Del jefe al líder: cómo ganar corazones y lealtades al interior de tu campaña

GABRIEL FLORES

En toda campaña electoral, más allá de la estrategia, los números o la comunicación, existe un elemento esencial que a menudo se descuida: las relaciones humanas. Al final del día, son personas trabajando con personas, y el trato que se les da puede convertirse en una ventaja o en una debilidad mortal.

Muchos candidatos creen que basta con ser correctos y cordiales con su círculo más cercano de asesores o con quienes ocupan posiciones de mando alto. Sin embargo, la experiencia demuestra que el verdadero riesgo para una campaña no siempre se encuentra en esas cúpulas, sino en las bases.

A medida que una campaña avanza hacia su punto medio, las tensiones crecen. Los ánimos suelen estar en lo más alto, la expectativa aumenta, pero también llega el cansancio. Es justamente en este punto cuando pequeños descuidos humanos pueden abrir grietas profundas.

Si la campaña lidera las encuestas o se encuentra peligrosamente cerca en segundo lugar, la presión externa será todavía mayor. Los adversarios buscarán formas de infiltrarse o desestabilizar, y no siempre apuntarán a los mandos altos o medios. Muchas veces, la estrategia será captar a personas en la base.

Un ejemplo ilustrativo es el de una persona aparentemente inofensiva dentro de una sede de campaña: quien sirve los cafés o refrigerios. En apariencia, no maneja información sensible. Pero si alguien logra comprar su lealtad, el daño puede ser sorprendentemente grande.

Supongamos que esta persona empieza a incomodar a los voluntarios con actitudes negativas, a esparcir rumores o a compartir molestias en redes sociales. Lo que parecía un papel secundario se convierte en un detonante para crear desconfianza y malestar interno.

Si después esa misma persona declara públicamente sentirse maltratada o menospreciada por el equipo, el efecto se multiplica. Familiares, vecinos y simpatizantes de ese nivel social pueden interpretar esas declaraciones como una prueba de que la campaña carece de humanidad.

El problema no está solo en el supuesto “enemigo silencioso”, sino en la falla original: un trato distante o indiferente hacia las bases. Cuando se da por sentado que quienes reciben un salario no necesitan reconocimiento o respeto, se siembra sin querer el terreno para el resentimiento.

Muchos candidatos caen en la trampa de creer que un trabajador o voluntario “debe simplemente obedecer”. Bajo esa lógica, cualquier queja es vista como un capricho o una falta de compromiso. Pero esa visión corresponde a la de un jefe, no a la de un verdadero líder.

Un líder entiende que el respeto básico es innegociable. Saludar, despedirse, dar gracias, pedir las cosas por favor: son gestos pequeños que marcan la diferencia. La ausencia de estas actitudes, en cambio, genera un desgaste silencioso y profundo.

En términos prácticos, un líder político no solo supervisa a sus bases, también comparte con ellas. Puede ser un candidato que dedica cinco minutos a conversar, que se acerca a ayudar con una tarea simple o que entrega personalmente un vaso de agua.

El gesto puede parecer simbólico, pero en realidad fortalece un vínculo emocional. Los miembros de las bases no sienten que están trabajando para alguien lejano, sino acompañando a alguien cercano que les reconoce como parte de la causa.

Otro ejemplo frecuente ocurre cuando los equipos de brigadistas en territorio reciben instrucciones frías, impersonales y sin retroalimentación. El “jefe” los mide solo por números: cuántos volantes entregaron o cuántas casas visitaron. El líder, en cambio, pregunta cómo se sintieron, qué reacciones encontraron y agradece su esfuerzo.

De la misma forma, en una reunión de planificación, un jefe puede limitarse a dar órdenes rápidas e impersonales. Un líder aprovecha la ocasión para mirar a cada miembro, reconocer avances y motivar para lo que viene. Esa diferencia define el clima de trabajo y la lealtad del equipo.

Un tercer ejemplo claro se da en la atención a los errores. El jefe suele recriminar en público, señalando al responsable de forma humillante. El líder corrige en privado, explica lo sucedido y transforma el error en una oportunidad de aprendizaje.

Todo esto conduce a una conclusión evidente: quienes aspiran a ser líderes políticos deben analizar sus propios comportamientos y preguntarse si están liderando o simplemente ejerciendo un rol de mando. Esa autocrítica es incómoda, pero absolutamente necesaria.

Para autoidentificarse, los candidatos deben observar cómo los perciben sus equipos de base. Si reciben gestos de distancia, murmullos de inconformidad o apatía, probablemente han estado actuando más como jefes que como líderes. Esa es la señal de alarma.

Finalmente, tres sugerencias prácticas pueden marcar la diferencia:

  • Primera: dedicar tiempo a escuchar a las bases, incluso en tareas pequeñas, sin buscar solo supervisar.
  • Segunda: practicar de forma consciente los gestos básicos de respeto y cortesía, sin dar a nadie por sentado.
  • Tercera: asumir los errores en la relación con el equipo y pedir disculpas cuando sea necesario, mostrando humildad real.

Gabriel Flores Avilés es consultor Político de Campañas Electorales (@GabrielFlores_a)