GABRIEL FLORES
En los últimos años, la política se ha llenado de promesas tecnológicas. Plataformas inteligentes, análisis de datos en tiempo real, inteligencia artificial para segmentar votantes, y estrategias digitales que prometen medir hasta el más leve movimiento del electorado. Sin embargo, detrás de todo ese brillo digital, muchas campañas están cayendo en la ilusión más peligrosa: creer que van ganando cuando en realidad se están alejando de la victoria.
La tecnología ha avanzado con una velocidad impresionante. Hoy, una campaña puede monitorear emociones en redes sociales, automatizar mensajes personalizados e incluso predecir tendencias electorales con modelos estadísticos. Pero hay algo que la tecnología aún no puede hacer: reemplazar el criterio político, la lectura humana del momento y la sensibilidad del territorio.
El error más común en la política actual no es la falta de recursos, sino la falta de experiencia acompañando a la tecnología. Muchos equipos creen que, por tener más pantallas, más datos o más seguidores en redes sociales, están en control del proceso. La realidad es que los algoritmos no sienten el pulso ciudadano; solo lo calculan.
Una herramienta puede procesar millones de datos en segundos, pero si nadie con criterio interpreta lo que realmente significan, esos datos se vuelven ruido. En las campañas, los números sin contexto pueden llevar a decisiones equivocadas, como reforzar el mensaje equivocado o insistir en un público que ya estaba convencido.
En varias campañas se han visto estrategias basadas en códigos QR en afiches o materiales de campo. En teoría, son innovadores y permiten recopilar información. Pero en zonas rurales donde la mayoría de los votantes no usa smartphones, esa “innovación” termina siendo un adorno costoso. No hay mala intención, solo una desconexión entre tecnología y realidad.
Esto refleja la misma raíz del problema: confundir el brillo de la tecnología con la efectividad de la estrategia. Los datos no votan. Las pantallas no caminan los barrios. Y las métricas, aunque útiles, pueden convertirse en espejos que devuelven una imagen distorsionada del éxito.
He visto equipos celebrar picos de interacción en redes sociales como si fueran votos asegurados. Pero las redes no son las urnas. Son una representación parcial del electorado, donde los más activos no siempre son los más decisivos. Lo emocional y lo racional deben coexistir: se puede medir el interés digital, pero no se debe olvidar la conversación real en el territorio.
También es común observar cómo algunas encuestadoras ofrecen diagnósticos exprés, prometiendo resultados en cuestión de horas. Sin embargo, un resultado rápido no siempre es un resultado confiable. La velocidad tecnológica nunca debe sustituir el análisis pausado ni la mirada estratégica.
Las herramientas tecnológicas, en el mejor de los casos, son ayudas diagnósticas, como los exámenes de laboratorio para un médico. Pero el diagnóstico verdadero —el que salva la campaña o la hunde— lo da la experiencia del estratega, no el gráfico en la pantalla.
Un estratega formado en la arena política puede leer lo que ningún software detecta: el tono de una plaza, el silencio incómodo de un público, el rumor que crece entre vecinos. Esos matices son invisibles para la inteligencia artificial, pero decisivos para el voto real.
Por eso, usar la tecnología sin estrategia es como tener un auto de Fórmula 1 y conducirlo como una patineta. La herramienta tiene potencial, sí, pero solo si quien la usa entiende su verdadero alcance, sus límites y sus riesgos.
No se trata de rechazar la tecnología. Sería un error. La tecnología es fundamental y seguirá creciendo en importancia. Pero hay que aprender a colocarla en su lugar: al servicio de la estrategia, no por encima de ella.
Desde mi experiencia, he aprendido que la inteligencia artificial puede acelerar procesos, pero no reemplaza la inteligencia emocional de un estratega. Las métricas son frías; las decisiones políticas son humanas. Y ese equilibrio es lo que separa a una campaña efectiva de una desorientada.
En términos racionales, la lección es clara: los datos sirven para confirmar hipótesis, no para definirlas. Ninguna plataforma puede decidir por sí sola cuándo un discurso conecta, cuándo un barrio necesita presencia o cuándo un mensaje debe cambiar de tono.
En términos emocionales, la enseñanza es aún más profunda: confiar ciegamente en la tecnología es una forma moderna de desconectarse de la gente. Y cuando una campaña se desconecta de la gente, pierde su alma, aunque sus estadísticas suban.
He visto candidatos rodeados de pantallas, creyendo que cada gráfico ascendente era una señal de victoria. Pero el voto no se gana con ilusiones digitales. Se gana con empatía, con mirada directa, con la escucha activa de quienes aún no creen en nadie.
Por eso, mi consejo a quienes conducen campañas es simple: usen toda la tecnología que puedan, pero no olviden que los algoritmos son aliados, no sustitutos. La estrategia sigue siendo humana. La experiencia sigue siendo insustituible. La intuición sigue siendo política.
La tecnología puede hacerte creer que vas ganando, pero solo la conexión humana te hará realmente ganar. En política, las pantallas informan; los corazones deciden.
Gabriel Flores Avilés es consultor Político de Campañas Electorales (@GabrielFlores_a)

