CARLES A. FOGUET
En 2002, los usuarios de la red fueron conscientes por primera vez del poder político que atesoraban si actuaban de manera coordinada mediante los blogs. Quince años después, algunos políticos siguen actuando ajenos a un actor político cada vez más relevante.
Hace unas semanas, en las horas previas a la final de Copa del Rey que iba a disputarse en Madrid entre el Sevilla y el Barcelona, Francesc Abad, recién escogido miembro del secretariado de la organización civil Asamblea Nacional Catalana, en su twitter personal calificaba de “chusma” a las CUP, la formación anticapitalista que apoyaba parlamentariamente a la coalición gobernante Junts pel Sí. Después de aquello, Abad se quedó sin batería, ahorrándose la reacción de cientos de usuarios anónimos de las redes sociales molestos ante las manifestaciones de un representante electo de una organización pretendidamente transversal y apartidista. El partido y la posterior victoria y celebración del Barcelona podrían haber disipado la atención y dejar el exabrupto en una anécdota. Pero al día siguiente, lunes, el presidente de la Asamblea Nacional Catalana anunciaba en las redes que la organización obligaba a Abad a presentar su dimisión, cesando a éste de su cargo de manera inmediata.
Abad es sólo la última muesca de una larguísima lista de víctimas políticas (George Allen, Stuart Maclennan, Guillermo Zapata…) que cayeron en desgracia por culpa de (o gracias a) la red. No es, ni siquiera, el caso más grave o más relevante. ¿Quién fue el primero? ¿Cuándo la red y sus usuarios concentraron el poder suficiente para sustituir los mecanismos de fiscalización previstos por las propias instituciones políticas? ¿Podrían unos blogueros descabalgar al líder de la mayoría republicana en el Senado de los Estados Unidos?
Retrocedamos hasta 2002. Poco después de ser reelegido como senador por Mississippi, Trent Lott fue invitado a la fiesta del 100 cumpleaños de Strom Thurmond, senador por Carolina del Sur desde 1954, primero como demócrata y desde 1964, como republicano. Pero antes de convertirse en senador, el longevo Thurmond concurrió en 1948 a las elecciones presidenciales como candidato de los Dixiecrats, una escisión sudista de los Demócratas provocada por la política antisegregacionista del presidente Truman. La beligerancia racial de Thurmond era bien conocida y en su discurso de aceptación de la candidatura amenazó con que “no hay tropas suficientes para forzar a la gente del Sur a acabar con la segregación y a admitir a los de raza negra en nuestros teatros, piscinas, hogares e iglesias”.
A pesar de su sonoro fracaso electoral, que no impidió la reelección de Truman y el triunfo del movimiento de los derechos civiles, Thurmond se impuso en cuatro estados. En uno de ellos, Mississippi, consiguió un 87% del voto popular, un apoyo incluso mayor que el de Carolina del Sur, su estado natal. Un dato que Trent Lott tuvo a bien recordar en su fiesta de cumpleaños: “Cuando Thurmond se presentó a la presidencia, nosotros le votamos. Y estamos orgullosos de ello. Y si el resto del país hubiera seguido nuestro ejemplo, no hubiéramos tenido todos estos problemas con los años”. La ocasión, el entorno y la compañía dieron a Lott la confianza suficiente para hablar sin tapujos sobre un hecho controvertido: sí, para Lott la segregación era una buena idea y superarla, un error.
Ser racista podía salir gratis en Mississippi. Sin embargo, cuando el racismo de Lott se convirtió en un asunto nacional, la reacción fue bien distinta. En 2002 ya empezaba a no ser realista pensar en la comunicación como una relación unidireccional, con audiencias pasivas y cautivas a las que podía dirigirse en función de sus expectativas. Los compartimentos estancos que permitían decir una cosa u otra en función de quien fuera a escuchar, con la complicidad de los medios, empezaban a abrirse de formas imprevisibles por aquel entonces. Y esto es lo curioso –y el aprendizaje– de esta historia: cómo aquellas declaraciones del líder de la mayoría republicana en el Senado consiguieron alcanzar los titulares de las grandes cabeceras e informativos nacionales, hasta el punto de obligarle, dos semanas después de haberlas pronunciado, a renunciar a su puesto.
En 2002, el equilibrio entre los actores políticos establecidos y los emergentes todavía estaba absolutamente decantado a favor de los primeros. Tenían los recursos, los medios, el alcance y el impacto del que, aparentemente, carecían los segundos. Pero nadie anticipó que todo aquello tenía los días contados. ¿Cómo fue posible que un puñado de blogueros pusieran en jaque la carrera política de una de las principales figuras del Partido Republicano? En los primeros años 2000, los blogs eran, según el New York Times, poco más que algo “escrito por chicas adolescentes que lo usan dos veces por semana para tener al corriente a amigos y compañeros de lo que sucede en su vida”. Y, muy probablemente, eran así en su mayoría. Pero no todos. Las reacciones a los atentados de 2001 en Nueva York, junto con la generalización de tecnología gratuita para la creación de blogs, habían hecho crecer exponencialmente la blogosfera política.
Las declaraciones de Lott apenas tuvieron repercusión en los medios convencionales en sus ediciones del viernes, a pesar de que el Washington Post reseñó la fiesta de cumpleaños en su portada. Una celebración social un jueves por la noche… nada hacía presagiar la relevancia política del acto como para justificar su cobertura. Y como en una profecía autocumplida, no la tuvo: ya que los medios ausentes no recogieron las palabras de Lott, éstas no tuvieron consecuencias. Lott fue entrevistado al día siguiente en la CNN y ni siquiera fue preguntado por ellas. Sólo un medio, la cadena ABC, había dado cuenta de las declaraciones del senador Lott, y para intentar estirar la historia empezaron a llamar a congresistas y a representantes de organizaciones civiles para conocer su reacción. Pero en la mayoría de los casos, nadie era consciente de ellas y la noticia cada vez lo era menos, hasta el punto que programas como Good morning America renunciaron a hacer una pieza sobre ello, que acabó en un resumen diario del web de la ABC. Las declaraciones de Lott languidecían en los medios y apenas reaparecieron un par de veces en tertulias políticas, pero sin generar demasiado debate y ninguna reacción. Cientos de nuevas noticias acechaban y Lott parecía que iba a irse de rositas después de sus manifestaciones racistas.
Y así hubiera sido de no ser por un puñado de blogueros políticos que ya no operaban de acuerdo a la lógica de los ciclos informativos de los medios establecidos. Joshua Marshall y un bloguero escondido tras el seudónimo “Atrios”, que ni siquiera habían asistido a la fiesta, descubrieron por casualidad las declaraciones de Lott al día siguiente. Atrios las vió en la web de la ABC y empezó a tirar del hilo. No sólo repitió las declaraciones de Lott, sino que las dotó de contexto acompañándolas de panfletos que la campaña de Thurmond distribuía en 1948. Horas más tarde, Marshall publicaba su entrada, donde recordaba otro escándalo parecido en el que se había visto envuelto Lott en 1998 por su relación con el Consejo de Ciudadanos Conservadores, una organización que se autodefinía como “racialista”. Al día siguiente, ambos insistieron en el asunto, aportando más declaraciones antiguas de Lott en el mismo sentido y criticando el criterio de los medios por dejar pasar la historia. Un día después, Glenn Reynolds, que había descubierto la historia en los blogs de Atrios y Marshall, se sumaba al “linchamiento” de Lott, un concepto del que los blogueros iban a apropiarse de manera consciente. Reynolds contaba con millones de lectores y las conexiones necesarias en los medios para llevar la historia a otro nivel. Su llegada fue el punto de inflexión.
Las críticas, nacidas en el ala más liberal de la blogosfera política, empezaron a oírse también en el bando conservador. El lunes posterior a la fiesta, Andrew Sullivan publicaba un post titulado “Trent Lott debe irse” e interpelaba a los comentaristas republicanos para que tomaran partido. Y lo hicieron. Cientos de comentarios, columnas, posts y artículos fueron apareciendo e incluso David Frum, antiguo escritor de discursos de Bush, escribió un post exigiendo explicaciones a Lott y su renuncia si éstas no eran satisfactorias. Su post, pero, incluía algo todavía más curioso: anticipaba, por primera vez, que esa historia no iba a pararse ahí. Que los republicanos tarde o temprano tendrían que reaccionar. Y así fue.
A medida que la bola se hacía grande, atraía más y más atención. Y a diferencia de los periodistas convencionales, los blogueros ni siquiera tenían que encontrar fuentes que alimentaran sus historias, sino que eran las propias fuentes las que se aproximaban a ellos. La red había rebajado drásticamente los costes de poner en contacto a gente con intereses coincidentes y, todavía más, permitía que estos encuentros se pudieran llevar a cabo al margen de cualquier intermediación profesional. Este fue el caso de Ed Sebesta, un estudioso de la Confederación, que se puso en contacto con los blogueros que perseguían a Lott para poner a su disposición su base de datos. Incluía, por ejemplo, una entrevista que Lott concedió a principios de los ochenta a Southern Partisan, una revista neoconfederada que demostraba que lo sucedido en la fiesta de Thurmond no fue un arrebato aislado. En pocos días, las declaraciones ya no eran el problema, sino que era la trayectoria política al completo de Lott la que se ponía en tela de juicio y se exigía a los medios que se hicieran cargo de la historia.
Y lo hicieron, al fin. El día 10, Howard Kurtz, del Washington Post, recogía los hechos en su columna sobre medios en la web del periódico, y reconocía que la historia la habían mantenido viva los blogueros mientras los grandes medios la habían dejado pasar de largo. Andrew Sullivan respondió a la nota de Kurtz, preguntándose si quizá los medios de Washington no eran capaces de sacar los colores a alguien con quien convivían cada día. Y apuntaba que la ventaja de los blogueros es que no debían lealtad a nadie, así que a diferencia de los medios, podían decir lo que realmente pensaban. Poco a poco, los grandes medios empezaron a recuperar la historia: el reverendo Jesse Jackson llamó a la NBC para denunciar el racismo de Lott y pedir su dimisión, convirtiéndose esta llamada en noticia por sí misma al ser recogida por algunos grandes periódicos. Después de mucho empujar, los blogueros ya habían puesto la rueda en marcha y nada la iba a detener. Incluso el ex vicepresidente Gore se hizo eco de ello en una entrevista en la CNN.
La polémica había empezado a hacer temblar los cimientos del partido republicano: no querían que alguien percibido como racista fuera su voz en el Senado. Tom Daschle, la contraparte demócrata de Lott en el Senado, salió en su defensa, pero sirvió de poco porque la presión creció tanto dentro del entorno republicano que Lott decidió reaccionar, cometiendo su segundo error en pocos días. Lott hizo una declaración que pretendía ser una disculpa sin serlo, reconociendo una “pobre elección de las palabras” durante su intervención en la fiesta de Thurmond. Pero lo que consiguió fue atraer toda la atención mediática y proporcionar, por fin, la excusa y las imágenes para relanzar la historia. Las declaraciones originales estaban grabadas por C-SPAN, y los grandes medios tenían la oportunidad de usarlas como contexto: nadie iba a quedarse ahora sin escucharlas. De los tres medios que dieron cuenta de sus palabras originalmente, más de treinta cubrieron sus explicaciones. Paul Krugman le dedicó su artículo en el New York Times con información sacada del blog de Marshall (sin darle crédito por ello). Lott había convertido con su torpeza lo que podría haber sido una anécdota en un escándalo.
Llegados a este punto, los blogueros perdieron su efímero protagonismo, incapaces de gestionar la explosión informativa que se había generado. A diferencia de los grandes medios, no disponían de los recursos para atender las nuevas informaciones que les llegaban a sus bandejas de correo. El New York Times y el Washington Post tomaron la delantera e iniciaron una campaña de acoso y derribo del senador Lott, que intentaba achicar agua haciendo apariciones en medios amigos. El día 12 de diciembre se tocó techo: el presidente Bush se pronunciaba por primera vez sobre la polémica, criticando las posiciones del líder republicano del Senado. Lott voló a Mississippi para disculparse por cuarta vez e incluso intervino en televisiones dirigidas al público afroamericano para defender la acción positiva, intentando borrar su pasado y conservar su puesto. Pero su suerte ya estaba echada y el día 20 de diciembre abandonaba su cargo.
Lott consiguió ser reelegido senador por Mississippi, pero su carrera política fue descendente. Un puñado de blogueros consiguieron dañarla de manera irreparable. Como dijo Noah Shactman, editor de Wired, “se puede asumir sin miedo a equivocarse que antes de lanzar su reputación al retrete, Lott no tenía ni idea de lo que era un blog. Ahora ya tiene una pista”. Él mismo le daba la razón, tres años después: “los blogueros presumen de que yo fui su primera víctima, y creo que tienen razón. Nunca leeré un blog”. Pero los blogueros hicieron algo más importante que eso: cambiaron las normas del juego de la comunicación, en general, y de la comunicación política, en particular, que desde entonces no podría hacerse de espaldas a lo que pasa en la red. Una red y unos grandes medios que se hizo evidente que tenían lógicas de funcionamiento muy distintas y que ambas habían de ser tenidas en cuenta. La red, y todo su potencial, había cambiado para siempre la política y los medios. Su influencia, desde entonces, no ha hecho más que crecer. Trygve Olson y Terry Nelson intentaron resumir estos cambios, y todos ellos se pueden identificar ya en la historia de la caída en desgracia de Trent Lott.
Cada vez es más difícil tener un control absoluto del relato político, porque hay más y más actores compitiendo por ello. Políticos y medios, por sí solos, ya no pueden decidir de qué se habla y cómo. Al fin y al cabo, la red ha provocado que el debate político se haya atomizado hasta el extremo y su ritmo, aumentado de manera notable. El debate político se ha vuelto más imprevisible, y es difícil anticipar cuál de las múltiples brasas va acabar convirtiéndose en un incendio forestal. Como se atribuye a un árbitro de béisbol, “algunos lanzamientos son buenos y otros malos, pero no son ni una cosa ni la otra hasta que yo lo decido”. La cuestión es que esta decisión, ahora, ya no depende de un único actor. Por otro lado, como demostraron los blogueros y sus fuentes, ha aumentado la capacidad para autoorganizarse alrededor de intereses comunes. El racismo de Lott movilizó a cientos de individuos que, de otro modo, jamás hubieran colaborado (y probablemente no volvieron a hacerlo después de aquello). La red también ha hecho que la información sea de dominio público para siempre, haciendo saltar por los aires la idea de “ciclo mediático” que regía la actividad de los grandes medios, que no tenían ningún incentivo para revisar hechos pasados desde nuevas perspectivas. La insistencia de los blogueros en el caso Lott no sólo puso de nuevo de actualidad sus declaraciones, sino toda su carrera política, recuperando materiales de veinte años atrás. Y, por último, ya que cualquier persona puede acceder a cualquier información en la red y usarla a su voluntad, los apoyos y la oposición se han difuminado, como bien descubrió a su pesar Lott al sufrir la presión de sus propios camaradas republicanos.
Muchas cosas han cambiado desde que Trent Lott descubrió la capacidad de influencia de un poder político latente y descentralizado en la red hasta que lo sufriera Francesc Abad hace unas semanas. Pero hay algo que permanece inalterable: siempre habrá alguien que siga sin ser consciente de ello, arriesgándose a ampliar una lista de víctimas de la que hoy no se atisba todavía el final.
Carles A. Foguet es politólogo, consultor de comunicación. Editor del Cercle Gerrymandering y director de comunicación de Jot Down. @hooligags
Publicado en Beerderberg
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