Somos el resultado de una historia, cuyo curso podemos inflexionar, y que debemos, en lo que no sea positivo, intentar inflexionar, pero que nos condiciona mucho. Y por supuesto esta historia explica el presente.
Catalunya, como país, como pueblo tiene un origen absolutamente distinto a los otros pueblos de España. Especialmente, diferenciado del de los que desde un principio contribuyeron más a la formación de España. Catalunya nace como una marca carolingia, la Marca Hispánica, como baluarte meridional del imperio carolingio, que era la Europa de la época. En cambio, el reino de Asturias nace marcado por el legitimismo visigótico. El objetivo de Catalunya es proteger el flanco sur de la Europa carolingia; el de Asturias, en cambio, es reconquistar Toledo y restablecer la unidad y la monarquía visigóticas.
León y Castilla, pese a su enfrentamiento inicial, persiguen el mismo objetivo. Cada vez con menor connotación visigótica, cada vez con una y más propia personalidad. Aragón tenía también una personalidad propia, pero le faltaba la fuerza y la claridad de ideas de los reinos más occidentales. Navarra era un reino situado a caballo de los Pirineos que tardó en asumir la idea y el concepto de lo que siglos más tarde sería España. Y Portugal, extrañamente, se escapó de León y Castilla.
La idea que inspira el nacimiento de Catalunya no es peninsular, no es hispánica, sino carolingia, procede del norte, y su objetivo no es la reconquista. Es más, a partir del momento en que Catalunya puede proponerse un objetivo, éste se localiza a caballo de los Pirineos, y se orienta en buena medida hacia las vecinas tierras occitanas, no hacia el sur. La vocación transpirenaica y occitana, y de proyección europea de Catalunya, naufraga a principios del siglo XIII. Sólo entonces Catalunya empieza a orientarse a fondo en otras direcciones, que son la hispánica y la mediterránea.
Ello explica que su posición definitiva en el tablero español fuese débil, territorial y demográficamente. Ésta no es una historia única ni excepcional en Europa. Muchos países europeos que pudieron haber sido estados, como Portugal, no lo fueron e incluso algunos de ellos perdieron la identidad. Entraron en decadencia, que a veces fue irreversible, y que les condujo a la sumisión y a la marginalidad. Antes de que cayéramos en la situación de definitiva sumisión, y de pérdida de nuestras instituciones, habían de suceder dos hechos importantes. El primero fue la guerra de los Segadors, que en cierto sentido supuso el último intento secesionista auténtico por parte de Catalunya. Pese a la derrota las instituciones de Catalunya y su personalidad política se salvaron in extremis. El segundo fue la Guerra de Sucesión: esta guerra fue algo totalmente nuevo, ya no fue una guerra secesionista.
Durante la segunda mitad del siglo XVII, por primera vez Catalunya se mueve en el ámbito español de forma consciente, con objetivos claros y voluntad decidida. Pero, puesto que los catalanes son distintos de quienes no sólo mandan, sino que en realidad han construido el Estado, lo hacen de una forma distinta.
Ya entonces proponen otra forma de hacer España. En realidad empieza entonces el problema del difícil encaje y de la marginalidad que todavía perdura. Y todo eso sucede porque cuando los catalanes, finalmente, por haber cobrado conciencia de la realidad española, y por haberse recuperado, en gran parte, de su terrible decadencia de los siglos XVI y XVII, deciden incorporarse al marco español activamente y no sólo por imposición, participar, salir de su marginalidad, lo hacen con criterios propios, que son fruto de su historia.
Tienen demasiada personalidad y probablemente demasiado peso para limitarse a dejarse absorber, aunque uno y otro sean suficientes para imponerse. Yo he intentado dar realce a este periodo inmediatamente anterior a la Guerra de Sucesión. Lo he intentado dando a conocer las ideas y la figura de Feliu de la Penya, personaje muy importante y además muy representativo, simbólico del nuevo rumbo del XVII. Pero hoy seguimos la misma senda, sostenemos las mismas ideas y las mismas actitudes que Feliu de la Penya hace 300 años. Yo no reniego del espíritu reivindicativo de 1714, pero aspiro a insertarlo en el marco de la política y de la visión de Catalunya y de España que Feliu de la Penya había definido. Desde el punto de vista de las instituciones y de las libertades catalanas que procedían de los albores de la historia catalana, 1714 fue el punto final. Catalunya, a partir de 1714, tomó una orientación bastante excepcional, que no tuvieron otros países semejantes a ella en Europa, y que la salvó de la pérdida de su personalidad propia en lo social y en lo económico. Por una parte, el país prosiguió un proceso de creación de riqueza. Riqueza inicialmente de base agrícola, bastante bien repartida, y que contribuiría a crear un buen nivel de cohesión social. Probablemente, ésta era una consecuencia tardía y muy positiva de la revolución agraria que se dio en Catalunya, y sólo en Catalunya, a diferencia de España y del resto de Europa. La cual sentó ya las bases de una riqueza agraria notable y sobre todo muy repartida. La cual en el siglo XVII empezó a ser mercantil y preindustrial. Todo ello fue originando unos valores distintos de los imperantes en el resto de España, donde toda esta evolución no se daba. Y ayudó a mantener el sentido de identidad.
Estos factores trajeron consigo una disociación clara entre Catalunya y el resto del Estado. Hasta el final del siglo XVII pudo parecer que no iba a ser así, pero a la muerte de Carlos III esta divergencia se hizo muy evidente, y se incrementó durante el siglo XIX. La responsabilidad de este divorcio, que ya se había consumado en los años 30-40 de siglo XIX, no es, por consiguiente del catalanismo, que aparece más tarde.
El catalán es visto como laborioso, como más evolucionado que el resto de los españoles, pero también como más interesado. Durante el siglo XIX se creó la imagen del catalán fenicio. Lo que sucede es que a finales del siglo XVIII y el XIX en Catalunya hay una mentalidad y una cultura burguesas, y en el resto de España, no. Los valores dominantes en el resto de España son –con excepciones, por supuesto, e incluso brillantes– los propios o bien de una sociedad agraria o de la nobleza de la corte, de origen terrateniente, o de la burocracia estatal. Los catalanes éramos proteccionistas como lo eran todas las zonas industriales de Europa, con la excepción de Inglaterra.
Todos eran proteccionistas y los obreros también, ¡atención! Si en España hubiera habido más mentalidad industrial, más mentalidad modernizadora, los catalanes no hubiéramos estado casi solos defendiendo el proteccionismo y no hubiéramos sido tildados de egoístas e insolidarios. Todo esto desemboca en el catalanismo político, cuyos elementos permanentes son: la reclamación del reconocimiento de Catalunya como pueblo diferenciado y la propuesta de reforma del Estado. En un doble sentido, el de creación de una estructura acorde con su pluralismo interno y el de su modernización y europeización.
Nuestras aportaciones políticas son a menudo valoradas y aceptadas e incorporadas, pero incorporadas a un sistema del cual quedamos fuera. En lo económico se nos asigna un papel de máquina de tren y no de maquinista. Y en lo político también. Desempeñamos el papel de creadores e impulsores de riqueza y no de poseedores de poder económico. En lo cultural la cosa es más difícil todavía, porque la cultura y la lengua son los elementos más importantes de Catalunya.
Es tentador recurrir a la célebre y acertada frase de un político español, de que es difícil ser a un tiempo Bismarck y Bolívar, es decir, crear o reformar un Estado y afirmar a la vez la personalidad de una de sus partes. Nosotros somos ambas cosas a la vez. Me dirán que es bastante insólito, y también es cierto, y el problema es que hay que hallar una solución a una situación bastante insólita.
Por razones históricas y de mentalidad y, seguramente, en parte por defectos nuestros, los catalanes vivimos al margen del centro decisional español. Pero cada vez que alguno o algunos pretenden modificar este estado de cosas, inflexionar la historia, corren el gravísimo riesgo de ser rechazados. Quienes detectan el poder procuran que quienes viven en el extrarradio no salgan de él. Entre 1975 y 1979, y quizá más tarde –quizá también en la época ya de mi presidencia– no planteamos el problema de Catalunya con suficiente rotundidad e intransigencia. Eso fue un error, aunque bien es cierto que con esa actitud contribuimos mucho a consolidar la democracia en España. Pero lo cierto es que el problema de Catalunya ha quedado sin resolver. Reclamar más autonomía, más dinero o más reconocimiento, que era peligroso pero comprensible en 1978 o 1980, resulta irritante en 1990. Y sin embargo tenemos que hacerlo. La unidad de España está plenamente asumida. La aportación de solidaridad ha sido y es real, y muy importante.
La voluntad de participar positivamente en el quehacer común se ha manifestado siempre que ha sido preciso. Por otra parte, ni España ni ningún Estado de la Europa occidental debe temer hoy que sin una unidad interna férrea y homogénea corra peligro frente a enemigos exteriores. Desde la perspectiva de la unidad española, ¿qué temor cabe abrigar frente a una estructura estatal que responda mejor a la personalidad diferenciada y muy particular de Catalunya? Hay una pedagogía que no se ha hecho, y otros, más que nosotros tienen la obligación de hacerla. La explicación de lo que es España, de lo que es Catalunya dentro de España, de lo que es el Estado de las autonomías, tiene que darla la parte mayoritaria de España. Nosotros no tenemos credibilidad para eso.
Enviado por Enrique Ibañes