de que muchos de los protagonistas de la política han olvidado el tacto, la delicadeza, la cautela. A cambio, se han entregado a roces y rozaduras que hieren la piel ciudadana. No se puede reducir el universo de lo táctil al mero encontronazo. Hemos extrañado el contacto, pero una buena parte de los liderazgos políticos, fuera y dentro de España, han ofrecido fricciones. Incluso cuando algunos sugerían una caricia, no era más que un rudo manoseo.
Roland Barthes supo que el tacto es el más desmitificador de los sentidos, al contrario de la vista, que es el más mágico. En la pandemia, lo audiovisual ha mantenido su flujo continuo, sin descanso, siempre presente, en presente, a pesar de lo histórico del acontecimiento. Ahora, siempre, se puede ver lo sucedido como inevitable, como si fuera el único camino que pudiera haber cristalizado. Se construye el relato a posteriori de lo que fue y no fue. Lo que pudo ser se difumina en reproches. Es un fantasma, y como sucede con Patrick Swayze en Ghost, a los ectoplasmas no se les puede tocar. Por eso, la actividad política es una lucha diaria por cambiar los fantasmas por aquello que es aprehensible.
El tacto nos conduce a lo palpable, que es tangible y concreto. El discurso está a flor de piel, no son palabras, es materia formada, endurecida, pero todavía maleable. Tras la explosión volcánica de sinsentido, parecen solidificarse ya conceptos inteligibles y narrativas que siguen agendas dominantes. Pero no está todo dicho. Con un poco de tacto, se pueden desarrollar estrategias políticas y de comunicación que avancen sin cicatrices en la redefinición de esta nueva etapa de la sociedad. Con un poco de tacto, la discusión es más democrática. En nuestras sociedades complejas y plurales, se trata de ejercer una interpretación táctil sobre pliegues y relieves, no de una visión lisa de la uniformidad. Ahora no solo se pueden tocar los extremos, sino que se presenta la oportunidad para aquellos liderazgos dispuestos a caminar a tientas al interior de la nueva realidad; sin la tiranía de lo visual, sin el lastre de miradas políticas cegadas por lo visible.
Alberto Mendoza es consultor de comunicación política y periodista con base en México. (@AlbMendoza)