La legitimidad del poder en y desde Weber

PAULA AGUADERO RUIZ

Para Weber, la acción política comienza con lo que denomina él mismo un “principio de legitimidad”, por el que se fundamenta la autoridad del Estado. Esta dominación, genuina, puede ser de tres tipos: de costumbre, de gracia y de legalidad. En este sentido, no es difícil deducir que se corresponden con tres tipos de líderes: patriarcal, carismático y el propio de las obligaciones legales, respectivamente. Sea cual sea el propio de cualquiera de los Estados posibles, todos tienen algo en común: el empleo de la violencia física. Con el fin de que se acate la autoridad, el jefe de Estado tiene el derecho de emplear esta vehemencia, legítima, orientada también a la propia obediencia lícita de la Administración del mismo. No parece justa; y ni mucho menos adecuada, al menos, desde un punto de vista cien años posterior a la publicación de El Político y el Científico, esta manera de hacer política, fundamentada en infundir terror al ciudadano y en esperanzarlo torpemente para conseguir una recompensa terrenal.

La dominación, en palabras del propio Weber, es la “capacidad de ciertos individuos y grupos de suscitar la obediencia más o menos voluntaria de otras partes de la sociedad” (Weber, 2007). Surge del hacer política de ese que es clasificado como político ocasional, de aquel que deposita periódicamente su voluntad política en las urnas. 

Con una maravillosa perspectiva histórica, más que sociológica, Weber plantea con una masividad de ejemplos cómo la población es coaccionada a ese poder legitimado, que es otorgado y reconocido al jefe del Estado. Esa coerción no es precisamente alentadora. Resulta descorazonador anteponerse al pensamiento del ciudadano, reduciéndolo, en términos empresariales, a un simple subordinado dispuesto a acatar normas, sean cuales sean. Teniendo como base y fundamento la construcción social de la realidad, “la población también se sabe y siente legítima, encontrándose apoyada por las estructuras económicas, políticas y culturales de la sociedad” (Berger y Luckmann, 1966) haciéndole tener, en consecuencia, un lugar en esa gran comunidad: la sociedad.

Este pueblo es sometido voluntariamente al Estado mediante la institucionalización, precedida por la habituación. Siguiendo el texto de Berger y Luckmann, “la institución entra en escena siempre que se dé una reprocidad de acciones habitualizadas.” Por tanto, una institución es “todo aquello que cumpla con la idea de regular y orientar el comportamiento humano.” Las relaciones población-Estado tienen lugar mediante la institucionalización. Esto hace al hombre cualquier cosa menos libre, independientemente de su condición económica y su situación social. Ya lo afirma Weber, “ni el obrero ni el empresario son libres”. (Weber, 2007). Por supuesto, el jefe de Estado tampoco sería libre. Es absolutamente dependiente de ese apoyo aportado por las masas, de cualquiera de sus formas, en algunos casos, mucho más allá de los votos. Depende, asimismo, de su capacidad legítima de hacer política; de su carisma, de su legalidad, de su costumbre.

Porque, aunque sean tres las formas de dominación según Weber, se pueden dar a la vez. ¿Qué sería del político sin unos fundamentos legales en los que apoyarse? ¿Qué sería de él sin esa capacidad de diálogo, de atraer a los demás, por su capacidad de manejarles, casi, a su antojo? Por supuesto, el carisma es esencial para hacer política. Se precisa de las masas para la dominación, pues serán estas quienes tendrán que aceptarla, porque les será impuesta; lógicamente, de forma también legítima. Se depende, asimismo, de un marco legal, unas instituciones. Según Weber, las instituciones burocráticas son las organizaciones ideales. Pero, por supuesto, han de tener una serie de características, han de cumplir unas condiciones, a saber:

  1. Relativas al carácter legal. Para Weber, la normativa de la burocracia será la que haga que se forme una estructura social organizada.
  2. Las comunicaciones han de tener un carácter formal. La burocracia, asimismo, debe de ser comunicada, formulada y regulada por escrito.
  3. Carácter racional y de división del trabajo. Cada persona miembro de este sistema ha de tener determinados sus derechos y deberes.
  4. La impersonalidad de las relaciones. Todo trámite ha de ser realizado sin tener en cuenta las cuestiones emocionales.
  5. Jerarquía de la autoridad. Ningún cargo ha de quedar sin supervisión
  6. Rutinas   y   procedimientos   estandarizados.    Al   definir   claramente   los estándares de desempeño se facilita la evaluación de los participantes y con ello la injusticia.
  7. Competencia  técnica  y  meritocracia.  Se  sigue  el  principio  “el  hombre adecuado para el puesto adecuado”.
  8. Especialización de la administración. Todo trabajador de la administración ha de ser un profesional especializado en ello, porque es asalariado, tiene un tiempo indeterminado de mandato, su forma de vida es este control, etc. Weber redacta una lista muy completa de estas características.
  9. Por último, anota Weber una completa previsibilidad del funcionamiento, presuponiendo que las reacciones y el comportamiento humano serán perfectamente previsibles, ya que todo estará bajo el control de normas legales redactadas previamente.

Este sistema burocrático, es rompedor, pues pretende eliminar el concepto, la idea de poder legitimado “de costumbre”. Esta, probablemente, sería la manera más perjudicial de gobernar. Porque, por muy legítima que sea, como se comentó previamente, trata de infundir sentimientos de terror y de (des)esperanza. No todo el mundo sirve para hacer política, y ya lo decía Weber en esta conferencia

“Hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive “para” la política o se vive “de” la política. La oposición no es en absoluto excluyente. Por el contrario, generalmente se hacen las dos cosas, al menos idealmente; y, en la mayoría de los casos, también materialmente. Quien vive “para” la política hace de ella su vida en un sentido íntimo; o goza simplemente con el ejercicio del poder que posee; o alimenta su equilibrio y su tranquilidad con la conciencia de haber dado un sentido a su vida, poniéndola al servicio de “algo” […] Vive “de” la política como profesión quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos; vive “para” la política quien no se halla en ese caso.” (Weber, 2012).

¿Y entonces qué nos queda a aquellos que no podamos hacer política de la manera deseable y por tanto óptima? No nos queda nada, sino asumir la sumisión, legítima, que supone formar parte del Estado, a cualquiera de los dos lados. Nos guste o no, todos somos miembros legítimos, todos somos parte del ciclo de la vida política. Muchas personas lucharon en nuestro nombre, sin saber que pasaría. Asumiendo las consecuencias. Gracias a ellas aceptamos y tenemos la conciencia y la legitimidad del poder que supone la política contemporánea.

 

Paula Aguadero Ruiz. Doctoranda en Filosofía por la Universidad de Navarra, en la línea de investigación de Filosofía Política Contemporánea. @KulturFighter

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