GABRIEL FLORES
En la política, uno de los mayores errores no está en los discursos oficiales, ni siquiera en las decisiones más polémicas de los gobernantes, sino en la actitud de quienes participan en el debate público. Cada vez que alguien habla en términos absolutos, despreciando el punto de vista del otro, contribuye al problema en lugar de acercarse a la solución.
Aunque se presenten estadísticas, documentos y cifras que respalden un argumento, nada de eso servirá si el mensaje se comunica desde la soberbia. La superioridad y el menosprecio desarman cualquier posibilidad de construir acuerdos.
Un observador imparcial podría señalar: “Somos el error que está mal en la política”. Porque no es solo el gobernante quien falla, sino también la ciudadanía que aplaude y justifica aquello que proviene del bando propio, mientras critica con dureza lo que hace el contrario, aunque sean las mismas acciones.
Este fenómeno es evidente en múltiples niveles. Presidentes, alcaldes, prefectos, ministros y dirigentes sociales son juzgados con una doble vara. Cuando cometen un error, si pertenecen al grupo opuesto, se condena sin piedad; si pertenecen al grupo propio, se aplaude o se justifica.
Así, la democracia se convierte en un campo de batalla en el que lo importante ya no es construir soluciones, sino demostrar que “el otro” está equivocado. Con esa mentalidad, se pierde el sentido real del sistema: el de servir a la gente y garantizar convivencia.
El ciudadano común no siempre es consciente de ello. A menudo piensa que sus opiniones nacen de la autonomía y la reflexión personal. Sin embargo, existe un entramado de narrativas, medios y redes sociales que moldean lo que cree y cómo lo expresa.
No se trata solo de manipulación externa. También hay un reflejo interno. Es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que reconocer la viga en el propio. Por eso, mientras se critican los defectos del gobierno o de los opositores, rara vez se hace un ejercicio de autocrítica.
En redes sociales, esta dinámica se amplifica. La cantidad de seguidores se convierte en la nueva medida del liderazgo. Miles se autoproclaman autoridades morales, opinan desde sus bastiones ideológicos y, con frecuencia, se imponen con desdén más que con argumentos sólidos.
“Les confieso que hago esta reflexión con la esperanza de que alguien, aunque sea uno solo, se choque con la pared de su conciencia. Que despierte, que se autoanalice y entienda que también es parte del problema.”
Imaginémonos un debate televisado. Un candidato, en lugar de responder con propuestas, dedica su tiempo a ridiculizar al rival. La audiencia, dividida, aplaude según simpatías. Al final, no se habló de soluciones, solo de ataques. El resultado: más división, menos ideas.
Por ejemplo, si un ciudadano critica en redes a un funcionario por usar recursos públicos en propaganda. Sin embargo, semanas después justifica al político de su preferencia que hace lo mismo. La incoherencia no se percibe porque pesa más la emoción de pertenecer a un bando que la razón de exigir coherencia.
La conclusión es clara: la política está atrapada en un círculo vicioso de ataques y justificaciones. Y ese círculo no lo alimentan solo los políticos; lo fortalecen también los ciudadanos que se niegan a aceptar su propia parte de responsabilidad.
Les puedo confesar algo muy personal: “Yo no escribo esto desde una mirada lejana, como si yo estuviera libre de culpa. Yo también me he dejado llevar en mis inicios por la tentación de señalar más que de construir. Y reconocerlo es apenas el primer paso.”
Reconocer el problema es importante, pero no suficiente. El verdadero desafío está en hablar de soluciones y comprometerse con ellas. La política no mejora con diagnósticos repetidos, sino con acciones concretas que rompan la dinámica del desprecio.
Una de esas acciones es comprender que sí es posible cambiar, aunque sea en espacios pequeños. Ser responsables de nuestro “metro cuadrado” ya es un acto político. Mostrar empatía, incluso hacia quienes piensan distinto, abre un camino hacia un cambio colectivo.
Si cada ciudadano cuida sus actos, si cada votante exige coherencia con argumentos claros y consistentes, se eleva el estándar político. Los líderes no podrán sostener incoherencias en un entorno ciudadano más consciente.
Cuando un ciudadano se acerca con respeto a quien piensa distinto, logra desarmar la hostilidad y reemplazarla por diálogo. Ese gesto pequeño tiene el poder de multiplicarse, porque el respeto es contagioso.
El cambio, entonces, no necesita grandes proclamas ni gritos desde tribunas. Puede comenzar en silencio. A veces, el ruido más fuerte proviene de un gesto sencillo y auténtico que rompe la cadena de odio y reafirma la posibilidad de un mejor país.
En definitiva, la política no cambiará solo porque un gobernante lo prometa. Cambiará cuando cada ciudadano deje de actuar como jefe del error y comience a liderar con empatía, coherencia y responsabilidad. Ese es el paso que todos, sin excepción, debemos dar.
Gabriel Flores Avilés es consultor Político de Campañas Electorales (@GabrielFlores_a)

