El eterno canto: contra-arte en las dictaduras de Chile y Argentina

EZEQUIEL PAROLARI

El arte siempre estuvo vinculado a la política. Juntos forman una sociedad indisoluble donde surgen diferentes movimientos artísticos de toda índole: teatro, música, pintura, escritores, etc., que marcan tendencia y configuran el paradigma de una época.

Para contar esta historia es necesario contextualizar. Durante la última dictadura militar argentina (1976-1983), el llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, se enfrentó fuertemente a la cultura popular argentina. Represión, proscripción y desapariciones forzadas de personas, era el nefasto modus operandi que llevaban a cabo los militares. Pongamos algunos datos: se prohibieron conceptos como: “Latinoamérica”, “trabajo en equipo” o por el simple hecho de decir “Cuba” corrías el riesgo de ser subversivo y posteriormente desaparecido. A su vez, se desfinancia el modelo educativo, disminuye la cantidad de libros leídos por los argentinos: entre 1976 y 1979 se pasa de 4 a 2 llegando a 1 en 1980. Este “culturicidio” fue seguido de varias quemas de libros. Se estima que se quemaron durante todo el período dictatorial más de cinco millones de libros y se censuraron a varios autores, escritores, artistas, músicos, etc. 

Obra con tinta, acuarela y collage sobre papel, pintada por Berni en 1980

Para que tomemos dimensión, en la Argentina de aquella época era peligroso ir leyendo un libro en el colectivo o tener un libro bajo el brazo. No existía claramente la libre expresión de la cultura argentina.

Bajo este contexto, es cuando surge el contra-arte en la Argentina. Lo entendemos como un fenómeno de resistencia cultural. Mujeres y hombres jugándose la vida para combatir la censura y criticar, cada uno desde su ambiente artístico, lo que estaban haciendo los militares en la Argentina. El arte se vuelve expresión simbólica antidictadura, el arte como revolución, el arte como sinónimo de lucha y de convicción.

Como ya mencionamos, muchas y muchos referentes culturales argentinos (artistas, músicos, intelectuales, escritores, etc.) debieron exiliarse en el extranjero y otros lamentablemente fueron asesinados o están desaparecidos. Traigo a nuestro relato, la figura de uno de los mejores escritores argentinos de todos los tiempos: Julio Cortázar, quien fue perseguido y prohibido por denunciar junto a otros intelectuales, que vivían en el exterior, los crímenes del terrorismo de Estado cometidos en América Latina. 

Si bien es cierto que el autor de Rayuela se autoexilió en 1951 por decisión propia y sólo volvió a la Argentina ocasionalmente, los servicios de inteligencia recogieron información sobre su participación internacional en la denuncia de los crímenes perpetrados por el terrorismo de Estado en Latinoamérica. La actividad política de los desterrados permitió visibilizar las atrocidades cometidas por los regímenes militares. Cortázar fue calificado por los militares como un F.4., que significaba: “la prohibición de presentarse públicamente o difundir su obra”. 

Pero retomemos las palabras del escritor dadas para un medio español en 1980 hablando del exilio: “El exilio es doble: el exilio físico, pero ese es mi problema personal. Lo que es terrible es el exilio cultural. El hecho de que la junta de Videla haya prohibido mi último libro de cuentos, porque en ese libro había dos cuentos que le molestaban. Eso significa un exilio cultural, porque 22 millones de compatriotas míos han sido privados de leerme”. 

Es muy interesante leer en Cortázar el concepto de exilio cultural. Es parte de la lucha encarnada de los artistas argentinos contra la censura y la proscripción. A su vez, el autor menciona algo muy interesante cuando habla del desierto espiritual que deja la dictadura militar: “El hecho de que Chile, Argentina o Uruguay, estén separados de la producción científica, artística e intelectual de sus mejores hombres, de sus mejores creadores, va a dar en esos países una especie de desierto espiritual, en donde es perfectamente fácil lavar los cerebros y crear gente incapaz de pensar por sí misma”. 

No puedo terminar el relato sin antes recomendarles el cuento de Cortázar: “Graffiti”, que está en el libro Queremos tanto a Glenda (1980). A través de “Graffiti” vemos cómo el arte se vincula a la política, pero como crítica social. El contra-arte se superpone con el statu quo para criticarlo y combatirlo. Las palabras son escritas como melodías en las paredes de una Buenos Aires colmada de censura y de temor. 

En el cuento, los dos cómplices de Cortázar, usan graffiti como una manera de expresar una percepción de sus alrededores de otro modo enmudecida. Los graffitis se convierten en una metáfora de su existencia urbana.

 “Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.” (130)

Este cuento demuestra que un espacio urbano cargado de temor y violencia política permite formas mínimas de representación artística. Los protagonistas de “Graffiti” encuentran una apertura para la expresión como también un escape fugaz de la represión social a través del arte.

Para finalizar, les dejo una frase de Neruda que en pocas palabras, explica todo lo hablado anteriormente: “Aquellos que, políticamente, quieren apartar la poesía de la política, quieren amordazarnos, quieren apagar el canto, el eterno canto”.

 

Ezequiel Parolari  es Politólogo. Magister en Comunicación
política. Consultor Político (@e_parolari)

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