LUCAS GUARDO
“El conocimiento está disperso en la sociedad y el poder público tiene las herramientas para usufructuarlo. Las instituciones deben ofrecer espacios de participación en el diseño de políticas, de modo que los estadounidenses puedan aportar su experiencia colectiva”.
Así lo entendió el Partido Demócrata al asumir la Presidencia de los Estados Unidos en 2009, lo cual quedó plasmado en el Memorándum sobre Transparencia y Gobierno Abierto con el que Beth Noveck, autora y asesora de gobierno abierto de Barack Obama, comienza su libro Smart Citizens, Smarter State.
Esta idea guardaba coherencia con lo que había sido la campaña “wiki” de 2007 y 2008, en la que los militantes asumieron un rol protagónico en su codiseño y ejecución a través de la plataforma MyBO que hizo posible que el ciudadano medio norteamericano tuviese acceso a guiones y acreditaciones para ir en representación de la candidatura a convencer a los indecisos. En definitiva, no era más (ni menos) que emular la metodología de trabajo que venían utilizando desde hacía tiempo las empresas privadas.
Éstas son especialistas en capitalizar el conocimiento crowd de sus clientes, tanto en el desarrollo de productos o servicios, como en la conformación de comunidades online que le generan mejor reputación de marca a la compañía. My Starbucks Idea, Innocentive, e IdeaStorm son apenas algunos ejemplos de campañas exitosas, aunque quizás Facebook sea el caso más ilustrativo: “su valor no radica en lo que puedan hacer sus diez mil empleados, sino en el contenido que crean a diario sus 1.440 millones de usuarios”.
La ciencia ciudadana ha sabido valerse también del potencial colaborativo de la comunidad a través del mapeo colectivo, la clasificación de información y la recolección de datos de flora, fauna, calidad del aire o agua, por poner algunos ejemplos.
Sin embargo, las intenciones descriptas se diluyeron por las limitaciones tecnológicas y humanas y los excesivos controles de seguridad con los que se encontraron al llegar a la Casa Blanca. Los ordenadores tenían instalado Windows 2000, las redes sociales estaban bloqueadas, los funcionarios no estaban capacitados para trabajar descentralizadamente, y para entrar a Pennsylvania 1600 había que avisar con 24 horas de anticipación, completar un extensísimo formulario y someterse a una revisión física y de rayos X.
En 1850 el presidente Franklin Pierce inmortalizó una frase, tras un encuentro con un vecino que le manifestó su deseo de conocer la Casa Blanca: “por supuesto estimado caballero, puede usted pasar. Ésta no es mi casa, sino la casa del pueblo”. Más de 150 años después, cuando Noveck llegó para dirigir el proyecto Gobierno Abierto, las ventanas de su despacho estaban cubiertas con protecciones antibomba.
Así y todo, eso sólo era una parte: la centralización, profesionalización y burocratización de las instituciones públicas eran el principal obstáculo. Concebidas bajo la filosofía y el espíritu del siglo XVIII (de avanzada en su momento), contemplan la participación ciudadana “a través del voto cada cuatro años, cada dos años o, en el mejor de los casos, anualmente (…). La tecnología de hoy, en cambio, nos permite expresarnos tanto como queramos, acaso en exceso”.
En Islandia, por ejemplo, se constituyó en 2011 un Consejo Constitucional formado por 25 ciudadanos, quienes tuvieron la misión de elaborar un proyecto de Carta Magna. Algo similar ocurre actualmente con D-Cent, un proyecto europeo que agrupa distintas iniciativas europeas que han transformado los sistemas democráticos locales en los últimos años, y los mentoriza en el desarrollo de las futuras herramientas libres, descentralizadas para la democracia en red y el empoderamiento económico.
No obstante, no se trata sólo de tecnología. El proyecto MKSS de Rajastán, India, promueve la participación ciudadana a través de convocatorias públicas en las que escriben informes con los egresos del Estado en las paredes de cada localidad, invitando a los habitantes a reunirse y comentar quien está en la nómina del gobierno, quien ha muerto, o donde se han construido puentes sin destino, por ejemplo.
Las innovaciones tecnológicas son trascendentes, pero no suficientes. Lo que es imprescindible es invertir en la reinvención y en el rediseño de las instituciones, combinando participación y colaboración con transparencia, con el objetivo final de transformar la forma de trabajar. Sólo cuando la ciudadanía tenga acceso a las funciones básicas del gobierno (gasto, legislación, toma de decisiones), el gobierno abierto será posible. Ese es el desafío.
Lucas Guardo es abogado y consultor de comunicación en Ideograma. (@GuardoLucasok)
Publicado en Beerderberg
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