DIEGO VALADEZ LAM
Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política de Michael Ignatieff es un magnífico texto que relata el fugaz ascenso y descenso que experimentó su autor en la política canadiense del más alto nivel. Se trata de un testimonio que narra cómo fue que un prestigioso profesor de Harvard decide abandonar su tranquila vida académica en Estados Unidos para probar suerte en la vida política de su país natal, Canadá. Si bien su trayectoria en la política canadiense fue de apenas seis años (2005-2011), lo cierto es que le fueron suficientes para lograr un veloz ascenso que lo llevó a alcanzar, en 2008, el liderazgo nacional del Partido Liberal de aquel país; aunque lo más estrepitoso de su carrera, como bien se explica en el libro, no fue su ascenso sino su brutal caída en las elecciones generales de 2011.
El artículo que hoy escribo no intenta ser una reseña del libro de Ignatieff, pues sin duda existen muchas otras plumas y opiniones que rinden mayor justicia a la brillantez de su texto. Sin embargo, a siete años de haberse escrito dicho libro, creo que hoy vale mucho la pena retomar algunas de sus ideas para internar recordar un principio de la política que, a pesar de ser tan básico y fundamental, parece que cada día se olvida con mayor facilidad, ya sea por descuido o intencionadamente: el derecho a ser escuchado.
Para contextualizar este principio tan básico, el autor trae a colación una campaña de desprestigio que sufrió de parte del gobierno canadiense y de su entonces primer ministro, Stephen Harper, a través de la cual se ponía en entredicho las razones por las cuales Ignatieff habría regresado a Canadá en busca de un cargo público. Se trataba de una serie de anuncios televisivos y de radio que, durante dos años, repetían una y otra vez: «Michael Ignatieff. Solo de visita» o «Michael Ignatieff. No volvió por ti». Si bien fue una campaña jurídicamente válida, lo cierto es que, como narra el autor, el fin que se perseguía con ella era negarle a él y sus partidarios el derecho a hacerse escuchar.
Más allá de los errores y omisiones que reconoce el autor haber cometido en su estrategia para frenar esa campaña de desprestigio, me interesa traer a colación las conclusiones a las que él mismo arriba sobre la fatalidad que tiene una estrategia de estas características, no solo para un adversario político sino para la democracia misma. Y es que, no podemos perder de vista que la salud de nuestras democracias depende, en gran medida, del respeto a premisas básicas que nos permitan a todos defender y abogar por nuestras ideas y posturas sobre lo que consideremos puede hacer bien a nuestras sociedades y gobiernos. Entre tales premisas se encuentra, precisamente, el derecho a ser escuchado, pues como bien apunta Ignatieff este es el derecho que se “ha convertido en la primera línea de combate en la política moderna”.
En una democracia saludable los adversarios políticos podrán cuestionarse mutuamente su competencia para un cargo, la idoneidad de sus propuestas para atender un problema específico e, incluso, su visión acerca de cómo debe funcionar un gobierno, pero jamás se pondría en duda el derecho a participar y ofrecerle a la ciudadanía una alternativa distinta. Cuando se cae en ataques y cuestionamientos como estos últimos, se evita el debate de las ideas y el enriquecimiento de las opiniones. Como bien fulmina Ignatieff: “Una vez que has negado a la gente el derecho a ser escuchada, ya no tienes que refutar lo que dicen. Solo hay que ensuciar lo que son”.
Todo esto viene a colación, ya que en México estamos en la antesala de lo que será el proceso electoral más grande de nuestra historia, donde la ciudadanía elegirá a 15 nuevas gobernaturas, renovará congresos locales, municipios y alcaldías en 30 entidades federativas, además de renovarse las 500 diputaciones federales. Sin embargo, lejos de estar escuchando propuestas acerca de cómo piensan nuestros políticos enfrentar lo que posiblemente será la crisis económica más severa de los últimos años, cómo sortearemos las crisis sanitaria que todavía se prolongará por causa del SARS-CoV-2 (COVID-19), cómo rescataremos los miles de empleos que se han perdido en los últimos trimestres o cómo recuperaremos la tranquilidad y seguridad que nos han sido arrebatadas por el crimen organizado, pareciera que todos los días acudimos a presenciar un nuevo espectáculo donde lo que se promulga es el desprestigio, incurrir el mayor daño en la imagen y reputación de los oponentes y, en último término, exponer las razones por las cuales se considera que el adversario no debiera gozar del derecho a ser escuchado.
Aún estamos a tiempo de evitar que esta sea la ruta que defina las próximas campañas y contiendas electorales. Nosotros, los ciudadanos, debemos comenzar a exigirle a nuestra casta política que dejen de lado las campañas de odio y descrédito, que dejen de evitar el diálogo y el debate con el partido de enfrente, que comiencen a hablar en términos concretos y propuestas claras, que permitan que la discrepancia de ideas sean las que definan el curso de la batalla política. Pero para eso, también debemos comenzar por exigir que todas y todos respetemos el derecho de escuchar a los demás. Hagamos votos por que así sea.
Diego V. Lam es abogado por la Escuela Libre de Derecho de México. Es Analista Político con diploma emitido por el Instituto Tecnológico Autónomo de México. Cursó estudios de Máster en Marketing y Comunicación Política, en la Universidad de Alcalá. Entre sus cargos profesionales, destaca el haber sido asesor electoral en el Instituto Nacional Electoral, y actualmente se desempeña como abogado y consultor en materia electoral en la Ciudad de México. (@DiegoValadezLam)