LUIS MARAÑÓN
En un artículo publicado en El País en 2010, David Trueba incorporó un fragmento de una conversación que tuvo lugar en 2006 entre Marcelo Bielsa y Pep Guardiola. Cuando Guardiola le dijo a Bielsa que quería ser entrenador, el genio sincero del argentino le lanzó la siguiente pregunta: “¿Tanto le gusta la sangre?”. La pregunta contenía un mensaje implícito que podríamos convertir en explícito: el deporte de grandes audiencias es un escenario de competición más allá del terreno de juego. Nadie sale siempre ileso de una competición. En algún momento, alguien sale herido. Con la política ocurre lo mismo, porque, como decía Karl Rove, se trata de un “deporte de contacto”.
La política es un territorio de competición.
Todos los territorios competitivos se parecen al menos en una cosa: en ellos, antes o después ocurre algo –una herida– que perjudica los intereses, merma las posibilidades de éxito e impacta sobre la reputación de aquellos que lo pisan.
Algunos de los aspectos que caracterizaban la política en el pasado desaparecieron para ser sustituidos por otros nuevos. Sin embargo, uno de ellos no sólo no ha sido reemplazado, sino que ha ganado protagonismo hasta constituir una parte ineludible de la propia definición de política: la presencia de situaciones de crisis.
La crisis permanente
La política alberga situaciones de crisis que pueden estar en gestación o en latencia, pero que antes o después verán la luz y serán manifiestas. Así, política y crisis serían conceptos indisociables. Ambos caminan por una misma calle estrecha (en el cruce de intereses, estrategias y valores), cada vez más concurrida (hipermediatizada) y, siguiendo a Christian Salmon, con peatones (opinión pública y adversarios) cada vez más inmersos en La era del enfrentamiento (Península, 2019).
Nuestro tiempo es hiperpolítico. Al igual que las técnicas de campaña permanente no suponen hoy novedad alguna, adoptar también la idea de crisis permanente no debería ser algo excepcional. La norma básica es la siguiente: la crisis que mejor se gestiona es la que ha sido anticipada, con escenarios de evolución trazados, mensajes previamente elaborados y portavoces preparados para intervenir si es necesario.
La anticipación es la viga maestra de la comunicación de crisis, porque cuando la crisis aparece no hay tiempo para pensar. O al menos no para hacerlo bien. Por otra parte, aunque la primera pulsión siempre es comunicativa, es preciso entender que lo primero es apagar el fuego.
Si todo es crisis, nada es crisis
Aunque el trabajo de previsión esté realizado, encontramos un obstáculo inicial: la capacidad de diagnóstico. Las organizaciones políticas tienen el umbral del dolor bajo, porque el aumento de la polarización tiene entre sus consecuencias una mayor percepción de gravedad sobre cada acontecimiento. Un error menor, en forma de respuesta equivocada o desliz, puede originar una combustión rápida. Lo que en el mundo corporativo sería una mera contingencia, en el ámbito político puede activar todas las alarmas como si se tratara de una explosión. Y es un error.
Por eso, es adecuado que los equipos políticos cuenten con personas al margen de la celeridad del día a día y de las densas burbujas formadas por las urgencias cotidianas. Es así, con foco estratégico y visión global, como se puede distinguir lo que es una crisis de lo que no lo es.
La crisis es un punto de inflexión
Así lo explica Jared Diamond en Crisis (Debate, 2019), cuando indica que este punto de inflexión que denominamos crisis se caracteriza por marcar una diferencia clara entre la situación anterior y la posterior.
En el caso de una organización política, ha de ser considerado como crisis un hecho que impacte con fuerza sobre su reputación y que modifique de manera nítida su realidad. Desde el punto de vista de la estrategia y la comunicación política, esta modificación de la realidad implicaría, al menos, uno de los siguientes factores: 1) Una merma en su capacidad para competir con los adversarios directos por pérdida de relato. 2) La fuga significativa e inmediata de apoyos entre sus votantes duros, sus bases y sus aliados. 3) La dificultad para controlar y difundir su propio mensaje. 4) La imposibilidad sobrevenida de mantener su estrategia.
Si se da alguna de esas circunstancias, actuar no es opcional. El silencio no hace más que agrandar la crisis y es el mayor acelerador de la hemorragia. Es el momento del portavoz.
Comunicación persuasiva o comunicación de crisis
En este punto, las preguntas habituales son dos: ¿Cuándo salir? y ¿Cómo hacerlo?. La respuesta a la primera cuestión es simple: cuanto antes. La respuesta a la segunda pregunta es algo más compleja y tiene que ver con la diferencia entre comunicación persuasiva y comunicación de crisis. La comunicación política vive inevitablemente sobreexcitada por objetivos persuasivos y pugna mediática. La pelea por el frame, la búsqueda del corte ganador en medios y la producción continua de mensajes memorables, son acciones óptimas para el ataque y la persecución de objetivos de crecimiento electoral. Sin embargo, no son los mecanismos adecuados para afrontar una crisis.
Si el portavoz político envuelto en una crisis opera con criterios persuasivos, estará aplicando un tratamiento contraproducente. La comunicación persuasiva sólo es óptima si nace anclada en la verdad, pero es seguro que no sobrevive sin verosimilitud. Por su parte, la comunicación de crisis sólo existe si se limita a la verdad.
Las palabras no esconden los hechos, menos aún cuando la crisis se ha desencadenado en los medios de comunicación. Así, el portavoz político que ejerce ante una crisis ha de tener en cuenta dos claves. En primer lugar, que los medios desarrollarán la crisis por capítulos, porque conocen todos los hechos o porque los conocerán. No cabe negar lo que se sabe que es real, porque lejos de contener la crisis, la agravará. En segundo lugar, que si sus palabras están elegidas en términos persuasivos, serán desmontadas por datos objetivos. La amplificación y los adversarios harán el resto.
Como indicaban Dezenhall y Weber, autores de Damage Control (Portfolio, 2007), el rol de los portavoces de crisis tiene más que ver con decir verdades feas que con presentar mentiras hermosas. Sólo asumiendo el rol adecuado se puede realizar una intervención adecuada.
Conformarse con salir de la crisis
En definitiva, se trata de entender que, en situación de crisis, ni la tarea del portavoz es brillar, ni el objetivo es ganar nada. La tarea consiste en gestionar comunicativamente una situación que altera con gravedad las circunstancias de la organización política. Y el objetivo es, sencillamente, intentar dejar la crisis atrás.
Luis Marañón es Consultor político y de asuntos públicos (@martin_luis)
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