Con el Rey o contra el Rey

Empiezo expresando sinceramente

un temor: el de defraudar vuestra

expectación, porque en estos

actos políticos que se vienen verificando

desde que terminó el primer

periodo dictatorial, para entrar

en este segundo en que nos hallamos, la expectación

en torno a los hombres políticos que

ocupan tribunas públicas va vinculada a la definición

de su actitud, a la sorpresa que pueda

producir su manera de definirse, y esa expectación

crece en torno a aquellos hombres que,

por haber sentido dentro de su conciencia el

conflicto entre las ideas liberales que más o menos

atenuadamente profesaban y la adscripción

a un régimen que las traicionó, se encuentran

en el caso de tomar nuevos rumbos si han

de mantenerse fieles al postulado político, un

tanto desvaído, que caracterizó su actuación

anterior. Y yo no traigo aquí para definir mi

actitud la más mínima sorpresa.

El 13 de septiembre de 1923 comenzó una

conculcación descarada de la ciudadanía; se

abolieron todos los derechos individuales que

forman la personalidad del ciudadano, y

quien, simplemente por ley de herencia, tenía

atribuida una parte de la soberanía, decidió

prescindir definitivamente del Parlamento para

que sus tendencias absolutistas, en plena libertad,

no tuvieran freno. Pero no fue solamente

eso, sino que el 13 de septiembre, al iniciarse

la época absolutista, además de privarse a los

ciudadanos españoles de sus derechos, comenzó

una serie de latrocinios de que no hay ejemplo

en la historia de ningún pueblo civilizado.

Ello quedaría evidenciado con sólo pasar la

mirada por esa serie de monopolios creados

por la dictadura: el monopolio de los transportes

por carretera. El de los petróleos, en cuyas

delegaciones de ventas han encontrado asignaciones

verdaderamente fantásticas los propios

ministros del rey, adscribiéndose a nombre de

consuegros, yernos, cuñados…

Es una hora de definiciones. La mía no ofrece

novedad. Vengo a requerir públicamente

desde aquí a que se definan quienes no se hayan

definido, y a que lo hagan con absoluta claridad.

Que no están los tiempos para equívocos,

palabras confusas y matices desvaídos.

Nos hallamos en el momento político más crítico

que ha podido vivir, en cuento respecta a

España, la presente generación.

Yo creo que es preciso desatar, cortar un nudo;

este nudo es la monarquía. Para cortarlo

vengo predicando la necesidad del agrupamiento

de todos aquellos elementos que podamos

coincidir en el afán concreto y circunstancial

de acabar con el régimen monárquico y terminar

con esta dinastía, pero el agrupamiento

no debe originar confusiones. Estos agrupamientos,

ami juicio –hablo sin más representación

que exclusivamente la mía personal–, no

deben dar lugar a confusiones. Hay que estar o

con el rey o contra el rey. El rey debe ser el mojón

que nos separe. Por vistosas clámides liberales

que vistan quienes le quieren servir, por

muy democrático que sea el acento en la palabra

de quienes deseen seguir con el rey, esos no

pueden estar con nosotros. El rey es un mojón

separador entre los partidarios del régimen,

cualesquiera que sean sus apellidos y su significación,

y quienes somos sus adversarios. El rey

es el hito, el rey es la linde: con él o contra él, a

un lado o a otro.

Yal ir contra él, ¿por qué desdeñar el auxilio

de fuerzas situadas en la misma dirección nuestra?

Observad este fenómeno. No ha aumentado

la capacidad radical en España. Se equivocan

quienes lo presumen. No ha habido sino

un desgajamiento de elementos defensivos de

la Corona, un apartamiento de elelementos sociales

que eran adictos al monarca y que ante el

ejemplo de la deslealtad constitucional le abandonan,

pero a los cuales elementos nosotros no

podemos infiltrar, por arte de magia, un radicalismo

que está en contradicción con la esencia

de los postulados políticos de toda su vida.

Yo no trato de batir ningún récord de radicalismo

con nadie. Adonde llegue en su apetencia

ideal quien más allá vaya, voy yo también.

Pero la política es arte de realidades y en apreciar

de una manera exacta la realidad española

está el éxito del esfuerzo, está el secreto de que

este sentimiento antimonárquico, difuso, sin

fuertes cuadros de organización, tenga en su

ímpetu un cauce fertilizador, evitando que nos

despedacemos todos en pugnas de radicalismo

y en controversias de principios que esterilicen

nuestro esfuerzo.

Vamos a derribar la monarquía. Vamos a

abrir el palenque a la ciudadanía española, que

nunca se sintió verdaderamente liberta y que

últimamente llegó al grado de mayor oprobio;

y cuando hayamos derribado el régimen monárquico,

cuando hayamos instaurado una República,

que cada cual, dentro del ruedo amplísimo

de la democracia, propugne por el triunfo

de sus ideales con todo el ímpetu que quiera;

porque en el agrupamiento de fuerzas para derribar

el régimen y acabar con la dinastía de los

borbones a nadie se pide la abdicación de sus

ideales.

A la monarquía española ya no le quedan en

el campo político más que sombras. Eso que

veis erguirse como fuerzas políticas en su defensa

no lo son. Es simplemente la expresión

de intereses materiales, que forzosamente, por

ley fatal, han de estar adscritos de manera incondicional

al régimen que impere.

Aunque vibra ahora más que nunca la conciencia

del país, hay en nuestro pueblo, por un

légamo de siglos de esclavitud, comarcas enteras

para las cuales han pasado insensiblemente

este periodo dictatorial sin poderlo distinguir

de otras épocas oprobiosas en que el cacique

era también el instrumento de la tiranía del poder

público. Y en esas comarcas españolas, si

no muertas, aún aletargadas para la vida del

derecho, en esas mandará el poder público en

sustitución de una voluntad popular que no

existe.

Las Cortes que vengan serán en su mayoría

monárquicas. Desterrad la ilusión de que una

mayoría adversaria al régimen pueda en un debate,

y tras él en una votación, derribar la monarquía.

Eso ha podido suceder en ciscunstancias

muy excepcionales de nuestra historia; pero

ordinariamente no cabe que se dé tal suceso.

A una monarquía se la derriba con un movimiento

revolucionario, y no con una votación

en el Parlamento.

Yen el Parlamento, en esos debates, quienes

sean en él voceros de la opinión pública no han

de tener en su protesta una vibración mayor

que aquella que les preste el eco de la calle. Con

diversas excusas, las elecciones se diferirán.

No hay que formar un censo nuevo; mañana

vendrá el pretexto de una crisis. Ya se encargarán

en palacio de idear motivos para aplazar la

convocatoria de Cortes. Y vendrán las elecciones

cuando esta tensión protestaria del pueblo

haya cedido en su intensidad. ¡No os hagáis ilusiones!

Vuestro entusiasmo de estos instantes

es un fenómeno transitorio; esto cede, esto se

va si los hombres públicos que militan en las

izquierdas no tienen el acierto, el sentido y el

deber de recogerlo para hacerlo fecundo. Y si a

las Cortes se llega, se llegará cuando la tensión

ya casi se haya perdido entre las sombras del

triste panorama de la vida pública española, y

así las voces ardorosas de quienes allí vayan inflamados

de pasión sonarán con el triste eco

que encuentra la voz del solitario en medio del

desierto. El Parlamento podrá ser útil si las minorías

oposicionistas expresan un estado de

ánimo existente en la calle. Si ese estado de ánimo

popular no existe, la labor parlamentaria

será totalmente nula.

No os hagáis ilusiones de que unas Cortes,

con el apellido que queráis ponerles, Constituyentes

u Ordinarias, pueden aplicar la sanción

debida a unas responsabilidades no se hacen

efectivas sino por una revolución cuando

quien ostenta la corona se resiste a abdicar.

Existe un estorbo: el monarca; hay que invitarle

a irse y habrá, pues, que decirle: “Señor,

la Iglesia, por el rito con que esa colectividad

acoge siempre al poder, os recibirá sin escrúpulos

bajo el palio a las puertas de las catedrales,

olvidando vuestro perjurio; pero el pueblo no

lo olvida: tiene conciencia de su dignidad y de

sus derechos.

”Vos constituís un estorbo y España prescinde

de vos, porque quiere vivir modesta, pero

libremente, uniéndose en su destino a las naciones

que marchan por el camino de la civilización

y que han arrinconado por inútiles, por

funestos, restos de monarquías atrasadas que

en su absolutismo son roñosos residuos de regímenes

propios de la edad media”

Enviado por Enrique Ibañes