El señor de las moscas. William Golding

JOSEP LLÀTZER PÉREZ

El experimento que nos propone Golding en su obra de 1954 es el siguiente: ¿qué pasaría si un grupo de niños, de repente, se quedara solo en una isla desierta?

Así comienza El señor de las moscas, con un grupo de niños que sobreviven a un accidente de avión y van a parar a una isla desierta. No se especifica si son todos los niños los que sobreviven, ni sus edades, ni tan siquiera cuántos son. Lo que sí se sabe es que no hay ningún adulto y que los mayores tienen unos 12 años. Uno de ellos encuentra una caracola que les servirá a partir de entonces para reunir a todos los niños en asamblea, y a partir de aquí el autor va describiendo a algunos de ellos y sus marcadas personalidades.

Así, por ejemplo, tenemos a Ralph, el mayor de ellos, que representa la disciplina, la justicia, el carisma, la democracia. Es al que eligen líder y el que instruirá al resto de los niños sobre lo que hay que hacer. Otro personaje es Piggy, siempre al lado de Ralph, es la cabeza pensante, la inteligencia, aunque su aspecto físico lo convierte en la diana de las burlas, en el personaje más despreciado por los “disidentes”, que no tardan en aparecer, liderados por Jack. Éste tiene su séquito y pronto entra en conflicto con Ralph, desoyendo sus órdenes y girando a todo el grupo en contra de su antiguo líder. Sin duda, Ralph representa la violencia, el autoritarismo, dispuesto a tomar el poder por la fuerza cueste lo que cueste. Para ello, se vale de un personaje que es, para mí, el que más inquietante del libro. Éste es Roger, un niño introvertido, callado, que a lo largo de la obra supera el conflicto moral cuando se da cuenta que torturando a los otros niños, incluso maltratando a los más pequeños, no sufre ninguna represalia. Se convierte en el brazo ejecutor de Jack, en su mano derecha, y es el que, sin dudarlo, hace rodar una roca que da de lleno en Piggy matándolo de forma inmediata.  Se convierte en un sádico sin remordimientos.

Hay otros personajes, y ocurren otros hechos terribles, y ya al final, cuando Jack y el grupo se lanzan a perseguir a Ralph y asesinarlo, en el último momento, cuando le van a dar alcance, Ralph sale a la playa y cae a los pies de un adulto, un miembro de la marina que ha llegado a rescatarlos. Ahí, los niños se quedan parados y se ponen a llorar, incluidos Ralph, Jack y Roger.

Esta es una obra dura, incómoda, una obra distópica que ha sido llevada a la gran pantalla en dos ocasiones. Y es que en ella, se describe el devenir, o mejor, el decaer de unas relaciones sociales que parten de la inocencia de los niños, que pretenden convivir de forma ordenada y civilizada, como los adultos, pero que sus relaciones derivan en lo peor de nuestro ser. William Golding lo tituló El señor de las moscas, que es como se conoce también al demonio Belcebú en la tradición hebrea, dando a entender que el libro trata sobre la maldad humana.

Es significativo que el libro se publicara en una época y en una sociedad que había conocido lo peor del ser humano, tras la Segunda Guerra Mundial, una época donde la comunidad internacional luchaba para redactar tratados y formar comunidades interestatales para que el desastre no volviera a ocurrir, pero que a la vez se enfrentaba una vez más a la bicefalia en el poder con el asentamiento de los dos bloques que regirían las relaciones internacionales durante las cuatro décadas siguientes.

Y aunque la Guerra Fría ya terminó hace tiempo, los líderes de cada momento no han hecho desde entonces más que alimentar toda esta confrontación, como si cada vez que se llega a una isla desierta, a una situación de distensión política o social, el Jack de turno con sus secuaces pone en marcha toda su maquinaria para llevarnos otra vez a la confrontación. No hace falta enumerar casos que ocurren a día de hoy, a cada uno se le ocurrirán unos cuantos.

Alguien decía que el hombre era bueno por naturaleza, pero para mí no hay duda de que no es así. Yo seguiré mirando al mar con esperanza. Quizás algún día llegará aquel adulto que nos hará que se nos caiga la cara de vergüenza, y quizás entonces también nos pongamos todos a llorar.

 

Josep Llàtzer Pérez es politólogo (@josepllatzer)

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