Cordial bienvenida a Vuecencia, Señor Embajador, y a la colonia española de Roma, reunida en esta Nuestra casa que es también vuestra casa paterna.
Componéis una colonia numerosa e ilustre, que Nos hace recordar con complacencia el largo cortejo de embajadores verdaderamente católicos, de sabios teólogos y consultores, de hijos devotos y muníficos que, a través de los siglos, han acompañado en Roma al Padre común de los fieles, participando de sus penas y alegrías, y poniendo al servicio de la Santa Sede la sana Teología y el celo misionero de España.
Pero una circunstancia particular da singularísimo realce a la presente audiencia. Habéis venido a agradecernos en nombre de toda vuestra nobilísima Nación y de su ilustre Jefe Nuestro mensaje radiado. Fue para Nos motivo de especial satisfacción, en primer término, el poder enviaros Nuestros plácemes y saludos en el momento en que España, después de la victoria, comenzaba su nueva época de pacificación y grandeza. Y colma ahora Nuestro corazón de mayor gozo el saber que Nuestros plácemes y Nuestra exhortación a la paz y a los nuevos destinos verdaderamente católicos de España, han hallado un eco tan profundo y prolongado en Nuestros amados hijos e hijas de la Nación hispánica.
Vuestro palacio de España, Señor Embajador, está especialmente ligado con el culto de María Inmaculada. Por eso la plaza de España es la plaza del monumento a la Inmaculada Concepción. Tenemos todos que importunar en este mes de Mayo a la Virgen Santísima para que en pago de la veneración y amor que se le ha profesado siempre en el suelo español y en los corazones españoles, se digne alcanzar de su piadoso Hijo felicidad y bendiciones para vuestras familias, juventud pura y henchida de sana alegría para vuestros hijos, prosperidad y éxito venturoso para vuestra economía, la fuerza y el impulso del Espíritu Santo para vuestra vida eclesiástica, y para toda vuestra Patria a Nos tan querida la paz interna y externa, integral y duradera. En prenda de todo ello os damos a vos y a todos los vuestros, a todas las personas que lleváis en vuestra mente y en vuestro corazón, y a cuantos objetos habéis traído con vosotros a esta audiencia, con paterno afecto la Bendición Apostólica.
Enviado por Enrique Ibañes