Discurso sobre la nación

Señores:

Años ha que, al abrir sus cátedras el Ateneo, se examina en él, desde este sitio, alguna grave cuestión: aquella, por lo común, que preocupa entonces principalmente la opinión pública. Inútil fuera recordar las disertaciones brillantísimas que habéis oído en casos tales de labios de mis antecesores, pues de seguro las recordáis, sin más que ver la ocasión y el lugar que nos reúne, y aún temo que para mí con exceso, llegando hasta echarlas hoy de menos, y con razón. Baste traer a la memoria que también yo he tenido el honor de dirigiros en noches como ésta la palabra, y por cuatro años consecutivos, desde el de 1870 al de 1873, sometiendo a vuestro juicio mis opiniones sobre los hechos y las ideas que juzgué a la sazón más interesantes. No por otro motivo patenticé aquí doce años ha la anulación inevitable de aquel primado del honor que de la gente helénica heredó la del Lacio un día, y alternativamente guardaron los romano-iberogalos por muchos siglos, señalando las consecuencias probables o posibles de tamaño suceso, [54] alguna de las cuales quizá ahora mismo se esté desenvolviendo en las clásicas aguas del mar grecolatino. En medio del estruendo de la mayor de nuestras revoluciones políticas, traté luego aquí de la primera y más importante de las instituciones sociales, del Estado; poniendo de mi parte lo que pude para fortalecerlo en los ánimos, a tiempo que, sobrado enfermo y débil para cumplir sus obligaciones, parecía condenado a asistir paralítico, si con ojos para verlo, sin fuerzas para remediarlo, al incendio lastimoso de la patria. Después hablé del problema religioso, no tan sólo el más íntimo y oscuro del siglo, sino el más peligroso por aquel tiempo para España. Discurrí, por último, acerca de la libertad y el progreso, los más perseguidos y amados, al par que los más confusos de los ideales modernos. Si difíciles eran tales asuntos, no lo han sido menos, y maravillosamente tratados además, los que mis predecesores han expuesto y desarrollado después. ¿Cuál, pues, cuál que no desmerezca de ellos podría yo elegir esta noche? Por de contado que la índole de los estudios de mis antecesores y de los míos ha dado hasta aquí lugar a que nunca abandonen tales discursos el terreno de las Ciencias morales y políticas, y a que los más de ellos versen sobre temas de pura filosofía. ¿Debería yo seguir igual camino ahora? Permitidme convertir la respuesta en una digresión, que acaso no sea imponuna al cabo y al fin.

Tengo yo para mí, señores, que será siempre el más noble de los ejercicios intelectuales el de pensar, u oír pensar, acerca de las cosas [55] universales y eternas; y no he de ser, por tanto, quien de tal dirección quiera ver siempre lejos al Ateneo. Que las tentativas generosas de la filosofía, no ya sólo cuando están guiadas por la pura razón, sino aunque las dirija exclusivamente el empirismo, por tal manera me parecen necesarias al humano espíritu, que sin ellas juzgo que a la postre caería en radical impotencia. Ni cabe dudar que la gloria del Ateneo singularmente consista en no haber cerrado los oídos nunca al rumor de las disputas filosóficas, si en apariencia estériles, en realidad fecundísimas. Mas no se ha de deducir de aquí que ellas deban ser exclusivas, o sean por igual útiles en todo tiempo. Estudios hay, referentes a la indagación, combinación u organización de los hechos, ya naturales, ya históricos, que, sobre dar primera materia al propio y superior trabajo de la filosofía, rinden riquísimos frutos a la vida práctica, estimulando el progreso intelectual, social, político, industrial, económico, antropológico, en fin, con que de día en día se engrandece el ser del hombre. No piden temas tales al entendimiento tan sublimes vuelos, pero suelen más generalmente conmovemos en cambio, hiriendo, por más próximos, con mucha mayor energía el corazón; y aún sé yo de alguno, que, si acertara a tratarlo cual merece, de cierto os interesaría más por todos estilos que la más alta filosofía. Pero el valor mismo que a ésta doy, oblígame ahora a justificar la preferencia que para asunto de otro linaje pretendo esta noche.

Bien sabéis todos que, después de más de un siglo de elaboración filosófica, libre y potente; después de criticismos y dogmatismos [56] múltiples, sin otra consecuencia incontestable que robustecer más y más con el trabajo la inteligencia humana; después, en suma, de tan duros desengaños metafísicos y tantas audacias empíricas, la filosofía, la verdadera filosofía, parece como que al presente duerme, rendido el cuerpo a la fatiga. Solo anda suelto por el mundo, ahora, con traje de sistema metafísico, aunque no lo sea, el pesimismo: no ya aquel individual, instintivo, sentimentalmente poético, que todos experimentamos en este siglo a las veces, al modo que Byron, Heine o Leopardi, sino otro, racional y coordinado, en que, antes que la verdad, campea el ingenio de algunos pensadores contemporáneos. Bien se ve que esa doctrina, de que fue primer apóstol Schopenhauer, es primero que todo una protesta contra el pueril o senil optimismo, obra singular de materialistas o positivistas incrédulos, que en el pasado y el presente siglo ha dado origen a tantos ideales aparentemente pacíficos y filantrópicos, aunque en realidad devastadores y sangrientos, y a tanto número de anárquicos sistemas, políticos, económicos o sociales. Mas, si en tal concepto atiende a cierta necesidad de ahora, poniendo en su justo punto las pretensiones de una época sobradamente engreída con sus victorias sobre la naturaleza, y tanto o más alejada de la verdad íntegra que nunca, supuesto que la despedaza de ordinario, al suprimir lo puramente racional, lo moral y lo divino, quedándose no más que con lo material y empírico; imposible es negar, en conclusión, la deficiencia doctrinal de una teoría que, no contenta con sobreponer a la razón la voluntad, busca tan sólo en esta [57] última la esencia de las cosas, en especial, la de la vida racional, y, al fin y al cabo, llega a la anulación de la voluntad misma, sugiriendo el suicidio como única solución práctica de los conflictos humanos. Natural era que por tal camino se adelantase luego el pesimismo de Hartmann hasta negar todo valor al progreso; duro sarcasmo, en verdad, para este siglo, que del progreso ha hecho un dogma, bien que de más difícil definición que ningún dogma religioso todavía.

Pero, si falsa es tal doctrina, no lo es más, por cierto, que el optimismo materialista o positivista, según he dicho aquí otras veces. Que si, al pronto, parece el optimismo de buen carácter y hasta alegre, porque adula sin escrúpulos nuestro egoísmo, a la larga provoca, con los desengaños que trae, profundas e inconsolables tristezas. Tiene, a no dudar, la vida humana más valor real y científico; el hombre otros medios de progreso; su existencia distintos y mayores fines que el pesimismo pretende; pero tan seguro, y más que eso, es que ni el planeta nuestro ni los otros darán nunca satisfacción completa al espíritu, ni encerrarán dentro de sí el conocimiento absoluto, ni prestarán asilo a la perfecta justicia. No logrará, pues, traspasar a la tierra el optimismo positivista lo que le roba al cielo; no explicará mejor el progreso indefinido, que cualquiera religión sus propios dogmas; no describirá más exactamente al hombre glorificado del porvenir, que la piedad más ingenua se representa la dicha de quien alcanza, por merecimientos propios, el reino de Dios. Ya el positivismo optimista no se libra siquiera de que la [58] crítica moteje de supersticiones sus esperanzas, según se ve en libros recientes y muy celebrados.

Todavía os pido, señores, que por algunos más instantes me consintáis prolongar esta digresión, para bosquejar del todo el cuadro que, descontados el pesimismo y el optimismo, ofrece hoy la filosofía.

Pudiera repetir con tal objeto lo que va ya para dos años dije, en otra ocasión solemne; pero hoy prefiero apoyarme en testimonios posteriores, mucho más autorizados. Uno de los principales órganos del movimiento filosófico universal (la Revue philosophique de la France et de l´étranger) dio a conocer, en febrero de este año, del lado acá de las fronteras germánicas, cierto discurso dirigido a la Academia de Ciencias de Berlín por el célebre fisiólogo Dubois-Reymond, en el cual da éste por corolarios de todo el trabajo especulativo contemporáneo los enigmas siguientes(1). El primero de ellos, que declara insuperable, la constitución íntima de la materia y la fuerza; el segundo, para él insuperable también, el origen del movimiento; el tercero y cuarto, la vida y la finalidad que aparece en la naturaleza, no tan insuperable cual otros, en su opinión; el quinto, el origen de la sensación, que de todo punto reputa insuperable, al modo que los primeros; [59] el sexto, la facultad de pensar y de hablar; el séptimo, el libre albedrío, que sólo cuenta por insuperable mientras no hallen solución algunos de los anteriores(2). Y ¿no es claro, señores, que misterios tales, altamente confesados así por la ciencia experimental, están pidiendo a voces que la metafísica sea también ciencia eterna, y eterna la teodicea? ¿No es verdad, por tanto, que el abandono de la metafísica significa, en puridad, el de la filosofía misma? Presente tenéis, sin duda, lo que poco ha decía en Francia el insigne experimentador M. Pasteur, respecto a los límites de la experimentación y a las esenciales diferencias de este procedimiento científico con el de la observación y experiencia, que engendra tantas ilusiones positivistas. En la sola noción de lo infinito hay algo, como con razón decía M. Pasteur, más milagroso que los milagros de todas las religiones juntas; y ella basta para que ni la metafísica ni la teodicea puedan morir. Y lo que ayer Pasteur, dícelo de nuevo ahora, casi hoy mismo, Dumas, el eminente químico, otro de los más grandes experimentadores con que puedan envanecerse las ciencias naturales, el cual, no ya sólo confirma los secretos que para ellas tiene y ha de tener siempre el ser, sino que ardientemente protesta contra la teoría de la evolución, por convertir al hombre en mero esclavo y juguete de la fuerza, prorrumpiendo ante las conclusiones del moderno positivismo en las siguientes frases: «¡Qué abismo de degradación! [60] ¡Qué desgracia para la humanidad el que tales doctrinas tengan adeptos!»(3) Por donde se ve que no es en los verdaderos y grandes experimentadores donde ha de buscar sus mayores testimonios la doctrina filosófica reinante. La crítica más despreocupada tiene que reconocer hoy que el entendimiento humano anda cautivo entre estas dos aparentes certidumbres: la imposibilidad física de las cosas puramente morales, y la absoluta necesidad de estas cosas morales mismas, que les da tanto y más valor real que a las físicas. Vive así, pues, aunque bajo otra forma en nuestros días, el dualismo kantiano; y M. de Renouvier(4), el más docto de los que perseveran en aquella escuela crítica, comentando los enigmas de Dubois-Reymond, acaba, en prueba de ello, de declarar que ni la finalidad de la naturaleza debe ser descontada de la ciencia, por más que se halle en manifiesta contradicción con la tesis de que el Universo consiste en un puro mecanismo, ni cabe negar el libre albedrío, aunque sea cierta la ley matemática e ideal de la conservación absoluta de la cantidad existente de energía o de fuerza; llegando hasta proclamar, sin reparo, que la materia, tal y como se la presenta en los nuevos sistemas, merece «infinitamente menos respeto» para la ciencia «que lo absoluto teológico» cosa que, por casi idéntico [61] modo, dije yo en la ocasión a que aludí antes, si bien con la diferencia de que esto último, no tan sólo es respetable, para mí, sino cierto.

Mas ¿qué es, señores, lo que todo esto significa, en resumen? Significa que la filosofía, o ciencia primera, ni por el método de la experimentación, que tiene otros distintos fines peculiares y menores, aunque también de gran valor, ni por el de la observación empírica, que malamente se intenta confundir con el de la experimentación verdadera, responde hoy a las preguntas eternas del hombre: ¿qué es lo que sé?, ¿qué es lo que puedo saber? Y no en otra cosa me fundo yo para pensar que, mientras no aparezcan nuevas direcciones que den siquiera remota esperanza de llegar más lejos o de subir más arriba, conviene ahora hacer alto y esperar por algún tiempo, hasta que naturalmente recobre la metafísica su imperio y despierte el pensamiento filosófico con nuevo brío, dedicando nuestra actividad en el ínterin, a otros ramos del saber. Consuélenos, desde luego, el que la humanidad, por más que yerra, no pierde su trabajo jamás. Para mí, tengo yo, además, una esperanza que me ha de sostener e inspirar en todo este discurso: la de que la filosofía restaurada reconozca al fin como hechos reales, aunque empíricamente no se expliquen, esas cosas que son enigmas para la ciencia dominante; a saber: la libertad, la ley del progreso y la finalidad del Universo, o más bien las causas finales; cosas sin las cuales carecería de fundamento cuanto vais a oír. [65]

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– II –

Y ya, en verdad, es hora de que entre en mi asunto especial. Tanto lo he dilatado, que no puedo menos de decir de un golpe cuál sea. Quiero examinar el hecho de las naciones e inquirir y exponer su concepto. Trataré de ello en general; pero algo he de decir también de lo que peculiarmente importe a España. Y tal tema no debe de sorprendernos, porque antes que lo adoptase definitivamente, me estaba, hasta cierto punto, prefijado. Alguna indicación mía de que este asunto, últimamente tratado en varias partes de Europa, podía prestar motivo a nuevo estudio, bastó para que se me adelantase la voz pública dictándome la resolución; y, en puridad, no lo siento. Porque en esta ocasión quizá justifica la voz pública su vulgar, pero nunca del todo desmentida fama. Por lo menos, yo imagino ya que ningún otro tema sería tan oportuno hoy en día, y procuraré demostrarlo, entre lo demás que intento demostrar.

Entendámonos primero, que no es cosa llana, respecto al sentido de las palabras nación, nacionalidad y patria. Aquí, cual en muchas otras materias, el afán de hacerlo todo [66] modernísimo, y por lo mismo ignorado de las pasadas generaciones, da origen a errores. Si, para comenzar por lo más sencillo, registráis los antiguos Vocabularios o Diccionarios, y principalmente los de la lengua castellana esto será lo que hallaréis: que las palabras nación y nacionalidad en sus acepciones principales, son de muy antiguo propias de nuestra lengua, lo cual no se aviene con la opinión de dos graves escritores contemporáneos(5), que comienzan su estudio sobre la materia, fallando de plano que tales palabras, en la significación que tienen, son neologismos recientísimos. Viene en gran parte, el error del uno, de hacer nación y nacionalidad sinónimos; y el del otro, de no distinguir bien lo que es la nacionalidad en el orden jurídico, de lo que es en el orden político. Pero, cualquiera que la causa sea, lo cierto es que nuestros libros desmienten sus asertos. Siglos ha que en su Vocabulario Universal escribió ya Alonso de Palencia que del latino natio, nationis, decíanse naciones, «aquellas gentes juntas, en propios parentescos y lenguas»; y Antonio de Nebrija, autor de otro Vocabulario, que nación es gente «que por lengua se distingue». Desde entonces acá, nación ha valido para los españoles, ahora «reino o provincia extendida», según testimonio de Covarrubias; ahora «colección de los habitadores de un país o reino», conforme [67] al Diccionario de Autoridades; ahora, en opinión del P. Terreros, «nombre colectivo de algún pueblo grande, reino o Estado sujeto a un mismo príncipe o gobierno». El sustantivo nacionalidad se encuentra igualmente en el primer Diccionario de nuestra Academia, o sea el de Autoridades, significando afección particular de una nación, tanto como cosa propia de ella, habiendo sido ya empleada esta voz, durante el siglo XVII, por el P. Moret, en un lugar de sus Anales, no bien citado por el Diccionario referido, donde tocar en nacionalidad está dicho por herir el sentimiento o afecto, y excitar el apasionamiento nacional(6). ¿Cabe pretender, después de eso, que la última de tales palabras sea un neologismo en la Europa latina, o que cualquiera de las dos tenga hoy diverso sentido que el que entre nosotros, al menos, tenía siglos hace?

No pretendo yo, claro está, que las definiciones de los dichos Vocabularios sean completas, ni tan buenas como las que hoy corren, aunque también dejen éstas que desear generalmente. Que no se define con exactitud aquello de que previamente no hay total y claro concepto; y en formar bien el de nación tenemos que trabajar y no poco todavía. Pero es indudable que en las citadas definiciones antiguas hay ya sobrada distinción o descripción, de lo que realmente sean nación y nacionalidad, para que ni lo uno ni lo otro se confunda con cualquier concepto diferente, y [68] para reconocer a primera vista las cosas particulares de que se trata. Juntas en uno, presentan las citadas definiciones un total concepto de nación, que en nada esencial difiere del que la generalidad de los hombres tiene ahora formado. Pongamos desde luego aparte la sinonimia que entre nación y nacionalidad se suele hoy hacer, porque la desinencia ad en las voces derivadas determina diferencia, con otras cualesquiera, de las cosas que anteriormente representan las voces de que se derivan, y tal sinonimia en realidad no existe, sobre ser inútil y ocasionada a confusiones. Y volviendo a las definiciones antiguas que examino, fijaos, señores, en las observaciones siguientes.

Sin duda es cierto que la lengua no basta por sí sola, como quería Nebrija, para determinar una nación; cierto que el parentesco, o sea la raza, tampoco es suficiente, como Palencia pretendía, para hacer o deshacer una nación, y reconozco asimismo que ni la limitación territorial de un país, ni la mera colección de habitadores de él, ni el ser el tal país grande y estar sujeto a un mismo príncipe o gobierno, dan señales absolutamente exactas de lo que una nación sea. Pero, sin embargo, ¿qué otra cosa entendemos, en general, por nación hoy día, sino un conjunto de hombres reunidos por comunidad de raza, o parentesco, y de lengua, que habitan un territorio o país extenso, y que por tales o cuales circunstancias históricas, están sometidos a un mismo régimen y gobierno? Pues ya sabéis que todo eso entraba en unas u otras de las definiciones de nuestros antepasados: por donde se ve que, si cada una de ellas era expresión parcial del concepto, éste existía, indudablemente, [69] en común, difundido entre los hombres de entonces. ¿Qué es lo que en todo caso faltaba? Pudiera argüirse que el reconocimiento de que la nación es hecho u obra divina, como asientan, ya el uno, ya el otro de los escritores modernos que hasta aquí he citado; mas, ¿qué hecho social no traía divino origen, y no era, por tanto, natural para nuestros antepasados, que nunca se separaban en sus especulaciones de Dios? ¿No es a ellos a quienes, por mal sabida y peor expuesta, se les ha echado tantas veces en cara la opinión de que toda autoridad, no la de los monarcas sólo, es de derecho divino? Lo social todo entero era de derecho divino, en aquellos tiempos; lo era especialmente el poder, en cada nación, ¿cómo se había de dudar, pues, que lo fuese la nación misma? Ni cabe censura por no indicar las posibles excepciones en los términos absolutos, con que establecieron cada una de las condiciones que solía tener la nación, que nuestros mayores se referían sólo a lo ordinario y general evidentemente. Y lo general y de ordinario cierto es esto: que las naciones habitan un territorio común, aunque bien puedan tener apartadas colonias, o carecer, como la hebraica, de propio suelo mucho ha: que las naciones, o tienen raza propia originaria, o la constituyen, a la larga, no de otro modo que en la corteza terrestre hay rocas primitivas y sedimentarias; que lo más natural en las naciones es tener comunidad de idioma, aunque cada tronco lingüístico críe ramas divergentes y hasta plantas parásitas, que es lo que son por lo común los dialectos: siendo, por último, notorio que el idioma es la primera prueba que ofrecen de sí y de su individualidad las naciones, así [70] como no hay nada que tanto importe a su conservación, a su desarrollo histórico, a su restauración, si temporalmente y por acaso pierden la independencia.

Lo cual no quiere decir, señores, que los españoles del decimoséptimo siglo no supieran ya, por desgracia, que se puede muy bien poseer y cultivar con amor cualquiera lengua, sin que por eso se estrechen o se mantengan los vínculos de los pueblos. Porque sin acordarse ellos ya de Gil Vicente, de Gregorio Silvestre, de Jorge de Montemayor, ni del mismo Camoens, que tan dulcemente escribía nuestra lengua, tuvieron harta ocasión de ver que, al tiempo mismo en que los portugueses preparaban, realizaban, o valerosamente sustentaban su separación de España, rendían constante y magnífico tributo a la nacionalidad común, escribiendo en el más puro castellano, ahora notables obras críticas, históricas y poéticas, como Faria y Sousa, y todavía mejor Manuel de Melo, imitador felicísimo y entusiasta de Góngora y Quevedo; ahora epopeyas de tan alto estilo como el Macabeo de Silveira, o tan patrióticos asuntos como la Hespaña libertada de Bernarda Ferreira de Lacerda; ahora discretísimas rimas y prosas, como Francisco de Portugal, en su Arte de Galantería, en sus Tempestades y batallas, y en sus Divinos y humanos versos; ahora poesía lírica únicamente, pero rival de la más hermosa de Castilla, como en su Jardín de Apolo Francisco de Fresneda, y en sus Varias poesías Paulo Gonzálvez de Andrada, precedidas por cierto de tantas otras, que hacen pensar si tendrían por obligación suya los portugueses del levantamiento [71] el componer buenos versos españoles. Añádase a estos el capitán Miguel Botello de Carvallo con su poema intitulado La Filis, con sus Rimas varias, o la Tragicomedia del Mártir de Etiopia; y con sus místicos cantares, por último, de suavísimo perfume, la santa virgen que desde el fondo de su claustro se asoció a la gloria de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz, aquella buena Madre Sor Violante del Cielo, autora de unas Rimas varias y de un Parnaso lusitano, casi por entero pensado y versificado en nuestro idioma. ¿Quién diría, al leer tales libros, que no deben de ser los únicos que por el mismo estilo se encuentren, sino que Portugal nos igualaba, cuando no nos superase, en amor a la lengua castellana, allá por los propios días en que ferozmente reñía batallas con nosotros en los campos infelices de Elvas, Estremoz y Villaviciosa? Tan cerca estuvieron los portugueses de aventajarnos entonces en el manejo del habla castellana, como con efecto nos aventajaron en el de las armas, aunque fuese cierto lo que uno de ellos dijo en cierta ocasión, que, apostando unos y otros ejércitos a errar, vencían al fin los que erraban más(7). Y todo este felicísimo cultivo de nuestra lengua tenía lugar, por mayor maravilla, en un pueblo en que se habían escrito Los Lusiadas, y que poseía ya literatura propia; cuando las comunes epopeyas y [72] la existencia de una misma poesía lírica y dramática, no sin razón pasan, en el sentir general, por seguro indicio de la realidad y particularidad de una nación, confirmándolo varios casos, y muy recientemente la total reintegración de la nacionalidad italiana, y la que en tanta parte ha llevado a término Alemania. Pero tales son las contradicciones que los contrapuestos pensamientos y afectos engendran en los ánimos humanos. Otra y más reciente contradicción de este linaje hubo al tiempo de la lucha enconadísima que sostuvieron las antiguas colonias españolas con la madre patria, pues no ha habido más intransigentes gramáticos castellanos, ni hombres más apegados a nuestra literatura, que los redactores, por ejemplo, de la Miscelánea o Repertorio Americano, de Londres, en especial Andrés Bello. Lo que indica esto es que tales luchas, en el seno de una misma nacionalidad, aunque por ellas nazcan nuevas naciones, tienen más de guerra civil que extranjera. Y de todos modos, la excepción no contradice ahora tampoco la regla general: la lengua es seguramente expresión de nacionalidad, aunque no lo sea siempre de nación; y lo que de la lengua dijeron nuestros escritores al tratar de las naciones, no demuestra, por tanto, que fuera falso el concepto que de ellas tenían: el cual no debía de ser, por otro lado, muy distinto del que los demás hombres cultos tuvieran a la sazón, aunque no lo expresaran tan cumplidamente. Falta, en conclusión, todo motivo para suponer novísimo el concepto de nación: lo único que se ha hecho, lo que cabe hacer todavía mejor, es definirlo, depurando y [73] esclareciendo sobre todo su sentido filosófico, según yo mismo intento ahora.

Tocante al sustantivo nacionalidad, tengo ya dicho lo bastante, a mi juicio, para fijar su sentido propio y demostrar que es mucho más lo que ha perdido que ganado en este siglo, gracias a la incorrecta sinonimia que se le atribuye. Tal y como fue definida por nuestra Real Academia, ciento diez años antes que la consignara en su Diccionario la Academia Francesa, la nacionalidad consiste, según tenéis ya oído, en lo que es de calidad nacional, de una parte, y de otra más principal, en la afección a lo que es suyo, o debe serlo, que cada nación siente y encierra en sí, lo cual solemos también apellidar hoy espíritu nacional. Poco me detendré, pues no atañe a mi propósito, en la primera acepción, a que da ahora determinado sentido jurídico el derecho internacional. privado y público; sentido muy generalmente aceptado, aunque no tanto que deje de suscitar, a las veces, sus dificultades prácticas. Baste recordar que la nacionalidad no es en el derecho internacional moderno sino la facultad de invocar cada cual la ley de su nación, que vale tanto como decir la de su origen y naturaleza, dentro de las otras naciones, con tal que en éstas no se sobreponga al derecho público ni al orden social(8). El principio jurídico de la nacionalidad, señaladamente entendido y por tal manera expuesto en Italia, está lejos, dicho sea de paso, y muy lejos, de haber logrado [74] aún la sanción del derecho positivo internacional, y aún en la esfera especulativa encuentra también oposición no escasa. Desacordes están, sobre todo, las teorías italianas acerca de este punto con la del ilustre Savigny, que no pasó de admitir que lo nacional, en el sentido del derecho, se tuviera sólo por parte intrínseca del derecho positivo internacional. Apártanse igualmente de los juristas italianos, que han llegado en esto a formar escuela, los que pretenden que por encima de las nacionalidades y su peculiar egoísmo se eleve y cree un derecho universal, por todo el mundo reconocido, que informe el derecho internacional positivo, dejando lo particular o nacional de todo punto a un lado. Mientras tales opiniones recíprocamente se eliminan o a la larga se conciertan, dictando a la jurisprudencia en general nuevos cánones, reclama con más imperio, y mucho mayor motivo, esta voz nacionalidad la política para su propio tecnicismo, y no soy yo quien ha de desoírla en este instante. Continuaré, pues, comparando lo que dicha voz significaba antiguamente con lo que significa hoy, para ver si por ventura hay novedad en ella, ya que tocante a nación no la encuentre por mi parte.

Una pregunta ahora, señores: el gran movimiento de este siglo -que sería superficial a mis ojos no mirar más que como hijo bastardo de ambiciones territoriales o gubernamentales- hacia la agrupación etnológica de las sociedades humanas, bajo el supuesto de que por el modo mismo con que las familias formaron tribus y ciudades, y las ciudades naciones, ya republicanas, ya monárquicas, se deben [75] ahora constituir, o más bien reconstituir en naciones las razas históricas, movimiento que apellida de las nacionalidades todo el mundo, ¿de qué trae su origen y fundamento? Pues está originado y fundado, a no dudar, en la afección o simpatía íntima, en los innatos y perseverantes sentimientos de amor, de piedad, de orgullo, que toda nación bien constituida experimenta hacia aquellos hombres o agrupaciones humanas que, por el origen, por el idioma, por antiguos recuerdos históricos, se encuentran en parentesco con ella, y moralmente están con ella en comunión constante, aunque hayan vivido muchos siglos aparte y en asociación con gente de diferente raza, lengua y tradiciones antiguas. Si en algunos hombres o pueblos, no obstante el origen, la raza, las tradiciones y los primeros recuerdos históricos, falta por acaso la afección dicha, quiere eso decir que podrán muy bien constituir una verdadera nación, independiente y distinta de todas, hasta de aquella con quien tengan más próximo parentesco; pero de su nacionalidad prescinden desde luego, tomada esta voz en la que no puedo menos de mirar como principal de sus acepciones, y que ha dado motivo o pretexto a los más de los cambios territoriales de nuestra época. Porque la nacionalidad es en tal sentido fuerza viva, a las veces latente, a las veces manifiesta, que por interior explosión, y luego externo y violento desarrollo, impele a concertarse y reunirse a hombres y pueblos, por más o menos tiempo separados mediante el derecho internacional vigente, obra, no de razón, ni de sentimiento, sino antes bien del acaso, y consecuencia [76] confusa de las guerras, de los tratados, de los matrimonios, de las revoluciones empíricas de todo linaje que hasta aquí han marcado y amojonado las fronteras. Y si mediante el progreso sucesivo de las nacionalidades, y la atracción hacia el centro común que naturalmente ejercen, significaran un día nación y raza una misma cosa, ¿qué sería ello, en realidad, sino volver racional, reflexiva, sistemáticamente al primitivo estado en que representa a la humanidad la historia? [79]

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– III –

Al abrir la antropología sus anales, contempla ya separados en razas, que muchos apellidan pueblos, a los hombres, harto tiempo antes que la historia propiamente dicha los muestre repartidos en naciones. Pero raza no es más al cabo que una forma primordial de nación, dada en la extensión territorial, en la simplicidad de elementos y diferenciación perezosa y tenue con que aparecía todo en la humanidad primitivamente. He hablado por demás ya del significado de las palabras, para que me detenga sin necesidad a examinar la sinonimia de pueblos con razas, que en muchos lugares de la historia escrita es, sin duda, evidente. Consignaré sólo que pueblo, del mismo modo que raza, quiere decir nación a veces, además de población, y fuera de otro limitado sentido, correspondiente al tecnicismo práctico de la política; que lo que importa es que la confusión de las palabras no haga más confusa que es de por sí la materia. Tampoco he de entrar aquí, claro está, en la cuestión, ya etnológica, ya etnográfica, de las razas, una de las más oscuras que todavía existan para la ciencia. Soy yo [80] de los que creen en la unidad de origen de la especie humana, opinión que no ha sido del todo abandonada todavía ni aun por el positivismo o materialismo contemporáneo; pero eso nada importa ahora a mi intento. Que sean originariamente tres, diez, veintidós, sesenta o más las razas; que se las distinga por los cráneos o, cual más recientemente se intenta, por los cabellos; que tocante a su clasificación y entronques anden en el entretanto discordes la lingüística y la historia con la antropología, o si se quiere con la zoología, digno es de discutirse, en verdad, y aun pienso que lo discutiréis aquí muchos; más sin detenerme a examinarlo muy bien puedo pasar, y pasaré adelante.

Ello es lo cierto que desde que las agregaciones o agrupaciones naturales de familias humanas necesitan nombre, por fuerza hay que darles el de nación o el de raza, y este último responde mejor que el primero al hecho que encierra. Formáronse las primitivas razas conocidas con reuniones más o menos numerosas de familias primero, luego de tribus, separadas de otros grupos de ellas, según toda probabilidad, por no bastar en un territorio mismo la caza o la pesca para alimentarlas, y por el espíritu de discordia, en todo tiempo tan poderoso; las cuales gentes viviendo aisladas, y bajo el imperio largos siglos de condiciones climatológicas semejantes, en un suelo poco diferente, adquirieron al fin, no tan sólo caracteres físicos uniformes, y distintos, aunque en nada esencial, de los de los hombres de quienes se habían apartado, sino aun caracteres psíquicos diversos, en la corta medida que [81] lo psíquico influía en la vida a la sazón, hasta llegar lentísimamente a constituir un especial modo de ser colectivo, representado por cierta personalidad y conciencia propias, por peculiares rudimentos de cultura y por un particular sistema de hablar, o sea un idioma: expresión última y acabada de la nueva individualidad social que se elevaba sobre la familia y la tribu, en el proceso maravilloso del ser humano. Pero las razas así formadas, ¿han llegado a ser especies distintas, o solamente variedades de una especie misma? Bien podría omitir la respuesta, pues que, según dije antes, no es mi objeto entrar en disquisiciones innecesarias, y toca este asunto, más que a las morales y políticas, a las ciencias naturales. Pero no sé si se aprobaría mi reserva, y quiero por eso decir que las razas no son, a mi juicio, sino variedades, cuando más, de la humana especie; variedades que las primitivas condiciones de vida imprimían física más bien que moralmente en los hombres, así como en los tiempos posteriores las causas morales son las que más notable variedad originan, dando carácter a las nuevas razas que podemos llamar históricas, como la latina, la teutónica o germánica y la eslava, paulatinamente formadas en el seno de una de las razas primordiales, que hoy se intitula caucásica o mediterránea. Durante muchos siglos, las sucesivas emigraciones e invasiones del Asia, del Norte de Europa y aun del África austral, fueron suministrando a la vasta extensión de gentes sujetas antes al Imperio romano, nuevos y nuevos elementos étnicos constantemente, los cuales mantuvieron y aun aumentaron las variedades físicas, [82] más o menos importantes, que ya entre los habitantes del derrocado Imperio existían; pero desde que cesaron las emigraciones de pueblos enteros, escitas o escandinavos, visigodos, sarracenos, o almorávides, poco a poco fue decayendo el elemento físico de la variedad en las razas civilizadas, y sobreponiéndose del todo el moral, como se ve ahora.

De todo esto no se deduce más sino que en realidad impera cierta ley de diferenciación sobre las cosas, ley que en lo primitivamente simple y uno de la naturaleza va lenta y sucesivamente descubriendo después lo múltiple, lo compuesto, lo heterogéneo, hasta que, terminado el proceso analítico, la necesidad definitiva de la síntesis se impone a la razón, y emprende ésta el arduo empeño de reconstituir, armonizar y unificar, convirtiendo a la larga en racional o espiritual lo que al principio era sólo natural o instintivo. Así fue, señores cómo en las razas primitivas y prehistóricas se determinaron las históricas y modernas; así es cómo dentro de estas últimas razas se han diferenciado y constituido muchas veces después nuevas y novísimas naciones. No es temerario pensar que lo que entre estas últimas diferenció y separó el acaso, o la fuerza, muy poco a poco sin duda, pero incesantemente, lo vaya reconstituyendo la razón. Y en el ínterin, si el derecho público internacional vigente ni puede ni debe regularse por los apetitos de las naciones, preciso es reconocer, en cambio, que las que de éstas viven robusta vida, no sin razón aspiran a devolver la unidad a su raza, obedeciendo a un deseo de reconstitución que inmensamente se aparta del deseo [83] de aislamiento, del exclusivismo de otros tiempos. No puede, tampoco, otorgársele (me apresuro a declararlo altamente) bastante autoridad jurídica a la nacionalidad por sí sola para fijar los límites de los actuales Estados o potencias; pero así como se la tiene ya en tanta cuenta, por lo que hace al derecho público-privado, que aspira ella a informar de más en más cada día, constantemente crecerá también su influjo político en lo por venir, y nunca podrá ser ya suprimida del derecho público internacional, piense la diplomacia lo que quiera. El espíritu de la nacionalidad y el de la raza se juntan ahora y se completan. Y nación o nacionalidad, y raza, constituyen, por todo eso, conceptos y palabras que, aunque no sean de nueva invención, tienen hoy una importancia en la sociedad de los pueblos que no se había sospechado hasta aquí jamás. [87]

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– IV –

Ya que me he entretenido tanto en la discusión léxica de nación o nacionalidad, y luego de raza o pueblo, y expuestas ya también las consideraciones generales que tales vocablos y los conceptos que representan sugieren, fuerza será concretar mi razonamiento ahora, manifestando, si con la brevedad que exige un discurso, con la exactitud que me sea dable, lo que finalmente entiendo y pienso que debe entenderse por nación, asunto principal del que dirijo en este momento al Ateneo. Aquí he de alejarme también, mal mi grado, de algunas opiniones corrientes. Porque, así como he procurado demostrar que aquella nación que pensaron, amaron y tantas veces defendieron a costa de ríos de sangre nuestros padres, con igual esfuerzo, por lo común, en días de decadencia o de fortuna, no era otra, en suma, que esta que pensamos, amamos y defenderíamos nosotros, si llegase el caso, quisiera llevar ahora el convencimiento a los ánimos de que, sea cualquiera la opinión dominante entre los doctos, tampoco es diferente en su esencia la nación presente de lo que fue la ciudad grecorromana, la civitas o [88] patria antigua. Por supuesto que este otro sustantivo patria, se ha tomado muchas veces también, cual nadie ignora, en más estrecho sentido que el que a nación corresponde, significando el sitio, fuese cual fuese, lo mismo ciudad que aldea, en que se nacía; mas hoy, en el uso general, vale tanto patria como nación, con la diferencia de que no solemos decir nación sino en nuestras relaciones con los extraños, pues acá para nosotros, en la interior conversación o sentimiento íntimo, no tiene nación otro nombre que patria. Viene a ser así la patria, conciencia que cada nación posee de sí misma; y aun por eso cabe decir que la patria no ha existido ni existe en las aglomeraciones inconscientes de hombres, a quienes tan sólo el instinto, o necesidades materiales y recíprocas, mantienen juntos, por más que formen ciudades y hasta grandes naciones. La patria es, donde en su plenitud se posee, aquel ente social que más íntimamente amamos, el que nos entusiasma más, el que mueve y electriza nuestra voluntad más fácilmente, y no pienso yo que esta voz nobilísima haya perdido tanto valor y hechizo como se supone, desde la antigüedad hasta ahora, ni en los corazones ni en los oídos. No es ya ciertamente patria lo que en Grecia o Roma era: la morada exclusiva de los propios Dioses; la tierra que en sus funerarias urnas sustentaba, no ya los cuerpos, sino, con las cenizas, las almas mismas de los antepasados: único templo en que cada cual podía practicar su culto y ser regido por verdaderas leyes, solo territorio en que no se era impuro bárbaro, al modo que los egipcios por un lado, y por otro los griegos y romanos, [89] consideraban a todo extranjero; sola ciudad o agrupación de hombres, en fin, donde cupiera poseer y disfrutar los derechos civiles y a veces los naturales. Pero la diferencia entre aquel concepto y el nuestro, consiste, no en que la patria o la nación dejaran de existir en la antigüedad, sino en que las modernas naciones, soberanamente informadas por el cristianismo, hasta a pesar de ellas mismas con frecuencia, ya no les consienten a los hombres preocupaciones o iniquidades semejantes.

Nadie, por lo demás, ha negado hasta aquí, ni en la geografía, ni en la etnología o etnografía, el título de naciones a las antiquísimas gentes, o semibárbaras o realmente bárbaras, que formaron los primeros imperios históricos del Asia, o los de Moctezuma y Atahualpa, de que todavía quedan míseros residuos en el Nuevo Mundo; y nadie se lo suele tampoco negar a las gentes de la Oceanía, más recientemente descubiertas y conocidas: que bien que inferiores, imperfectas, rudimentarias, naciones eran o son seguramente. Las primitivas, ya pescadoras, ya cazadoras, ya pastoriles y nómadas, inmolaron de ordinario a los extranjeros vencidos, porque así el sentimiento como la idea de humanidad del todo estaban de ellas ausentes; siguiéronse otras, más o menos fijas, pero algo industriales ya o comerciantes, que, empezando a sentir confusamente su comunidad con los demás hombres, se limitaron a convertir a los vencidos en castas inferiores (por donde la servidumbre y la esclavitud misma fueron progresos en la historia), mientras que ellas mismas se sujetaban [90] pacientemente al régimen tiránico de la guerra, de la invasión y de la conquista, que eran su único ideal de vida, por lo cual encerraron en la disciplina militar todo su derecho civil o penal, y se sometieron al mando absoluto del General, o Emperador, según se dijo más tarde; largos siglos ostentó éste luego el triste nombre de déspota en regiones inmensas; y allá a lo último, apareció en fin la ciudad antigua: la ciudad, tal como se organizó en el mundo grecorromano. Esta, con sus estrechos límites territoriales, y todavía más estrechos límites jurídicos, con su inhumano exclusivismo y todo, fue ya entonces, y no cabe dudarlo, la primera realización racional de la nación, en lo exterior, y, en lo interior, de la patria.

Pocas cosas parecen tan evidentes como el que la corta jurisdicción territorial de estos antiguos Estados no da motivo para que se les niegue valor nacional. Naciones pequeñas y hasta mínimas se han conocido después, y si por lo que hace a la extensión y población, sufren bien la comparación con los de ahora los antiguos imperios asiáticos, no por eso merecen más que merecían las ciudades griegas el nombre de que se trata. Y ¿quién negará que Roma, la Roma invencible, dominadora, conquistadora, aunque tuviese el derecho de ciudad circunscrito a los descendientes de sus primeros pobladores, tantos siglos, no tan sólo fuera una patria gloriosísima, sino por eso mismo, y desde sus orígenes una nación, verdadera? Ni más ni menos que la romana ha habido siempre otras, y aún las hay, que no dan participación en los derechos políticos de [91] sus propios ciudadanos a los hombres de otro linaje, aunque juntamente con ellos constituyan Estados, sin que nadie por eso haya creído que no fuesen tales naciones. Una notable diferencia se observa, a la verdad, entre las antiguas ciudades autónomas y aquellas naciones populosísimas, con territorio inmenso, que formaron los primitivos imperios de la historia, la cual consiste en que estas últimas solían estar constituidas por una raza única, y eran naciones-razas, en la apariencia al menos, ya que la crítica no puede descomponerlas y analizar sus remotos orígenes, mientras que, en la ciudad clásica, plenamente se manifestaba ya la diferenciación y determinación que, dentro de una propia raza, produce distintas naciones, puesto que idénticas razas históricas engendraron las ciudades griegas o las latinas. Fue luego el espíritu municipal de los siglos medios la última y ya degenerada forma de la civitas o ciudad antigua, insensiblemente absorbida por la gran nación que se intituló al fin Imperio romano, hasta que de un modo oficial se incorporó a éste todas sus gentes y pueblos, mediante aquel decreto oscuro que inciertamente ilustra la memoria poco honrosa de Caracalla. La humanidad se afirmó así por primera vez en el orden político, mientras que en el orden religioso era asentada y propagada por el cristianismo, al cual siempre y en todas partes se le ve por cimiento de la civilización moderna. Deshízose más tarde aquella forma superior de imperio, dejando tras sí muchos pueblos sueltos, educados en su grande escuela jurídica, los cuales, por virtud de este vínculo común principalmente, [92] formaron, y todavía forman en nuestros días una raza, no tanto étnica como históricamente separada de las otras, la romano-ibero-gala o latina. Con los bárbaros triunfantes volvieron a salir a la escena las naciones-razas, que otra vez sobrepusieron el elemento étnico o de origen al histórico, como si la humanidad comenzase a dar de nuevo sus primeros pasos en el camino de la civilización. Y desde aquellos tiempos para acá otra vez han ido alejándose, por el contrario, y cada día más y más, de su primitiva unidad de origen las naciones, ora formándose, ora deshaciéndose, por amalgamas o desgarramientos fortuitos, y las más veces involuntarios, hasta el siglo presente, en que nuevamente se inclinan a recobrar su estado antiguo. Pero mientras convulsamente se agitaban antes en tales transformaciones y andanzas, presenció un fenómeno histórico el mundo no menos importante que la invasión de los bárbaros, que fue el feudalismo, el cual, resucitando las castas y dividiendo en plena cristiandad a los hombres en señores y siervos, llenó de pequeñas soberanías personales las naciones; localizó así y pervirtió, no sólo el sentimiento humano universal, sino el de la patria, y puso por largo tiempo en olvido la nacionalidad, tal y como queda explicada anteriormente. La anulación del más perfecto derecho, todavía formulado, del derecho romano, por la más brutal de las fuerzas humanas hasta entonces conocidas, la de los bárbaros del siglo IV; la coetánea y exclusiva sustitución del ideal terrestre por el místico y divino, que trasladaba todo sentimiento y aspiración [93] de la humanidad a otro mundo mejor, y por tanto diferente; el propio individualismo germánico, que, al destruir en la ciudad y el Imperio la noción clásica del Estado, divinización supersticiosa, a la verdad, de la nación o patria, devolvía, en cambio, a los hombres el instinto de independencia individual, divergente del de nacionalidad, aunque no le fuera de todo punto contrario, juntamente dieron lugar entonces a aquel largo eclipse que sufrió el concepto de nación entre los hombres. Y siglos tras siglos corrieron así hasta que, al calor de las monarquías modernas, resucitó él por fin, y con mayor fuerza y brillo que hubiera alcanzado antes. Bien comprenderéis, señores, que sobre todo esto pase rapidísimamente, pues nada podría en ello deciros que no sepáis. Úrgeme, de otra parte, llegar ya a manifestar lo que después han sido, y son hoy día, la nación, la nacionalidad y la patria.

Que nunca -vuelvo a decíroslo- ni tales palabras ni sus conceptos han despertado la atención que en estos tiempos despiertan. Y en vano el cosmopolitismo, aunque hijo de tan nobles padres como la monarquía universal romana y el espíritu cristiano, y tan estrechamente emparentado con toda la civilización moderna, conspira teóricamente hoy contra el egoísmo o particularismo, cual se dice en otras partes, de las naciones. Éstas, no tan sólo persisten, sino que, sintiendo la nacionalidad con mayor viveza de día en día tienden a fortalecerse, a extenderse, a afirmarse en la vida más y más. No es la nación, no, el último término de la serie que forman [94] las agrupaciones sociales, según el pensamiento moderno; que todavía está y queda por encima aquel concepto universal de humanidad, hoy clarísimo, que entrevió ya la antigüedad clásica. Pero tan está remoto, que aún no divisa la percepción humana el día en que, aparte los filósofos puros, que ponen su razón fuera del espacio y del tiempo, y cierto género de utopistas político-económicos, sobreponga nadie la humanidad a su nación o a su patria, al modo que nadie que esté en juicio, o no sea un malvado, antepondrá nunca el prójimo en general al íntimo prójimo a quien se llama hijo o padre. Los utopistas político-económicos, con algunas puntas siempre de filósofos, son los que trabajan más con tal empeño y con menos fruto. Hace ya mucho tiempo que el famoso abate Saint-Pierre imaginó la paz perpetua, y la idea no ha producido aún sino lugares comunes retóricos, en Congresos más ruidosos que formales. Cierto gran poeta, es verdad, Lamartine, escribió, ebrio de humanitarismo, un día este verso famoso:
«¡Nations, mot pompeux, pour dire, barbarie!»

En el entre tanto, mientras más civilizadas están, como, por ejemplo, Inglaterra o Alemania, más enérgicamente afirman las naciones, no tan sólo su existencia, sino hasta su exclusivismo nacional. Pero ¿qué mucho, señores? Yo propio oí un día a cierto sacerdote(9), célebre primero por sus servicios, por sus deservicios [95] después a la Santa Silla, predicar un sermón vehementísimo en la vasta iglesia romana de Santa Andrea de la Valle, contra el amor nacional, procurando demostrar, con aquella exageración de carácter que tanto le ha perjudicado a la postre, que un tal afecto de amor, personificado a modo de deidad en la patria, procedía de la bárbara idolatría, no del espíritu cristiano, según el cual son unos y hermanos todos los hombres. Aquel sermón -vilo yo palpablemente- no entibió lo más mínimo, aunque tan elocuente e informado por tan alto sentido, la pasión nacional de los italianos que le escuchaban, bien que en algo importantísimo errasen para mí también, y por más que a la satisfacción de la nacionalidad sacrificaran por entonces sus más claros intereses. Pues lo que no consiguió la sofística interpretación de la fraternidad cristiana aquel día, mal acertarán a lograrlo, ni por medio del optimismo filosófico, ni de la poesía, ni de la filantropía, ni del comunismo, bajo ninguna de sus formas, los discursos profanos. Ya habéis visto en qué han quedado todas aquellas seguridades de paz perpetua, entre las naciones industriales y comerciales del siglo, que hacia 1848 regocijaban a tantos cándidos, con apariencia o pretensiones de hombres pensadores. Littré, el laborioso y docto Littré, a quien sería injustísimo calificar de ese modo, cayó también, a fuer de positivista, en aquel error inocentísimo. Nunca han luchado más y más tremendamente las naciones, que desde que se dio tamaño bien por adquirido. Y no lo dudéis, señores, aunque con razón nos contriste esta verdad a todos: el [96] mundo está preñado de futuras, inmensas, inauditas guerras, al lado de las cuales, según se puede juzgar ya por las últimas, fueron no más que ensayos las de la antigüedad, las de la Edad Media, y las de los tres siglos que nos preceden. Ellas han de dar testimonio plenísimo de que continuará habiendo por largo tiempo naciones, de que no dejará de haberlas hasta un período, que sólo el pensamiento filosófico alcanza, tal y como hoy las hay. [99]

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– V –

Por eso, señores, por eso es oportuno, ya que tanto hay que contar con ellas, esclarecer su concepto. Obsérvase en él indudablemente bastante confusión todavía. No ha mucho que se escribió sobre esto un libro especial, que anda en manos de todos, y viene a demostrarlo, por ser una compilación o resumen de todas las definiciones conocidas, bien que añada algo el autor de cosecha propia. En éste, según dicen, un diplomático austriaco educado en la escuela de Metternich, a lo que parece, y representante ahora de Austria-Hungría en una de las capitales de Europa, al cual debió de sugerirle tal idea el particular influjo que en la política interior y exterior de su país ha tenido el principio de las nacionalidades últimamente. Vivo testimonio ofrece, por cierto, el referido Imperio de que no es posible hacer sinónimos Estado y Nación, aunque todo Estado necesariamente tienda a absorber las naciones varias que por acaso lo componen. Halla, sin embargo, el autor a que aludo, apoyándose en la autoridad de otros pensadores, entre los cuales pudiera citar alguno español, que la variedad anima y vivifica, aguza el espíritu [100] y ofrece ocasión a útiles comparaciones, estimulando el general progreso del Estado en que se da, por donde pretende que los que intentan absorber los varios grupos nacionales en las grandes razas homogéneas, corren riesgo de crear en la vida una estéril monotonía mientras que tampoco ganarían nada las dichas razas al constituir, por sí solas, naciones. Tal doctrina, excelente para un austro-húngaro, y muy práctica y muy digna de tenerse en cuenta en las cancillerías del siglo, difícilmente resistiría un análisis racional. El hecho de la existencia de los actuales Estados, que se reparten el mundo culto, dignísimo es de respeto seguramente, y puede, y en general debe subsistir hasta por siglos; pero negar que aquél esté mejor constituido donde haya una sola nación, o una propia raza, y una misma lengua, o, cuando más, dialectos fundamentalmente ligados al idioma común, y donde toda la población esté llena de iguales recuerdos, enamorada de idénticas tradiciones, informada, en fin, por un común espíritu, parece como negar luz al día. También es verdad, según demuestra otro escritor ilustre en un libro, del cual tomé antes el moderno concepto de nación para compararlo al antiguo, que, dentro de una raza misma, con antigua historia común, pueden determinarse, no tan sólo distintos Estados, sino diferentes naciones; pero es notoria exageración suya el decir luego que la formación de naciones, dentro de una misma raza, y aun de una propia nacionalidad, sea fenómeno semejante al de la variedad en las especies, por lo que hace al reino vegetal y al reino animal. La historia da más [101] testimonios que la botánica o la zoología, en sus respectivos casos, de la primitiva unidad de la especie humana, y todos hemos presenciado, por otra parte, en este siglo, cuánto más difícil sea que desaparezcan las variedades botánicas y zoológicas en las especies que las contienen, que el que las variedades nacionales se borren o desvanezcan en la raza original. De todos modos, el hecho de una nación exclusivamente obra de la historia moderna, sin fundamento etnológico, filológico ni geográfico alguno, con gusto lo repito aquí, señores; es también muy respetable mientras exista.

Y para mí con evidencia existe, siempre que cualquier conjunto de hombres y pueblos olvida, con razón o sin razón, que habita los mismos terrenos que otros con quienes tiene unidad de raza; que sus tradiciones más antiguas son iguales; que son semejantes, si idénticas no, sus lenguas y literaturas; aborreciendo, en cambio, todo lo que en común posee con aquella gente, sintiendo y pensando únicamente lo diverso, lo contradictorio; recordando tan sólo los combates sostenidos enfrente, no los que ha sostenido a su lado; haciendo leyendas de triunfos, después de todo fratricidas, y convirtiéndolas en agudo acicate del odio antiguo, y del moderno amor propio, sentimiento que más que ninguno divide a las colectividades, y a los individuos, y no es, por cierto, de los más exentos de error. No hay en tal caso la afección, no la unidad de espíritu, no la nacionalidad, en fin, que forma, conserva y extiende en el espacio las naciones; y poco importa, por lo mismo, la identidad de [102] todas las demás circunstancias naturales, o que haya todo género de razones prácticas para vivir en comunidad de intereses. El medio único de reintegrar las razas o las nacionalidades una vez tan desgarradas, sería la conquista, y la conquista de unos por otros pueblos, aunque pueda constituir entre ellos un solo Estado, nunca constituirá una sola nación; pues la nación se da en el espíritu, y como cosa del espíritu, no en los hechos brutales. Que la humanidad, en tanto, camina hacia las grandes agrupaciones étnicas y geográficas, no tiene duda; pero mientras la unión de unas agrupaciones con otras no se funde en la conciencia de un alma común, mejor es no pensar siquiera en ello, dejando al tiempo que lenta y solitariamente realice, si posible fuere, la unificación de los sentimientos y de las ideas, y poco a poco enfríe o entibie las oposiciones, aquellas sobre todo que nacen de las contrarias glorias militares, las cuales tienen especial virtud para mantener la separación, y por mucho tiempo el odio, hasta entre pueblos y hombres, que no por eso dejan de ser compatriotas a las veces, o son a su pesar malos hermanos, pero hermanos. Después de estas declaraciones, que, en verdad, no pecan de equívocas ¿por qué habría yo de reconocer también ahora que aquellas enfermedades que la historia, como toda vida, engendra en las nacionalidades, impidiendo la salud y robustez de todos sus miembros a un tiempo, esterilizando el sentimiento mismo de nacionalidad, destinado por la Providencia a tan sublimes empleos, deban perpetuarse, y que sea justo, conveniente, preciso, que se padezcan [103] eternamente? No: hasta ahí no puede llegar, aunque sea profundísimo, el respeto del pensamiento a los hechos. Ni es eso, no, lo que, apartando por entero los ojos de la presente realidad, quepa pensar hoy universal y científicamente.

Tampoco pienso yo -y habrá de perdonármelo el que aquí o fuera de aquí otra cosa entienda- que las pequeñas naciones sean preferibles a las grandes, y que éstas, por su inevitable tendencia unitaria, traigan males, que antes bien tengo a las últimas por los mejores instrumentos temporales que la humanidad posea para continuar el progreso y alcanzar toda la posible bienandanza sobre la tierra. Aquellas exiguas naciones que en la antigua Grecia y la Edad Media italiana existieron, no duraron tanto sino por su carácter especialmente municipal, y quedaron, de todas suertes, más célebres que por la prosperidad o gloria que alcanzaran, por la interior, incurable anarquía que constantemente las afligió, ya mediante los demagogos, ya mediante los tiranos, hasta dar al traste con ellas, y traerlas a morir, todavía menos a manos de los grandes Estados, que a causa de su radical ineptitud para vivir ordinaria y buena vida. Ni me parece que, dada la importancia que al medium o elemento geográfico y territorial otorgan todos en la constitución de las naciones, débese desdeñar o tratar ligeramente lo que toca a las fronteras naturales. Porque ellas sin duda cierran y determinan este medium geográfico, y, después de haber fijado la extensión de tierra primitiva o sucesivamente ocupada, por instinto natural o reflexivo estudio, son [104] prenda siempre de estabilidad y seguridad para las naciones. Mil y mil veces feliz, por tanto, aquella que las posee tan propias e infranqueables como la Gran Bretaña las posee. Que, lejos de censura, merece admiración el hecho honrosísimo de que los vencedores de tantas grandes batallas, sean allí suspicaces guardadores de bien tamaño, así como el espectáculo envidiable que allí también dan los principales ciudadanos, príncipes, poetas o filósofos, asociándose espontánea y públicamente con igual propósito, sin miedo a los sarcasmos del cosmopolitismo mercantil o de la ignorancia.

Pero mientras todas las antedichas ideas, con más o menos contradicción, corrían por el mundo, de repente ha aparecido una ahora que, si no es original de todo punto, cabe reputarla tal, a causa de la desnudez con que está expuesta, y por ser de escritor elegantísimo, que suele al presente hallar auditorio fácil, lo mismo que para sus aciertos para sus grandes errores. Refiérome al concepto que en un opúsculo intitulado ¿Qu’est-ce qu’une nation? ha expuesto M. Renan, muy poco ha, sobre la materia(10). Habíase ya señalado por muchos, como seguro indicio de la realidad de una nación, el asentimiento unánime de los individuos que la componen, al hecho de su asociación o existencia colectiva, y cierto que, como indicio o señal de nación y aun de nacionalidad, no carece eso de valor. Lo general es que los miembros de una nación indeliberadamente [105] miren como cosa natural, forzosa, irrevocable, el vivir juntos; y la notoriedad de esto da testimonio irrecusable de que una nación o nacionalidad existe realmente. Mas el hecho no basta por sí sólo aquí, ni en nada, a engendrar el derecho, que es producto superior de la razón. La nación no es, ni será nunca, cual se procura, no sin error también, que lo sean las formas políticas, o sistemas de gobierno, mucho más accidentales de todos modos, el producto de un plebiscito diario, ni obra del asentimiento, constantemente ratificado por todos sus miembros, a que continúe la vida común. No: el vínculo de nacionalidad que sujeta y conserva las naciones es por su naturaleza indisoluble. Para que no lo fuera, necesitaríase que de hecho se determinase una nacionalidad al suicidio, no menos ilícito e inmoral en las grandes y necesarias agrupaciones históricas, que en los pasajeros individuos. Todavía al mayor número puede además reconocérsele competencia para fallar sobre las meras cuestiones de intereses, en los cuales, puesto que es fuerza elegir, los menores hasta por equidad tienen que ceder a los mayores, si bien no exista en nadie para destruir aquello que es de derecho divino entre los hombres, ni los simples derechos naturales o individuales, ni la familia. Que si, por cosa imposible, quisiera la mayoría de una nación sujetarse voluntariamente a otra de raza, historia o nacionalidad diferentes, muy bien podría emigrar con tal propósito, abandonando la tierra patria por la extranjera, mas no negar a la minoría su derecho a conservar colectivamente una constitución personal, y a proseguir [106] apacentando el espíritu de sus adeptos en unos mismos recuerdos de gloria, llorando por igual manera los afrentosos, arrodillándose en los propios templos y venerando las tumbas mismas que veneraron sus padres, soñando el porvenir que ellos soñaban, odiando y amando lo que amaban u odiaban ellos; manteniendo viva, por fin, en sus entrañas, aquella conciencia moral, aquel alma, aquel principio espiritual en que, la una a título de causa, y la otra a título de efecto, la nación y la nacionalidad consisten, sin duda alguna. Por eso, señores, al emitir la opinión antecedente, no tan sólo se coloca Renan fuera de la realidad histórica y de la verdad jurídica, sino que contradice su propio concepto de nación, hasta ahí conforme en gran parte con el mío. Ni la conciencia, ni el espíritu, ni el alma, en suma, que en la nación reconoce él también, son cosas que se puedan partir cuando se quiere, ni son siquiera por su naturaleza mortales. Y si, como el propio Renan confiesa, no se cifra la nación en la raza, que ciertamente puede derramarse por espacios y Estados diferentes; ni en la lengua, que cabe también que pertenezca a gentes por largo tiempo unidas, y definitivamente separadas luego unas de otras por la naturaleza, cual hoy lo está de las hispanoamericanas la española; ni en la religión, que tampoco basta realmente en nuestros días para mantener u organizar asociaciones nacionales; ni en la geografía, ni siquiera en los intereses recíprocos o comunes, no obstante que todo esto sea divisible, repartible, disoluble, ¿por qué extraña inconsecuencia pretende después que baste la suma [107] de los votos individuales para romper el vínculo nacional?

No, señores, no; que las naciones son obra de Dios, o, si alguno o muchos de vosotros lo preferís, de la naturaleza. Hace mucho tiempo que estamos convencidos todos de que no son las humanas asociaciones contratos, según se quiso un día; pactos de aquellos que, libremente y a cada hora, puede hacer o deshacer la voluntad de las partes. Ni, bien mirado, ¿qué es esa voluntad general, de que hablan Renan y otros tan ligeramente? No quiero negar yo que un pensamiento mismo pueda reinar en la muchedumbre, y que este pensamiento común provoque en ella elección, iniciativa, actos de verdadera voluntad a las veces. Pero, sobre no poder realizarse sino en rarísimas ocasiones, y asuntos no menos raros, por lo sencillos y fáciles, suelen tal pensamiento y tal voluntad revelarse más bien tácita que públicamente, y antes que por los votos recogidos un día, por los hechos permanentes. Y es no poco singular que se dé tanta fe ahora al libre albedrío colectivo, cuando nunca ha sido menos cumplidamente reconocido el individual que en los tiempos actuales. No tan sólo acontece tal por obra del naturalismo y el determinismo, que es su necesaria consecuencia, sino porque el propio espiritualismo, cada vez más cohibido por sus adversarios en este punto, se ha ido viendo forzado de día en día a reducir el espacio en que mantiene la realidad de esa fuerza particular del alma, que, fuera de las de la naturaleza, existe, y obra, determinando de por sí o eligiendo nuestras acciones. ¿Con qué probidad de doctrina [108] los adversarios en principio del libre albedrío individual intentan ensanchar ilimitadamente los actos libres de la voluntad colectiva, dando a lo que hace la misma libertad heterogéneo aquello que a la unidad psíquica del hombre le rehúsan? ¿Cuántas causas determinantes más no obran sobre la voluntad general que sobre la particular? Ni hay nada más difícil que una suma en que, por oposición a la ley aritmética, ningún sumando puede reputarse homogéneo, puesto que cada uno de por sí es autónomo, en cada uno cabe determinación peculiar y diferente, y sobre cada cuál obran causas determinantes de diversa naturaleza. Exagérase, pues, cuando menos, la realidad, y todavía más el oficio de la voluntad general, entre los hombres; pero cuando únicamente se la emplea en decidir sobre los comunes y recíprocos intereses, ya lo he dicho: la imperfección de todo lo humano pide que, sea como quiera, los menos cedan el paso a los más; y nada puede oponer a ello la razón, cuyos postulados nunca bastan a distribuir por sí solos la absoluta justicia. Pero lo he indicado también ya, y más terminantemente lo digo ahora, con muy profundo convencimiento. No hay de todos modos voluntad, individual ni colectiva, que tenga derecho a aniquilar la naturaleza, ni a privar, por tanto, de vida a la nacionalidad propia, que es la más alta, y aun más necesaria, después de todo, de las permanentes asociaciones humanas. Nunca hay derecho, no, ni en los muchos, ni en los pocos, ni en los más, ni en los menos, contra la patria.

Que la patria es, señores (y permitidme [109] que repita algo ya de lo que improvisadamente he dicho en otra parte); la patria es para nosotros tan sagrada como nuestro propio cuerpo y más, como nuestra misma familia y más; y justísimamente despierta en el hombre la más viva y mejor de las pasiones: más viva y mejor que la del amor mismo, única capaz, no obstante, de rivalizar con el patriotismo, por darse idealmente en ella la ley natural que sobre el planeta conserva nuestra especie. Todavía el hombre se puede sacrificar cristianamente por el prójimo, sacrificar su familia a otra por filantropía, nunca será ya plausible del todo, mas cabe todavía en lo lícito: lo que tan sólo para el malvado sería posible es el sacrificio a nada, ni a nadie, de la patria. Hase castigado por eso más inflexiblemente que el parricidio la traición en todos tiempos. Puede también el hombre quitar noblemente a sí o a su familia la razón en todos los casos en que no la tengan; mas, una vez empeñada la patria en formal contienda, no es lícito, sino inicuo, el quitarle la razón jamás. Por la patria y no más va voluntariamente el hombre, sin faltar a Dios, tanto como a recibir a dar la muerte, que heroísmos gloriosos hay que no son sino verdaderos suicidios, y aun el homicidio, de ordinario bárbaro, repugnante y criminal, con justicia merece altos premios, cuando, desplegados al viento los patrios colores, se afronta en el campo al poder extranjero. Ni hay que preguntarle a la patria el por qué; si ella manda que al pie de su bandera rinda el hombre la vida; que para eso también tiene siempre razón. Y razón tan clara, señores, [110] que no hay hombre de bien, por corto de luces que sea, que de por sí solo no la comprenda; mas, ¿cómo no?, si las madres mismas la comprenden, las madres que tan de antemano lloran a los hijos, que, sea como quiera, pueden morir. Desdichada aquella gente que encuentre fácilmente contradicción entre estos hechos de conciencia y la fraternidad originaria, que bien querría yo también que allá en siglos remotos, cuando la misión de las naciones esté cumplida, fuese universal y definitiva entre los hombres. Pero esa fraternidad no anda próxima, y justamente ahora, por causa del alejamiento de nuestro Padre común, de Dios, paréceme a mí que cada día se entibia y aleja. En el entre tanto, menester fuera ser ciegos para no ver, sordos para no oír, todo lo que significa aún por desgracia la palabra extranjero, principalmente para las naciones débiles. Que las fuertes están bastante más cerca de la fraternidad entre sí, porque no se niegan, a lo menos, el respeto recíproco. No sé yo, pues, cómo el patriotismo de las grandes naciones con frecuencia aparece mayor que el de las medianas o pequeñas; que en estas últimas debiera el patriotismo ser preocupación íntima, concentrada, silenciosa tal vez, pero muy ardiente y casi única. Quizá consista en que la vanidad satisfecha interviene mucho en toda pasión humana, hasta en las más nobles, o quién sabe si en aquel ordinario rebajamiento que dio lugar a que tristemente dudara Cervantes si podía el pobre ser honrado. Pero basta; que no es punto éste para muy ahondado ni explanado, y pasemos a otro orden de [111] ideas, menos alto, aunque importantísimo también: al aspecto económico de la cuestión.

Más que nunca temo en este instante que hallen grave contradicción aquí mis opiniones, aunque ahora se comprima por la generosa tolerancia con que las oye todas, y todas las respeta tradicionalmente el Ateneo. Pero ¿qué remedio, señores? De la contradicción recíproca brota la luz, y ojalá que fuese luz que por igual nos alumbrase al fin a todos. Lo que sé decir es que las opiniones que voy a exponer ahora son en mí bien sinceras. Comenzaré por asentar que, si indudable es que no está puesto en razón el que un hombre por enriquecer a otro se empobrezca voluntariamente, o procure remediar a otra familia descuidando la suya propia, no es menos cierto, que también carecería de razón el que una nación dejara de mirar por sí antes que por otra, y que no procurase, ante todo, vivir, y luego prosperar más que ninguna en la suprema sociedad que todas juntas forman. Tras esto debo advertir que, además de las otras cosas dichas, es para mí la nación una vasta sociedad agrícola y mercantil, y hasta una sociedad cooperativa. De aquí el que piense yo, y muchos piensen, que, sin renunciar nunca en absoluto a competir con las demás, asistiendo a la universal concurrencia mercantil con el producto de su trabajo, puede y debe antes toda nación prestarse a sí misma, y realizar en su seno cuantos recíprocos servicios sean posibles. De aquí el que algunos pensemos igualmente que no es ilegítimo el propósito de dejar de consumir productos extranjeros, hasta donde factible sea, prefiriendo los propios, [112] por más que resulten menos finos o menos bellos. De aquí asimismo el que nunca falte quien alabe a las naciones que a todo anteponen su alianza y comunión mutua, mientras esta propia unión les permite acumular fuerzas para emprender y sustentar una verdadera lucha económica con las naciones rivales. De aquí, por último, que con evidente utilidad se sustraigan a la ley universal de los mercados, así en el trabajo como en la producción, dichas naciones, como los Estados Unidos en estos últimos tiempos, no obstante su vivo espíritu liberal, y bajo otros principios, pero no con menos persistencia, el triunfante Imperio alemán.

Es, a no dudar, el libre cambio, con el cual se hallan en oposición hechos tales, y tales máximas, un principio esencialmente cosmopolita y humanitario, que tiende a repartir los bienes entre las colectividades nacionales, según su capacidad y sus obras, al modo que los sansimonianos pretendían distribuir los bienes a los individuos. Pero la economía política, al dar absoluto valor práctico al libre cambio, olvida un dato fundamental, y es que las naciones tienen derecho a la vida y derecho al trabajo; lo cual, reconocido en los simples individuos, desbarataría esa y todas sus doctrinas por completo. Ni se comprende bien la teoría absoluta del libre cambio, sin presuponer la legitimidad de la lucha por la existencia, que el evolucionismo eleva, de hecho más o menos universal, pero de todas suertes material y brutal, a ley racional y justa de la vida. De creer es que las naciones, como los individuos, y con muchísima más eficacia que [113] ellos, protestarán eternamente contra tal ley, por más que legitime todas las consecuencias que se quiera en el orden económico. La hemos visto, sin duda, muchas veces realizada en la historia, y no tan sólo respecto a las naciones intelectualmente inferiores, sino respecto a naciones harto más cultas que aquellas que las destruyeran. Tal el grande Imperio romano; tal el de Bizancio. Y cabe, en verdad, tener por cosa providencial o natural el que aquellos Estados famosísimos perecieran para que los reemplazasen en este mundo otros nuevos, de gente sana, robusta, exuberante de vida y rica en porvenir. Pero así y todo, señores, aquellas tristes naciones, al fin vencidas, se defendieron bien, mientras pudieron, por instinto nativo, por invencible amor a la vida; y sean cualesquiera sus circunstancias actuales, toda nación que existe tiene hoy asimismo razón y derecho para existir, restaurándose, fortaleciéndose, desarrollándose, creciendo de nuevo para recobrar, cuando no el predominio, si lo obtuvo, la vitalidad que baste a que no sea descontada de las fuerzas universales y progresivas que el género humano destina a sus grandes obras. Y pues que no quieren morir, ¿quién osará decir que directa ni indirectamente deban ser tales o cuáles naciones sacrificadas al bien general de la humanidad, aun dado que fuera este bien incontestable? No es dudoso, sin embargo, que así quedarían a la postre sacrificadas, si por rendir excesivo tributo a las ideas humanitarias y cosmopolitas se prestaran siempre, y de cualquier modo, a combatir, en inferioridad notoria, y más o menos accidentalmente inevitable, con las [114] más fuertes, lo mismo, ni más ni menos, lo mismo en la industria que en la guerra. Que no es estímulo que avive el propio valor, sino segura ruina, la competencia cuando se establece entre naciones, como entre individuos grandemente desiguales en fuerzas materiales, y aun en las morales e intelectuales. Ni tal desigualdad suele ser voluntaria y remediable, aunque no venga, que bien puede venir, de desventaja originaria del suelo y del cielo, para prestar los primeros elementos a la creación de la riqueza, pues de continuo hay tanta y mayor desigualdad en los capitales respectivamente acumulados, los utensilios, las comunicaciones de todo género, las deudas, y las peculiares cargas públicas.

Para contradecir esto, preciso es ante todo negar que la instrucción, la prudencia, la laboriosidad, la economía, constituyan ventajas reales e insuperables, en un momento dado, por parte del que ha tenido de larga fecha tales cualidades sobre el que no las ha tenido hasta entonces, aunque quiera ya al fin tenerlas, trátese de individuos, de sociedades particulares o de naciones. Las hay entre éstas que traen de mucho tiempo desgraciada historia, cuyas consecuencias no cabe humanamente remediar en años, ni quién sabe si en siglos. ¿Débeselas, sin embargo, obligar a que lidien sin la más remota esperanza de vencer, consumiéndose en la imposible lucha de día en día, cuando ellas ni aun pueden venderse a la postre por esclavas, al modo que solían, llegada la ruina, el deudor o el proletario antiguo? ¿Tan fácil es siquiera la lucha económica entre el capitalista o fabricante ricamente heredado, [115] y el obrero que abre ya en la cuna los ojos a la miseria, sin más que sus brazos desnudos para luchar con las máquinas de vapor y los altos hornos que tan sólo puede dar el capital ya formado? Si una eterna ley humana, no tan sólo consiente, sino que ordena esto, pues que sin el preexistente capital no hay modo alguno de organizar el trabajo, eterna ley es también la que engendra y conserva las naciones, y nunca, ni por devoción a ningún ideal científico, se la debe olvidar. Al menos el individuo, colocado en situación desigual por causas propias o ajenas, si no venderse ya, se puede siempre resignar a morir, como en realidad muere muchas veces, a manos de la concurrencia industrial, ilimitada y por necesidad cruel, si no ya manifiestamente, por lenta y latente consunción, sin deber nunca aspirar a lo que por ley de su peculiar naturaleza aspiran, con razón, las naciones, que es a la inmortalidad. La muerte libértale así del suplicio de la miseria, pudiéndola todavía considerar como un trono más glorioso que el de los soberanos del universo, si por dicha suya conserva la creencia en las bienaventuranzas, y espera de una suma, infalible justicia que goce su virtud los bienes que sus brazos no alcanzaron. Pero las naciones son más irremediablemente infelices. Vencidas por el trabajo, como cuando definitivamente lo son por la superioridad militar del extranjero, su humillación, su miseria, su dolor, su infamia, no merecen ni logran consuelo jamás.

Por todo lo cual, señores, pienso y repito, que lo primero que las naciones tienen que hacer es vivir: pobres o ricas, con magnificencias [116] o con privaciones, modestas u orgullosas, según los casos, pero vivir a toda costa. Y vivan, si preciso es, mudas, retiradas, en reposo, no de otro modo que los enfermos viven, o viven los convalecientes, de ordinario, hasta que el pleno restablecimiento de su salud les consiente desafiar el frío, la lluvia, el hielo, todas las duras impresiones, en fin, que al aire libre se experimentan. Dichoso el individuo, dichosa la nación que siempre puede así vivir, cual viven los robustos y sanos, disfrutando, realizando la vida por entero. No injurio al libre cambio, en verdad, comparándole con el aire frío, pero tónico, que en los buenos días de sol nos regocija y alienta durante los inviemos de estas altas planicies castellanas. Menos todavía lo maltrato al decir que la posibilidad de sufrirlo es señal cierta de que una nación está al nivel común en la sociedad de las naciones; de que hay ya en ella los capitales, los ferrocarriles, los canales, la irrigación natural o artificial, los puertos, las escuelas, todo cuanto, en resumen, necesita para que sus condiciones de cambio y de competencia sean iguales, o siquiera parecidas a las de las otras en general. No le podrá a una tal nación acontecer que la masa de sus habitantes, cansada de inútil lucha, se dé por vencida, como lo está sin duda la de ciertos países, no europeos, y poco a poco abandone su propio trabajo para vivir del extraño; pagando lo que compra, primero con los insuficientes productos que le quedan y sus cortos ahorros pasados; después con la enajenación sucesiva del capital nacional, de sus minas, de sus interiores comunicaciones, del aprovechamiento de [117] sus ríos y costas; con la cesión, por último, de cuantos dones originariamente obtuvo de la Providencia, hasta venir a una especie de pauperismo colectivo, muy semejante al individual, y representar ante las naciones ricas el papel de los infelices labradores, que tan fácilmente pasan de propietarios a proletarios, por virtud de las malas cosechas y de la usura, sin que la humanidad pierda nada, a la verdad, pero perdiendo ellos indisputablemente de por sí la igualdad, la respetabilidad, la posición social que sus padres les legaron.

De seguro parece a muchos todavía más exagerado que inexacto lo que estoy diciendo; pero yo no sé, en cambio, cómo se pueda desconocer, de una parte que la miseria es tan irremediable entre los hombres, que el buscar una fórmula con que evitarla equivaldría a remover la quimera de la piedra filosofal(11), y de otra que las naciones, como personas que son, luchan por la riqueza y se exponen a la miseria, en las propias condiciones que cualesquiera otras. Paréceme también incontestable que los hombres reunidos en nación, forman, según ya he dicho, una vastísima sociedad agrícola, industrial y comercial; y, siendo así esto, cual es, ¿no se ve claramente que por diversas causas puede acontecerle otro tanto a una nación que a cualquier sociedad parlicular le acontece? Pues reparad, que todavía más que sociedad de intereses, es la nación una [118] gran familia, puesto que, como ella, es indisoluble, y responde como ella a fines morales, mucho más delicados de guardar siempre que los materiales; y las familias cada día sucumben unas a otras, según vemos, levantándose éstas, arruinándose aquéllas, al compás de la fortuna, tanto y más que de los propios méritos. La sabiduría de las familias pobres, el sentido común lo enseña, consiste en bastarse, hasta donde posible sea, a sí mismas, trabajando y produciendo lo más que puedan, comprando lo menos que puedan también. Y no hay duda que si familias y naciones desaparecieran en otros organismos humanitarios, como la utopía ha pretendido tantas veces desde el último siglo, podrían aspirar los hombres hasta a la igualdad en la distribución de los productos, cosa más cosmopolita y harto más fraternal todavía que el libre cambio. Pero no hay que ir tan lejos: éste mismo sería tan axiomático, cuanto en la ciencia ideal en la vida práctica, con sólo que las naciones se fundieran en una gran confederación, según algunos publicistas y el propio Renan pretenden, a comenzar por la confederación europea. Porque, si encuentro en esa doctrina dificultades de aplicación insuperables ahora, dados los particularismos nacionales, soy yo el primero en reconocer a la par, que ella representa una aspiración nobilísima del humano espíritu, y señala uno de los últimos eslabones de la inmensa escala del progreso humano. Sólo mientras las naciones sean, cual hoy son, providencial mente necesarias, será cuanto se diga en favor de esa gran confederación, si no del todo, en buena parte, [119] inútil; que el espíritu político se sobrepondrá al económico por lo común, e impedirá que donde inmediata y prácticamente dañe a la asociación nacional de los pueblos, se realice del todo jamás. En el entre tanto, si los que por dicha suya gobiernan naciones que representan entre las otras el papel de capitalistas y no el de proletarias hacen bien, muy bien, dejando simplemente hacer, y propagando y practicando la doctrina del libre cambio, no se debe extrañar, ni mucho menos, el que los que en otro caso se encuentran miren de diferente modo las cosas, y procedan en las reformas económicas con muchísimo tiento. La economía política, que comienza ya a confesar la frecuente antinomia de intereses entre los hombres, que incesantemente oponen los hechos a la doctrina de la armonía natural, al fin habrá de reconocer también la antinomia indudable que muchas veces existe entre los intereses de las grandes personas jurídicas que se llaman naciones. Y ella reconocerá igualmente al cabo, no lo dudo, que lo propio que el ser racional y moral del hombre impide que se le sume o se le reste, cual pura fuerza mecánica, en el trabajo, por más que en común nos abra a todos éste un mejor porvenir, la existencia, por ahora inevitable, de las naciones impone la obligación de transigir con las necesidades políticas que ellas tienen a todo ideal optimista y cosmopolita, por bello y seductor que sea. [123]

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– VI –

Y no estoy ya muy lejos del fin, que, con impaciencia, temo que aguardéis tiempo hace. Pero antes quisiera, señores, que desde las altas cimas de la historia primero, y desde el punto de vista de la diplomacia europea o americana después, contemplaseis las posiciones respectivas, los apetitos, las ambiciones, las ideas y los actos que constituyen hoy la vida de las naciones, y en especial de las que van al frente de la civilización. Fácil os será en tal caso observar que, además del de concentración o reintegración de que ya he hablado, el cual comienza a ser menos vivo, por lo mismo que está cumplido, en no poca parte, desarróllase, con ímpetu mayor cada día, otro movimiento, tanto y más enérgico y más general. Todas las naciones civilizadas bajo los principios del Evangelio, las cuales, ni más ni menos que en la Edad Media, constituyen todavía la cristiandad, sean cualesquiera las doctrinas teológicas o los ritos que en cada una imperen, parece como que más o menos lenta y manifiestamente se dirijan hoy a un fin idéntico, a una especie de nueva cruzada, de más seguros resultados que las [124] antiguas: a implantar donde quiera, no la cruz tal vez, pero sí la civilización, que desde el sacrificio del Gólgota se inició entre los hombres. Mucho más que en bautizar y convertir por caridad cristiana infieles, piénsase en obligarlos a tomar parte en la empresa común de la humanidad, so pena de desaparecer, como elemento inútil, de la escena del universo. Diríase que, reflexiva y ordenadamente, se está ahora realizando a nuestra vista la selección entre las naciones, y aun entre las razas, como para demostrar que la lucha por la vida ni puede atañer sólo a los entes irracionales, ni termina nunca con ese u otro nombre entre los humanos. Mas para mí (y tengo por más seguro esto que la evolución darwiniana), de lo que se trata es de cumplir el mayor de los fines con que Dios crió las naciones. Que ya sabéis, señores, que yo creo en las causas finales, en la finalidad interior y fecunda del mundo en general, y en particular del género humano, y que a esta finalidad le doy el nombre de Providencia divina. Por eso justamente quise en breves términos describir el estado de la filosofía contemporánea, y confesaros al principio mi esperanza íntima de que la nueva ciencia, que por fuerza ha de reemplazar algún día esta atonía filosófica en que al presente estamos, deje de una vez aparte, como hecho manifiesto e indestructible, la existencia de un orden universal, subjetivamente inteligente, previsor, omnisciente, que dé cuenta de la existencia de la razón, sin él inútil, por lo que hace a sus altas facultades al menos, haciendo definitivamente entender a los incrédulos hombres de [125] esta época, que fuera del mundo tienen un Juez sumo y un infinito Soberano.

Mirad bien y de cerca, señores, lo que está pasando. Imperios grandes hay que, por no pertenecer a la cristiandad, están hoy más amenazados que en los días de Lepanto todavía; allí donde sucumbió San Luis por su fe, malcontentos campean los descendientes de sus soldados, que no se satisfacen ya con la posesión o el deseo de las costas mediterráneas del fronterizo continente, sino intentan convertir buena parte de él en un mar artificial y propio, o atravesarlo de Norte a Sur con las locomotoras humeantes, o asegurarse las puertas, hasta aquí cerradas, de sus grandes regiones oceánicas por el Senegal, por el Congo, por las islas, por los ríos, por todas partes a un tiempo: la tierra, en tanto, de los Faraones, mal defendida por sus jinetes árabes o negros, tiembla vencida al peso de los caballos y los cañones de una gente del Norte, inevitable señora, antes o después, de las vías por donde pasen naves al extremo Oriente; lejos de ser ya terror de Europa los bereberes del Guadalete, o los árabe-bereberes de Poitiers, ni los benimerines del estribo del Atlas, ni los almohades del desierto intermedio, ni los almorávides del África austral, mantiénese ya en pie a duras penas el vasto Imperio por aquellas belicosas gentes fundado en los arenales secos; y en tanto las banderas moscovitas ondean amenazadoras hacia los confines de la Persia, de la China, de la India, mientras que los modernos Estados americanos, y en especial la gran República anglo-germánica, penetran hasta el fondo del continente abierto [126] al mundo por nuestros padres, ahuyentando con sus arados y sus bayonetas, o inexorablemente destruyendo las pobres tribus que aún restan de la población indígena; por todas partes, en fin, está emprendida o se prepara una marcha de hombres, por su número y por la extensión de los caminos, inmensa, algo semejante a la del siglo IV, pero al revés, siendo los emigrantes, los invasores, los futuros dominadores ahora los pueblos civilizados, que no los bárbaros y mostrando con evidencia la espontaneidad y universalidad del hecho que lo informa una ley suprema. Y así es, señores, sin duda alguna. Poquísimos días ha que Víctor Hugo decía, con harto menos sorpresa de la que suelen excitar sus profecías humanitarias: «En un porvenir próximo, Francia, Italia, España, y aun Grecia, dejando la parte que le toca a Inglaterra, ocuparán juntamente el África en nombre de la civilización.» No repito tales palabras por darles valor práctico actual, sino como signo de los tiempos. Pero las naciones cultas y progresivas indudablemente tienen que cumplir la misión divina de extender su propia cultura, y plantear por donde quiera el progreso, educando, elevando, perfeccionando al ser individuo, al hombre, por la Providencia nombrado rey de la creación. Que, sin ellas, depedazada la sociedad humana en tribus, en ciudades, en particularismos feudales, cual en otro tiempo; falta cada exigua agrupación de éstas, de riqueza bastante, de fuerzas de mar y tierra, de cohesión, de dirección; destituidas todas del estímulo de la concurrencia y sin sentir el acicate de sus propias pasiones encontradas, ¿cómo o de [127] cuál manera habían de lograrse tamaños propósitos? Por eso es, señores, tan claro, que mientras todas las gentes del planeta no estén incluidas en el providencial movimiento de la civilización, la humanidad no vivirá jamás en común y las naciones serán indispensables. La diversidad misma de naturaleza, de espíritu, de costumbres que entre ellas se nota, favorece tal obra, que ha de realizarse en países y climas diferentísimos, y para gentes tan desemejantes. Hasta las discordias que entre los varios Estados origina forzosamente la ambición, el egoísmo, el orgullo, la envidia, han de ser estímulos, mayores causas, para que todos apresuren el andar. Observadlo: recíprocamente y sin cesar se empujan los unos a los otros, aunque de vez en cuando hagan alto, suspendiendo la marcha común para disputarse con tremendas guerras el paso. Pero a la guerra se sucede la paz, y lo único que no acontece, ni acontecerá ya más, es que vuelva a manos de los infieles o idólatras la tierra que una vez ocupe la cristiandad, donde una vez se implante la civilización cristiana, o, si queréis, moderna.

Poned ahora en lugar de este mundo real el mundo hoy fantástico de la paz perpetua y de la filantropía, y decidme si el progreso, la civilización, la misma verdad religiosa, aunque un tanto dejada aparte, se aproximarían nunca a tan rápidos y totales triunfos. Los idilios sirven al recreo y la dicha de los individuos afortunados, que tal vez pueden, sin riesgo, saborearlos; pero las naciones, las razas, la humanidad, no piden para sí, por su propia grandeza, sino la trágica epopeya, más [128] veces y mejor escrita siempre que con la tinta por la espada. ¿Quién habla, pues, de suprimir las naciones, sustituyéndoles confederaciones pacíficas y monótonas, sin heroismo y sin ideal? Tanto valdría querer reemplazar al hombre que trabaja, padece y muere, pero también realiza tantas útiles empresas, y conoce, y goza el placer sin igual de la gloria, por las estatuas sosegadas y purísimas, pero mudas, de los sepulcros clásicos.

¡Ah! no, y mil veces no, señores. Los fines de la humanidad no se cifran sólo en producir incesantemente mucho y barato, para aumentar el número de hombres que, bajo el inexorable imperio de la ley de las subsistencias, vegeten más que vivan racionalmente, o tan pronto nazcan como perezcan, tras de arrastrar oscura, miserable, inútil existencia por la tierra. Su misión es mucho más alta. Esa ley misma de las subsistencias, horrible cuando se la considera en los talleres repletos, o los campos de una parte extenuados y de otra sobrados de trabajadores, aparece grande y providencial si se la contempla promoviendo emigraciones, al principio siempre armadas, pacíficas más tarde, que han de dar al fin lugar a la toma de posesión de todo el planeta por el hombre civilizado. Salud, pues, a las naciones; salud a esas fuertes, ricas e inteligentes asociaciones humanas, que hoy sin cesar miran hacia los desiertos más remotos de América, hacia los de Asia o la Australia, y caminan por acá más cerca, hacia la Mesopotamia abandonada, hacia las fuentes mal conocidas del Nilo, hacia los arenales inexplorados aún, por donde vinieron hasta nuestras [129] riberas del Cinca los almorávides. No es cosmopolita en sus obras la humanidad de hoy, porque hoy no lo puede aún ser, si con toda verdad han de serlo un día, por lejano que esté, los hombres del porvenir, aquellos que tengan la dicha de conocer una común civilización sobre el planeta. El cosmopolitismo de ahora es optimista, lo cual quiere decir prematuro, ilusorio, que no hay por qué ningún buen ciudadano considere aún todo el mundo como patria suya; más pueden venir tiempos en que esto sea un hecho natural. Y cuando el ideal cosmopolitismo de ahora sea así una realidad práctica, cabe que las particulares asociaciones en que actualmente viven los pueblos se disuelvan en una sola sociedad universal; más ni aun entonces habrá triunfado el optimismo positivista por su parte, antes bien aparecerá preñado de nuevas decepciones: pues por lo mismo que la civilización reinará en donde quiera, y el hombre habrá ya realizado muchísimos de sus deseos actuales, alcanzando un progreso mil veces mayor que el presente, todavía se verá más claro que ahora se ve, que la verdadera felicidad del hombre no está en la tierra.

No exclamaré yo, en el ínterin, al celebrar, en nombre de la civilización, la gloria presente y futura de las grandes naciones iniciadoras, como con distinto sentido y leve variante exclamó un día Quintana:
«¡Ah! ¡por qué yo también no nací en ellas!»

Mil y mil veces no, señores: que la patria eso tiene: si ella es y debe ser esencialmente [130] egoísta de por sí, no inspira en cambio a sus hijos sino desinterés, generosidad, abnegación, amor eterno, aunque sea o pueda ser, como cualquiera otro amor, desgraciado. A ser yo, a ser vosotros cosmopolitas hoy, el espectáculo de esta poderosísima civilización que se apercibe a conquistar, en más o menos transcurso de tiempo, pero con seguro éxito, el planeta entero, bastaría para deleitarnos, para entusiasmarnos. Al cabo y al fin la victoria ha de ser de la humanidad, y aunque para lograrla hayan de sucumbir, y perecer quizá, hombres, razas, manifestaciones inferiores del ser humano, así pretende la ciencia moderna que debe ser, y eso se suele ver de todos modos en la historia.

Mas ¿por qué no decirlo? Todavía, en este momento histórico, más, mucho más que miembros de la humanidad, nos sentimos sin duda aquí todos, y es bien que nos sintamos, españoles. Por eso me sería imposible terminar sin deciros, ya que de las naciones he dicho tanto en general, algunas frases acerca de la nuestra, de nuestra patria. Y no he de hablar, por cierto, de su gloria en otros siglos: pues ¿de qué sirve ya eso, si no es de comparación tristísima con el estado a que nos han traído las largas desdichas posteriores? Otros Otumba, otros Lepanto, no los del siglo XVI, son en todo caso los que nos hacen hoy falta. Modestas deben ya ser nuestras palabras como nuestras obras; limitadas nuestras aspiraciones cuanto lo están nuestras fuerzas. Mucho sería ya que tuviéramos siquiera clara conciencia de nuestro deber en la humanidad; que el deber conocido guía sin tropiezos a [131] obrar bien. Mándanos el deber nuestro, visiblemente, que entremos en el número de las naciones expansivas, absorbentes, que sobre sí han tomado el empeño de llevar a término la ardua empresa de civilizar el mundo entero: y para comprender por qué nos lo manda, sí que fuera bueno recordar sin tregua la honra, no extinta aún, que heredamos de nuestros padres. Pero no es posible que entremos en ese corto número de naciones superiores, sin que nuestra vida interior por de pronto, y la exterior a su tiempo, se ajusten estrictamente a tal intento. Estar al modo de cadáver en anfiteatro, sirviendo a ensayos de exóticas, imperfectas y mal digeridas opiniones; pensar sólo en lo que interiormente desune, en vez de afanarse por lo que junta y asocia; desorganizar con ligereza lo que existe, lejos de organizar asiduamente lo que falta; gastar sin provecho las fuerzas que convendría concentrar y acrecer de día en día; recrearse con leyendas engañosas y olvidar el estudio de la realidad, no tan lisonjero, mas el único fecundo; fiar a las baladronadas fútiles lo que no más que en la perseverancia y robustez del ánimo tiene remedio; dormir en insensato optimismo, cual si Dios hubiera por si de tener cuenta con lo que tales o cuales asociaciones de hombres descuidan o dejan de la mano; compartir sin crítica las preocupaciones extranjeras, necesariamente originadas en sus diferencias de religión, intereses y carácter con nosotros, por lo pasado; aprender y escribir mal, en cambio, la propia historia, prefiriendo la satisfacción de las pasiones políticas actuales a la recta e imparcial explicación de los hechos de otro [132] tiempo; todo esto priva a una nación de peculiar espíritu, hace de ella un cuerpo sin alma; y, lejos de devolverle la salud perdida, llévala sin gloria, y sin merecer siquiera compasión, a la muerte.

No os hablaré más de la realidad, de las aspiraciones justas, de la pasión del progreso; que todos, cual yo, sentís eso; todos, cual yo, lo anheláis, y lo amáis por sí propio, sin que os impela ninguna razón interesada. De sobra me he extendido ya, por otra parte, en cuestiones abstractas: llámoos ahora la atención sobre puntos menos sublimes, pero que nos tocan más de cerca. La asociación, en sus esferas distintas, sigue iguales leyes; y así como la vida de familia requiere sacrificios de conducta, no siempre exigidos por el rigor de los principios; así como la vida de la tribu debe aún de exigirlos mayores, sometiendo los menos a los más, o los más débiles al predominio y dirección de los más fuertes; así como la vida civil o ciudadana reclama costumbres y trajes semejantes, por ser lo singular, bueno o malo de por sí, seguro origen en la práctica de repugnancia, burlas o discordias; y así, en fin, como las partes mismas de una propia nación se entienden mejor, y contribuyen en más a la común prosperidad y engrandecimiento, mientras menos separadas se sienten en su modo de ser unas de otras, la sociedad de naciones en que el mundo vive tiene por fuerza que descansar también en parecidos fundamentos religiosos, políticos, literarios o científicos, para estar todo lo más posible en paz y concordia, y realizar sus grandiosos objetos. Nada hay tan peligroso para cualquiera hombre [133] cuanto el hacerse excepcional entre sus semejantes, si no es ya que la excepción o la singularidad consiste en ser el más poderoso de todos; y aun así, sirve más veces esa ambicionada condición de pena que de gloria. Nada tan peligroso tampoco para una nación como apartarse largo trecho del cauce por donde van las demás; que si ella es la más fuerte, todas suelen conspirar para que deje de serlo, y aun después que no lo es ya, todavía por largo tiempo, por siglos tal vez, la persiguen los propagadores de la moda vencedora, según de España advirtió Schiller, con sus injuriosos sarcasmos. Tal le ha acontecido, con efecto, a España, desviada desde la rebelión religiosa del siglo XVI, y la libre expresión del racionalismo filosófico en el siguiente, del curso general de las ideas europeas; y no sería yo, que lo sé bien, quien hubiese de querer poner en oposición nuestro espíritu con el de la época. Pero ni el anhelar, como es natural, el progreso, y contribuir a él hasta donde alcancen las fuerzas, ni el amoldarse, hasta donde posible sea, al modo de ser de las demás, exige ¡qué ha de exigir! la abdicación de la propia personalidad; que no sería eso menos que perder la razón de ser, y abandonar el hilo que a cada nación le corresponde en la compleja trama de la historia. Véase por qué, con estar tan dentro del espíritu de la época Inglaterra y Alemania, por ejemplo, cuidadosamente conservan, sin embargo, más que otras ningunas potencias, su respectiva personalidad nacional.

Conservemos, pues, la nuestra, señores; retengamos también el propio ser de españoles. [134] Pero es indispensable para ello que profundamente nos estudiemos en lo pasado, y concertemos en lo presente nuestro modo de vivir, según la realidad, sin supersticiones históricas, no menos perjudiciales que otras cualesquiera supersticiones, y sin tocar a la segunda de las religiones, a la religión de la patria. Pregonan a voces nuestros anales que siempre ha valido aquí más el hombre que la tierra, digan lo que quieran las geografías antiguas, en comparación con la tierra o el hombre de otras partes; que en nuestro predominio y grandeza anteriores tuvo una parte el acaso de los matrimonios que nos dieron a Sicilia y Cerdeña, con los derechos sobre Milán y Nápoles, el Franco-Condado y todos los Países Bajos, y otra el acaso de que nos descubriese un genovés el Nuevo Mundo; pero que si pudimos aprovecharlo y retenerlo todo, con más o menos ventajas prácticas, durante siglos, fue por virtud de la ingénita energía y perseverancia de nuestro carácter, jamás desmentidas desde los asedios de Sagunto o Numancia, hasta los de Zaragoza y Gerona; desde las guerras de Flandes, hasta las últimas campañas en la Grande Antilla. Nuestros anales demuestran también, sin embargo, que esas virtudes han estado siempre grandemente debilitadas por la pobreza nativa, unida al despilfarro individual y nacional, que sólo nos ha dejado tener algún orden económico, y no mucho, durante plazos brevísimos de tiempo: causa por la cual, los primeros soldados que envió España con el gran Gonzalo, iban ya descalzos y hambrientos y se amotinaron tantas veces, sin pagas, los valerosos infantes de [135] Flandes; y todavía en estos tiempos se han dilatado guerras que debieran haber terminado prontamente. No se puede, a la verdad, negar el que tuviéramos en los pasados siglos malos gobiernos, que nunca faltan; mas la historia se ha de andar con mucho tiento para decidir si los de nuestros días fueron o no en general mejores, y aplicar por igual, en todo caso, las circunstancias atenuantes que con tanta frecuencia piden las faltas políticas. Ni os indignéis cuando ella, bien estudiada, enseñe que sin ser, por ejemplo, ningún santo, porque lo son rarísimos hombres, era tan bueno como los mejores, y de todo tenía menos de tirano, aquel discutidísimo Monarca del siglo XVI, de quien, después de perdido Portugal y explicando las causas por qué se perdiera, con razón pudo decir un historiador enemigo, Alejandro Brandano, italiano de nacimiento, pero de origen portugués, criado en Portugal y familiar de la triunfante casa de Braganza, que, si bien la generosísima conducta de Felipe II con ella fue dictada por la piedad cristiana, resultó perniciosísima para sus sucesores, porque «toda humana razón de Estado exigía» -son textuales palabras- «que fuese totalmente desarraigada de aquel reino gente de tan desmesurado poder y que aspiraba con valederos motivos a la corona,» proclamando la independencia(12). No debía carecer tampoco [136] de elevadas miras políticas aquel otro Monarca del siglo siguiente, que tuvo la desgracia de que Portugal se perdiera en sus manos, cuando en lo más crudo de la guerra ofreció al gobernador de Tánger por el Duque de Braganza, D. Luis de Almeida, todo género de auxilios de los puertos de España, aunque ni le entregase la plaza, ni reconociese en lo más mínimo los derechos que él sustentaba, con tal que no saliera aquella llave del Estrecho de manos ibéricas, como por razón de matrimonio de la Infanta Doña Catalina con el Monarca británico, estaba concertado(13). ¿Pensáis que fueran frecuentes tan piadosos hechos, o tan nobles miras, en los políticos extranjeros de aquellos tiempos? ¡Oh! ¡si esta fuese ocasión propicia, bien haría yo comparaciones que no resultarían por cierto desventajosas para nuestros infortunados gobernantes de otro tiempo! La verdad es que el patriotismo, ya que no el acierto, resplandeció siempre vivísimamente en los descendientes del inmortal Carlos I; y que los días mismos de Carlos II se señalaron, según demuestran nuestros archivos, por una tal atención a la seguridad de Gibraltar, a las cosas de Tánger, a la necesidad de defender nuestra posición natural sobre el Estrecho, que es fuerza reconocer que rarísima vez se ha observado igual siquiera en [137] todo el siglo presente. Y podría, señores, citar los ejemplos a cientos para probar que no han sido nunca los antiguos gobernantes de España tan negligentes, tan ignorantes, tan pésimos cual muchos piensan. Verdad es que en parte excusa tal error la carencia de libros históricos españoles, desde el primer tercio del siglo XVII en adelante, cuando tan copiosas habían sido en ellos hasta entonces nuestras letras; carencia originada, por cierto, no ya en los escrúpulos de la Inquisición, sino en la razón política, habiéndose prohibido por decreto de mano propia y vehementísimo de Felipe IV primero, y luego en virtud de consulta del Consejo de Estado, que se publicasen libros de historia, sin que este último, no el de Castilla ni otro alguno especial, declarase que no había perjuicio nacional en darlos a luz. Convertida así la publicación de cada una de sus tareas en alto negocio de Estado, prefirió bien pronto la historia guardar silencio; y aunque la causa desapareció largo tiempo ha, quedan quizá los efectos, que ellos suelen prolongarse mucho más que las causas que los engendran; y debe de proceder de allí que tan rara sea todavía entre nosotros la historia, sobre todo en lo tocante a lo moderno o contemporáneo(14). Mas no hay duda, por fin, y [138] hora es ya de que se sepa, que nuestra nación, toda entera está desconocida y calumniada, en lo pasado, por lo que hace principalmente a los reinados últimos de la casa de Austria.

Lo seguro es que se ha cumplido duramente en nosotros la terrible exclamación del galo antiguo: fuimos y aún solemos ser tratados como vencidos; vencidos en empeños políticos y religiosos notoriamente superiores a nuestros medios naturales. Luego después, todo ha parecido ya vileza, aun la defensa de Cataluña, durante más de la mitad del siglo XVII, contra los franceses; y aun las campañas gloriosas del último, así en las islas o el continente de Italia como en alguna de las vecinas costas marítimas, hasta que después de la jornada infausta de Plasencia dejaron de flotar ya al aire los estandartes españoles, fuera de la vista de nuestras fronteras. No hay que pensar en que el acaso vuelva a proporcionar ocasiones a nuestra energía que hagan de España, en lo futuro nada semejante a lo que fue bajo los primeros reinados de la casa de Austria; y aun ojalá que siquiera llegásemos otra vez a ser lo que en los reinados de la [139] dinastía de Borbón, desde Felipe V hasta Carlos III. Somos ya desgraciadamente mucho menos poderosos que en tiempo alguno, por infeliz y aborrecible que lo imaginéis: que el poder es cosa relativa naturalmente, y sólo en comparación con el que las demás naciones alcanzan puede hoy ser medido con exactitud; por donde debemos confesar, aunque nos pese, que hay harto mayor diferencia ahora entre Francia y España, o entre España y la Gran Bretaña, que en los tristes días de Carlos II.

Tenemos, por lo mismo, que contentarnos con menos que otras veces, mas no tan poco, sin embargo, que no podamos ser todavía útiles a la humanidad, respetables a los ojos de las otras naciones, dignos del ser y el nombre que llevamos. Para lograr esto sólo, forzoso será cambiar la mala vida que traemos en todo el siglo presente, sin duda el más infeliz de nuestros anales, desde que formamos nación. Y no esperemos de régimen alguno, ni de ningún hombre de Estado, lo que únicamente a todos en uno, grandes y pequeños, nos fuera dado realizar, si quisiéramos. La misma equidad que he pedido para los gobernantes en cuyas manos se perdió nuestra grandeza, sin excepción pido ahora para los que no han podido siquiera devolvernos la posición que teníamos, antes que se iniciase en España la política moderna, durante los tres cuartos de siglo que han transcurrido después. Ni de uno solo de nuestros modernos hombres de Estado sé yo en quien el patriotismo faltara. Faltaron sin duda medios, y todavia más, principios, convicciones, reglas de conducta que pudieran guiar mejor las cosas: [140] faltó, sobre todo, una conciencia nacional que inspirase a los gobernantes, y, según los casos, los limitara, o los impulsara, clara, unánime, irresistible, tal como el solo patriotismo sabe formar, conservar o reconstituir entre los hombres. Y ahora, bueno será ya que advirtamos que es muy peligroso quedarse tan atrás, como nos vamos quedando, en la sociedad ambiciosa y egoísta de las naciones. Por más que cultivemos la filosofía política, en general, nunca hemos de dar lecciones de conducta interior al resto del mundo, por mucho empeño que pongamos, y en el ínterin no pensamos todo lo debido todavía en nuestro estado como nación, en las obligaciones que el serlo nos impone, respecto a nosotros mismos y respecto a la causa universal de la civilización. Mucho antes hay que pensar eficazmente en esto que en obrar, porque ningún hombre de Estado verdadero se agita o alardea jamás sobre aquello que está en desproporción con las fuerzas que a la sazón tiene la nación que gobierna. Que si, olvidando ese precepto de buen sentido, hubiera quien se lanzase a volar sin alas por los espacios del universo, no lograría sino prestar nuevo ejemplo a la moralidad de la fábula antigua, estrellándose en la caída, no tan sólo el intento mal emprendido, sino también la dignidad nacional. No critiquemos, pues, fácilmente a los que no hagan ahora o en adelante sino lo que se pueda racional y útilmente hacer. Lo que hay que evitar sobre todo en la sociedad de las naciones, como en otra cualquiera, es moverse en balde y puerilmente. Grande es, sin duda, la diferencia entre [141] los personajes que voy a nombrar; pero con ella y todo, tened por cierto que, a haber nacido el día mismo que Carlos II, tampoco su reinado ocuparía un altísimo lugar en la historia. Personalmente se habría éste mostrado siempre grande cual era; mas como político no habría hecho más que lo que al cabo y al fin le hubieran consentido los tiempos.

Que estas reflexiones severas no nos induzcan, lejos de eso, al desaliento, sino a todo lo contrario más bien. Trabajemos, produzcamos, ahorremos, seamos ricos, seamos disciplinados y ordenados, vivamos armónica, fraternalmente, y comenzaremos, no tal sólo a querer, sino a ser de verdad fuertes. Al par que con la restauración de nuestras fuerzas morales, robustezcámonos con las que presta el estudio asiduo de las artes y las ciencias, que fecundizan la agricultura, que adelantan la industria, que enseñan a dirigir el comercio, que facilitan las comunicaciones, que dan o preparan recompensas colmadas a todos los triunfos, lo mismo a los económicos que a los militares, y tanto a los que logra el mérito individual, como a los que el mérito colectivo de las naciones alcanza. Todo, hasta las preferencias teóricas entre una u otra forma de gobierno, puede muy bien sujetarlo el patriotismo individual a la conveniencia práctica de la patria, mirando sólo a lo que, sea por lo que quiera, conserva más y desarrolla o acrecienta más las fuerzas de ella, y mejor la prepara a desempeñar la parte que le toque en la empresa común de las naciones. Entre nosotros felizmente el hombre todavía queda, como he dicho; el español, si no está aún curado de los [142] defectos, conserva las cualidades de siempre: el territorio puede decirse que está íntegro, con una excepción deplorable, de que en todo tiempo juzgaré mucho más digno el no hablar que hablar inútilmente; y nada, en suma, nos falta para poder vivir con honor, sino intentarlo de veras.

No dejemos, pues, señores, de confiar en el porvenir; y tanto más, cuanto que ahora que pongo al fin punto a mi discurso, precisamente me asalta una idea, que me regocija y me entristece a un tiempo: la de que mi tema no haya sido tan oportuno como pensé al principio: porque ¿qué español, después de todo, qué reunión de españoles puede oír algo que de suyo no sepa, que de suyo no sienta, a que de suyo no aspire, con sólo sentir vibrar de cerca el dulce nombre de la patria?

Enviado por Enrique Ibañes