MARIO RIORDA
Bastó menos de un cuarto del nuevo siglo y su defunción oficial llegó. Las campañas electorales han muerto.
En las campañas se buscaba shock, creatividad. Se premiaba la capacidad de sobresalir, el efectismo. Eran un festival de la comunicación, de la notoriedad. Sin embargo, la convergencia de medios premia la persistencia, los posicionamientos más o menos perdurables. La identidad no se logra tan fácilmente, ni siquiera invirtiendo mucho en ella. Más bien identidades de mediano y largo plazo pueden adquirir relevancia como contra identidad.
Los procesos electorales tenían una función relevante: servían como debate de futuras políticas públicas, legitimaban el sistema político y aportaban información a los votantes. Eso ya no queda tan claro. A lo sumo son plebiscitos con mayoría de carga emocional e ideológica de los ejecutivos de turno, quienes a su vez replican a la oposición en los mismos términos. A tono con la evidencia en las investigaciones, las campañas argumentan más sobre el pasado que sobre el futuro.
El diálogo democrático no existe. La ausencia de diálogo es llenada con hostilidades y agresiones. Son muchos monólogos violentos. La materia prima comunicacional es el otro en cuanto malo. Se conforma una otredad restringida, negativa, donde la identidad del uno se forma por el contraste con el otro, sin entenderlo ni asumir su diferencia, sino combatiéndolo, negándolo. Se llenó de actores justicieros que juegan a la justicia mediática y subjetiva (hasta muchos jueces en el contexto electoral entraron en esa lógica).
La tolerancia es escasa y priman posturas escépticas, prejuiciosas y libertinas. Lo políticamente correcto ya no prima o no necesariamente es un bien político destacable. No sólo no se paga costos en hacer públicos los prejuicios, sino que los radicalismos ganan terrenos, ganan elecciones, ganan espacios políticos. Hay ciertos rasgos de tolerancia en posturas que en el fondo se asumen desinteresadas. Esto parece banal pero es violento, porque lo que esconde es una negación o subestimación del otro que ni siquiera llega a considerar.
Antes se hablaba de una extensión del formato electoral en la idea de “campaña permanente”. Implicaba una sobreestimación de los plazos cortos. Significaba que había que actuar como si todos los días se votase, generando la idea de construcción de mayorías diarias o cotidianas y apelando a noticias positivas constantes. Eso cambió. Más bien se trata de batallar contra la liquidez de las opiniones, como señala Ismael Crespo. Nada permanece en el tiempo y los mensajes se tornan anticuados pasados un breve período. Su permanencia en el espacio comunicacional los torna efímeros. No hay agendas únicas, muchas tendencias son gestadas antes del inicio de una campaña y son difíciles de modificar. Encima el votante ve y lee lo que quiere ver. Elige un medio porque de antemano sabe qué va a decir ese medio.
Esto implica que la actuación política tiene mucho de filosófica. Tiene que ver con el existir y esto es cómo aparecer y cómo ser visto. Y no sólo desde la política hacia la ciudadanía. También esta última hace de su visibilización del malestar una tarea cotidiana.
Es el tiempo de la comunicación de pseudoacontecimientos como fines en sí mismos, de convertirse en hechos comunicacionales sin importar su aporte o consistencia a la política. Estos existieron siempre, pero antes eran complemento, un aporte comunicacional más, incluso cercano a la idea de distensión. Actualmente son centrales y, lejos de la idea de propuestas o aportes constructivos, sólo importa que finalmente sean autoprovechosos. Esto transforma a la política en un asunto público cotidiano para el consumo de los ciudadanos, con una drástica consecuencia: el pseudoevento genera competencia de pseudoeventos y debates conflictivos de hechos intrascendentes que compiten en intensidad con grandes políticas y decisiones públicas.
Pero estos hechos tienen destinatarios recurrentes: los grupos afines. Mantener la cohesión tribal estimulando los rasgos identitarios es la tarea cotidiana. Fomentar la lealtad a las pasiones, aún si éstas se contraponen con normas del consenso democrático. Todo se justifica (violencia, humillaciones, transgresiones) por la defensa de la identidad. Y obviamente la mentira. La verdad, lamentablemente, es un hecho es constante disputa. Con la aparición de las redes, en campaña no hacen falta verdades, sólo verosimilitudes, contenido ficcional o post verdad. La racionalidad como explicación electoral es difícil de sostener por sí sola. Contenidos circulares y posturas dogmáticas se filtran cada vez más hacia los medios tradicionales y ya no son sólo un fenómeno de redes.
En la aventura, las garantías de normalidad quedan suspendidas o abolidas, dice Fernando Savater. Son aventuras electorales osadas las que más llaman la atención y las que más cobertura mediática consiguen. Así, la actividad espasmódica suele ser más provechosa que las estrategias sólidas de antaño. Cuestan menos y se ven más. La planificación comunicacional que antes tenía centralidad televisiva y gráfica es prehistoria. La inversión y la predecibilidad de sus efectos acorde a esa inversión era una característica del siglo pasado. Alguien invertía mucho en medios y ganaba mucho en efectos. Ahora no, aun cuando –paradójicamente– hay cada vez más presupuesto en contenidos pagos en redes sociales sin que se haya dejado de invertir en medios convencionales. No olvidar: las redes no tienen tiempo, no tienen regulación. Sólo tienen precio. Quizás sea ese el modo electoral más visible. Pero, igualmente, no tienen patrones replicables. No hay moldes. Quizás sólo uno: la autenticidad, que está cerca de ser un commodity hoy.
Quedaron atrás las críticas a las campañas negativas. Las campañas son puro acto adversarial como respuesta al hartazgo. Las campañas dejaron de ser el acto ritual y legitimador de la democracia. Sí garantizan alternancias, pero los sistemas políticos crujen tras ellas. Son separadores sociales. Generadoras de divisiones que generan más rechazo que atención. A lo sumo legitiman democráticamente a ganadores –por un rato–.
Incluso es impredecible el comportamiento electoral como castigo o como premio asociado al cumplimiento de promesas. Bernard Manin sostiene que, al momento de presentarse a un cargo, los políticos reconocen que de uno u otro modo se enfrentarán a situaciones imprevistas, así que generalmente no tienen una propensión a atarse las manos comprometiéndose con programas electorales detallados. Maquiavelo decía que gobernar es establecer una lógica de mutua adecuación, siempre inacabada, entre el príncipe y el pueblo, porque es el pueblo la causa principal de la estabilidad e inestabilidad del Estado.
Sin embargo, hay un tridente muy potente para pronosticar movimientos electorales, aún con contratos electorales pasados no cumplidos: la ideología, lo tribal y los prejuicios. Mucho se explica de esa triple relación. Por todo ello es que las campañas electorales clásicas murieron. Esto es otra cosa. Y sus efectos también.
Mario Riorda es director de Maestría en Comunicación Política de Universidad Austral y presidente de ALICE (Asociación Latinoamericana de Investigadores en Campañas Electorales)
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[1] Una versión reducida de este escrito se publicó en el diario Clarín.