El arte como arma política contra el cambio climático

CARLOS CALATAYUD

¿Qué tienen en común Van Gogh, Goya, Rubens o Warhol, entre otros? Estos artistas comparten no solo el hecho de ser algunos de los más destacados representantes de sus respectivos movimientos artísticos, sino también el uso que recientemente activistas climáticos han dado a algunas de sus obras más representativas, que han sido utilizadas como medio de protesta pacífica alrededor del mundo.

Miembros de plataformas como Just Stop Oil, Futuro Vegetal o Stop Fossil Fuel Subsidies son los responsables del lanzamiento de comida, las pegadas en los marcos de las obras, las pintadas y otras acciones simbólicas de protesta escenificadas contra obras de arte. Estos acontecimientos forman parte de una oleada de actos reivindicativos de un movimiento ecologista global en los museos, cuya intención es denunciar la creación de nuevos pozos de petróleo y gas, el incumplimiento de los Acuerdos de París y otras reivindicaciones relativas a la justicia ecológica.

No obstante, de forma premeditada, las obras no han sufrido daño alguno. Aquellas que han sido rociadas por los activistas con comida u otras sustancias se encontraban protegidas por un cristal y aquellas que no lo estaban no han sido vandalizadas, sino que las acciones se han dirigido a los marcos o a las paredes donde las obras se encontraban expuestas. La opinión pública ha condenado estos hechos de forma generalizada. Esto es debido al trato de los hechos por parte de la prensa, que ha señalado a los activistas y ha criminalizado las reivindicaciones, pese a que las obras no se han visto afectadas, tal y como han declarado la mayor parte de los museos. Este trato mediático ha favorecido la creación de una opinión pública poco crítica que sigue normalizando los efectos del cambio climático. Y ha centrado su atención en los ataques hacia el patrimonio cultural, ignorando el problema sistemático de la crisis climática que ya afecta al conjunto de la población mundial.

Este tipo de desobediencia civil se entiende como un acto transgresivo que tiene como objeto publicitar y visibilizar una situación de injusticia con el fin de centrar el foco mediático en ello para situar el problema, en este caso el cambio climático y todas sus consecuencias, en las agendas políticas y así lograr cambios sustanciales a nivel sociopolítico.

Pero, ¿por qué los activistas climáticos han elegido sabotear el patrimonio cultural como medio de protesta? Históricamente, el arte ha sido utilizado como arma política: desde el papel relevante del que gozaba el patrimonio cultural en los nacionalismos, como el del Imperio Napoleónico o el de la Italia fascista de Mussolini, como vertebrador de la idea de identidad nacional propia; el expolio artístico sufrido por los países colonizados o derrotados en guerras, como es el caso de muchas de las obras expuestas en el Museo Británico; hasta su destrucción por grupos terroristas, como el patrimonio cultural destrozado por Estado Islámico en Irak o Siria, con un fin notablemente revisionista.

Más recientemente, hemos visto como el Museo Nacional del Prado acogía la cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en un claro intento de exhibir el legado cultural español, con todas las connotaciones políticas que eso implica, al resto de líderes de los países miembros de la Alianza Atlántica.

El valor del patrimonio artístico cultural de una nación no solo reside en su estimación estética, sino esencialmente en el uso político que este recibe. El arte, como representación social, es un vestigio de la historia de la comunidad humana a la que pertenece; escenifica el legado cultural de una nación al resto del mundo. El patrimonio cultural es una clara manifestación de la identidad nacional.

En consecuencia, la riqueza artística y cultural de un país es entendida como un símbolo de poder político. Por lo que los Estados, especialmente las democracias liberales occidentales, promueven la creación y expansión de sus museos, fomentan la inversión de capital privado en sus pinacotecas y galerías e incluso favorecen la exportación de su patrimonio artístico a filiales de sus museos nacionales en otros Estados con el fin de incrementar su influencia política internacional.

Una vez expuesta la relación entre política y patrimonio artístico cultural, se entiende el porqué de la elección de los museos nacionales como espacios de protesta climática. Esta estrategia elegida por los activistas climáticos no pretendía generar simpatías entre la audiencia global, puesto que es comprensible que la destrucción del patrimonio cultural no sea bien recibida por el gran público. Únicamente aspiraba a situar en el centro del foco mediático internacional la problemática del cambio climático.

Por lo tanto, se pueden calificar estas acciones como un éxito parcial, puesto que su aparición en la prensa de todo el mundo ha implicado visibilizar el problema con el fin de reabrir los debates sobre la crisis climática. Si bien es cierto que no es oro todo lo que reluce, también debemos tener en cuenta que el trato dado a los hechos por los medios de comunicación, quienes son los verdaderos generadores de la opinión pública, ha servido más para criminalizar a los activistas, pese a las obras no han sufrido daño alguno, que para situar la crisis climática en el centro del debate.

Pese a que los expertos llevan décadas advirtiéndonos, el calentamiento global, la degradación de ecosistemas, la pérdida de la biodiversidad, el incremento del número de refugiados climáticos, los fenómenos meteorológicos extremos y el resto de efectos derivados del cambio climático no parecen ser suficiente motivo para abrir telediarios o aparecer en las portadas de los periódicos. Y es que, a pesar de la gravedad de los efectos negativos del cambio climático para el conjunto de la población mundial, especialmente para las generaciones más jóvenes, los sectores menos favorecidos de la población, los países con menos recursos y las zonas geográficas más vulnerables, parece que se ha normalizado la crisis climática. El cambio climático es interpretado ahora como un hecho cotidiano. Atendiéndonos al contexto artístico en el que nos hallamos, podemos afirmar que en lo relativo al cambio climático, la cosa pinta mal.

La pasividad e inacción gubernamental, de la que cabe desatacar la paradójica situación de la llegada de los líderes mundiales en jets privados a la Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre el Cambio Climático (COP27), con el enorme impacto ambiental que ello implica, junto al incumplimiento sistemático de los acuerdos existentes que pretendían frenar el cambio climático han servido como caldo de cultivo para que movimientos ecologistas emprendan acciones de protesta.

A pesar del crecimiento y desarrollo del ecologismo político institucionalizado, este no ha logrado una posición relevante, por ahora, desde la que pueda generar un cambio de rumbo político que garantice el cumplimiento de los acuerdos sobre el cambio climático.

Puede que la estrategia de los activistas climáticos que emplea el patrimonio cultural como arma política no sea la más efectiva de cara a la lucha contra el cambio climático, pero hemos de reconocer que sí han logrado estremecer a las audiencias de todo el mundo y visibilizar un problema que ha sido normalizado. El objetivo de estas protestas era advertir a la población que el cambio climático no pertenece a un futuro distópico, sino que se trata de una realidad muy poco esperanzadora que exige soluciones políticas inmediatas. A raíz del tratamiento mediático que estas reivindicaciones contra el cambio climático han recibido, se nos plantea una cuestión de fondo sobre si el valor del arte está por encima de la salud y la vida de nuestro planeta.

 

Carlos Calatayud Calabuig es graduado en Ciencia Política y Administración por la UNED. Especialista en Comunicación y Análisis Político por Euroinnova y experto universitario en Gestión de Patrimonio por la UA. (@calatayud96)

Foto: FOM