Autobuses y héroes de barrio

PABLO MONTENEGRO

Estos día todos hemos recobrado esa pasión interna por el cine a través de la historia de Manuel Vital, el conductor de autobuses que hizo aquello que parecía imposible porque su barrio tuviera unas condiciones mínimas y decentes, porque “El 47”, más allá de ser una simple historia de un conductor de autobuses, representa la subalternidad de aquellos barrios que rodean la metrópolis, ocupados por quienes menos poder adquisitivo tienen, viéndose obligados a emigrar a esas zonas en busca de un trabajo ante la imposibilidad de desarrollar una vida en el lugar que nacieron. Pasando a ocupar aquellos lugares aislados, en los que uno solo puede sentirse como mano de obra barata que no merece ningún reconocimiento.

Esta historia no representa tan solo un acto heroico, porque un hombre tome una decisión para superar los obstáculos de algo que parecía imposible, sino que se construye como un pesar, una expresión del sentimiento de clase quien se ve obligado a dar un paso adelante por los suyos, por quienes les rodean y padecen las mismas miserias cotidianas, e intenta tomar las riendas de la situación haciendo lo posible para que tanto sus condiciones de vida como las de quienes le rodean, mejoren.

Sin embargo, “El 47” no es el punto central de este humilde texto, porque las historias de este tipo de personajes abundan en nuestra memoria. Es una simple introducción que nos permite acercarnos a otro de esos relatos, esta vez con un elemento en común, ya que esta historia también habla de autobuses y hombres dispuestos a dejarlo todo, incluso su propia vida, por ayudar a los suyos, pero para esto debemos retroceder mucho más atrás en el tiempo.

Nos situamos en Fuenlabrada, pero no la Fuenlabrada actual que se establece como una especie de megalópolis al sur de Madrid con casi 200.000 habitantes, sino la Fuenlabrada de 1936. Un lugar no muy diferente en habitantes al Barrio de Torre Baró que se vislumbra en lo sucedido alrededor de “El 47”. Hablamos de una pequeña ciudad campesina, apenas industrializada, en la que se rondaría los 2000 habitantes, pero esta vez con un relato de fondo mucho más trágico y unas condiciones de vida paupérrimas, una vida atravesada por la Guerra Civil.

Fue el 2 de noviembre de 1936 cuando las tropas del bando Franquista sitiaron la ciudad de Fuenlabrada Por varios frentes; por un lado, el General Varela acecha desde el sur, por otro lado, el Teniente Coronel Fernando Barrón avanzaba impasible con el claro objetivo de atravesar la ciudad, como si de una simple rama en su camino se tratase, arrasando con todo a su paso para alcanzar lo que más ansiaba; tomar lo que se establecía como el centro neurálgico desde el que poder controlar el país, tomar la Capital, tomar Madrid.

Ante esta situación, las Milicias Republicanas plantearon la resistencia, pero tanto su número como su armamento era muy inferior al de los ejércitos facciosos, que armados con tanques y aviones provenientes de la Italia Fascista de Mussolini, así como de tropas altamente entrenadas del norte de África, eran muy superiores a las pequeñas milicias urbanas que formaban estas Milicias, que se veían desbordadas por aquello que no podían contener.
Ante esta situación, grupos de las familias más humildes de Fuenlabrada se ven abocadas a dos opciones: resistir; sabiendo que perderán su vida en el intento por frenar a las tropas fascistas, o huir a Madrid y las ciudades del norte de España, donde la resistencia podría garantizar su supervivencia, eso sí, abandonando a su paso todas sus pertenencias con la certeza de que nunca jamás volverían a recuperarlas.

Pocos se quedaron, quizás los suficientes para conseguir dar tiempo a que el resto pudiesen huir, héroes de los que hoy no recordaremos ni sus vidas ni sus nombres, una resistencia miliciana tan frágil como una rama apunto de quebrarse, pero con la suficiente consistencia de aportar esos últimos segundos vitales que impiden que la madera quiebre demasiado pronto.

La mayor parte de la población trató de escapar y buscar refugio para salvar sus vidas y las de sus hijos, pero hubo problemas para hacerlo, puesto que muchas familias no disponían de medios ni capacidad suficiente para poder abandonar la ciudad. Es entonces cuando aparecieron los dos grandes héroes de nuestro relato, dos héroes conectados con aquel conductor de autobuses de Torre Baró a través de un mismo vehículo y un mismo sentimiento de clase, un fino hilo de la historia que por más que se tense, nunca llegará a romperse, pues ese sentimiento interno por defender a los suyos, por hacer lo posible se extiende como un susurro a lo largo de toda nuestra historia, confeccionado por una simple frase que jamás caerá en el olvido: “yo también soy Espartaco”.

En este caso, fueron dos hombres los artífices de esta gran gesta:

Por un lado; quien fue primer alcalde republicano de la ciudad, Luis Fernandez Aguado, también conocido como “el sastre” (dada su profesión anterior). Un alcalde con la responsabilidad de tomar una de las decisiones más importantes de su vida y la de muchos que le rodeaban. La decisión de que los niños que ya habían perdido a sus padres, o los hijos de los que cuyas familias no disponían de medios para escapar de los incesantes bombardeos, fuesen evacuado en un autobús hacia Madrid.

Por otro lado: el hombre que quizás comparta mayor similitud con Manolo Vital, el encargado de llevar a cabo esta temerosa hazaña, pues no se trataba de conducir un autobús como lo puede hacer una línea de la EMT, sino que debida conducirlo a través del humo de los bombardeos y los proyectiles de la guerra. Sin embargo, en este caso no se trataba de un conductor de autobuses profesional, sino de un humilde maestro, Germán Salvador, quien se puso al volante de aquella máquina para conseguir con valentía llevar a cabo su misión.

Por lo que sabemos hoy en día, esos niños fueron salvados, Germán consiguió que aquel autobús llegase a su destino, de la misma manera que Manuel Vital atravesase esos sinuosos caminos, pero esta vez no se trataba de un autobús vacío, son de un autobús cargado de niños desesperados por la situación a la que se enfrentaban, invadidos por el terror de abandonar a sus familias y sobrecogidos por el miedo de no volver a encontrarlas.

A pesar de la difícil situación, Germán cumplió su misión y salvó a aquellos niños, niños que aún siendo salvados, tuvieron que enfrentarse a muchas penurias en un futuro no muy lejano. El corresponsable de aquella decisión, el alcalde Luís Fernandez, también consiguió escapar de Fuenlabrada para seguir ejerciendo la resistencia en otros lugares, pero fue fusilado al finalizar la guerra en 1940 por haberle robado a la muerte unos días más de esperanza. Por suerte, sus descendientes hoy continúan recordándole para poder transmitir su historia. Pero aquél hombre, aquel maestro que decidió cambiar la tiza por un autobús, aquel a quien la historia entrelaza a través de un fino hilo con Manuel Vital, quedó olvidado.

Apenas podemos recordar lo que Germán Salvador hizo por Fuenlabrada, lo que hizo por aquellos niños, porque su legado se pierde tras esta elevada hazaña. Tan solo quienes estuvieron ahí y conocen su historia pueden mencionarlo, apenas unos pocos la recuerdan. Germán, al igual que apareció en el momento indicado para salvar la vida de esos niños, desapareció momentos después para ser borrado de la historia, sin saber qué más fue de él.

Fuenlabrada quedó ocupada, la resistencia fue fulminada, y la mayoría de las propiedades incautadas. Todos sabemos lo que deparó la historia después, más de 40 años de suplicio que aún no han sido reparados.
Quizás estas historias parecen muy alejadas, pero Manuel Vital y German Salvador fueron dos hombres, dos héroes unidos a través de una misma máquina, cada uno hijo de su tiempo, sí, pero ambos con una afán impasible de luchar por los suyos, de saber cuál qué era lo que la historia les proponía en su momento, de tener la valentía de tomar las riendas de su vida y de quienes les rodeaban para dar el mínimo resquicio de lo que significa ser humano; La esperanza.

Quizás Manuel siempre tendrá “El 47” para ser recordado, pero la vida de Germán quedará olvidada, de la misma manera que se olvidan todas aquellas historias cuando ya no queda nadie para contarlas.

Por ello, por Manuel, por Germán, por Luís, por los niños evacuados, por los hombres de la resistencia, y por todos aquellos a quienes les debemos tanto y no podemos tan siquiera escribir sus nombres, debemos recordarles, porque si algo merecen como mínimo aquellos actos que realizaron en vida, es que hoy podamos seguir contándolos.

Pablo Montenegro del Pozo está cursando un doctorado en teoría política por la UCM. Es licenciado en Ciencias Políticas por la UCM, con un Master en Teoría Política y Cultura democrática por la UCM. Ha publicado en alguna otra revista como la revista Mirall o la revista La Trivial. (@PabloMonP)