Señoras, señores: En estos días, con la aprobación del texto constitucional y la elección de Presidente, queda establecida jurídicamente la República española. Tenemos ya un cauce legal por donde pueda fluir fecundamente nuestra vida colectiva; tenemos ya bajo nuestras planteas un suelo de Derecho donde hincar los talones e iniciar la marcha histórica. Termina, pues, en estos días el primer acto de la implantación de la forma republicana en nuestra vieja, en nuestra viejísima España. No es el momento excelente. (Se promueve un incidente porque se quejan de lo deficientemente que se oye.) Perdonen ustedes, pero no estoy acostumbrado a hablar con altavoz, y acontece que mientras voy pronunciando las palabras las escucho yo mismo, y esto es demasiado: hablar y encima escucharse. (Risas.) Decía, pues, si no es el momento excelente para que hagamos un alto y recogiendo bien las riendas de la atención, miremos en rededor, percibamos claramente la situación interna de nuestro país; analicemos el próximo sábado, y sobre todo, proyectemos en grande la arquitectura de nuestro porvenir. No todo esto, porque sería demasiada tarea; pero sí algo de eso, un comienzo de esto, quisiera yo hacer ante vosotros.
Van transcurridos siete meses de vida republicana, y es hora ya de hacer un primer balance y algunas cosas más que un balance. Durante esos siete meses la República ha estado entregada a unos cuantos grupos de personas, que han hecho de ella lo que les recomendaba su espontánea inspiración. Tenían derecho a ello porque fueron la avanzada del movimiento republicano en la hora de máximo peligro. Era justo que los demás quedásemos, por de pronto, a la vera, procurando no estorbar; más aún, formando un círculo defensivo, dentro del cual esos hombres, sobre los cuales el destino había hecho caer la tremenda carga de enseñar a una República recién nacida sus primeros pasos, pudiesen actuar en plena holgura, con plena calma. Lo único que además podía exigírsenos era que si desde el principio jugábamos algo erróneo esos primeros, cuidásemos de expresar nuestra discrepancia en forma mesurada y cordial. Por mi parte, creo haber cumplido con todo rigor este complejo deber, porque durante estos meses he evitado estorbar, porque he defendido desde mi puesto excéntrico a los que gobernaban y, en fin, porque a los quince días de sobrevenida la República comencé yo a hacer señas (que éstas venían a ser mis tenues palabras en artículos periodísticos y en discursos parlamentarios), comencé a hacer señas a los de arriba para insinuarles que en mi humildísima opinión tomaban vía muerta. (Muy bien.)
Era, señores, de superior urgencia que lo antes posible existiese una ley, una figura de Estado, más o menos imperfecta, que permitiese iniciar la vida política normal, y a esta urgencia convenía supeditar todo lo demás. Pero esa ley, la Constitución, existe ya; hay ya un Estado, y ahora nuestro deber cambia de signo y nos impele precisamente a lo contrario que hasta aquí. Ahora es preciso que cada cual diga claramente lo que piensa sobre la situación histórica de nuestro país; que declare su opinión sobre el modo como ha sido planteada la vida republicana. Ya no es necesario, y, por lo mismo, no es lícito que sigan más o menos confundidas las actitudes políticas. Es preciso que se deslinden los juicios y los programas, porque es preciso también que se deslinden las responsabilidades. (Muy bien.)
Cuando la historia de un pueblo marcha ya sobre carriles añejos, sólidamente instalados, puede impunemente el individuo o el grupo concederse un margen de distracción, y aun de frivolidad en la conducta, pensando que sus actos públicos no tendrán consecuencias ni muy importantes ni muy graves; pero en una hora como ésta, en que nace para España un nuevo destino, cuando lo estatuído es algo tan tierno, tan débil, que no podemos apoyarnos en ello, sino que, al revés, el Estado tiene que ser sostenido y alimentado por nuestros propios actos, es preciso que cada uno de éstos, los míos como los vuestros, vayan inspirados por un sentido casi patético de responsabilidad. Notad que nuestra vida ahora no consiste en repetir una vez más lo que veníamos haciendo ayer o anteayer, que no vamos cómodamente embarcados en usos antiguos, sino que, por el contrario, queramos o no, estamos iniciando nuevas formas y modos de vida pública, nuevas normas y propósitos y hasta vocabulario de convivencia; en suma; señores, que estamos creando historia con cada una de las palabras, gestos y movimientos que hacemos. Es preciso que el pueblo español se dé plena cuenta de esto; que se percate del rango que para los destinos de España tienen estos meses, semanas y días, porque sólo así podrán esas palabras, esos gestos y esos movimientos nacer como rezumando sobre aquel fondo de dignidad, de elevación moral, que requiere una tarea tan enorme como ésta en que estamos sumergidos. Por eso el crimen mayor que hoy se puede cometer en España es empequeñecer el momento. (Muy bien. Varios espectadores: No se oye.) Yo ruego que me digan las personas que ocupan las localidades más remotas de mí si me oyen, porque de otra manera, con los escasos medios de mi voz, yo intentaría tomar cada palabra en la honda y lanzarla a las alturas. (Risas.)
Son, pues, instantes de rango sublime, o ¿es que creéis que podemos entrar en tan soberana faena como es organizar una nación, edificar un fuerte Estado, si seguimos los españoles como hasta aquí, con un temple de ánimo chabacano, flojas las mentes y el albedrío sin una formidable tensión de disciplina?
Diatriba contra la chabacanería y elogio de la pasión
¿De dónde va a venir el tono y calidad a nuestra historia, sino del tono y calidad que logren alcanzar nuestras vidas individuales? Como en el deporte es necesario un especial entrenamiento y hace falta seguir un régimen de vida que mantenga el cuerpo en forma, asegurando la plena elasticidad de sus facultades, para hacer historia es menester que el ciudadano, el simple ciudadano, se halle moralmente en forma, tenso el ciudadano, el simple ciudadano, se halle moralmente en forma, tenso como un arco que va a disparar su flecha hacia lo alto. Sin eso no habrá nada. Y uno de los crímenes más insistentes de la Monarquía fue el fomentar continuamente nuestra propensión a la chocarrería, el chiste envilecedor, a las ridículas disputas de casinillo. Bajo atmósfera tal, estad seguros de que las almas no pueden querer lo grande; antes bien, minusculizadas, encanalladas, miopes como ratones se perderán en el laberinto miserable de las querellas de rincón, y no podrán ver las líneas sencillas, pero gigantes, que orientan al pueblo en sus renacimientos. (Aplausos.)
Yo, señores, soy un pobre hombre, con muchas menos pretensiones de las que algunos suponen; simplemente un pequeño ser que ha ligado siempre su microscópico destino individual al ancho macroscópico destino de su raza. Y que por eso, cuando ve que España va a cometer un error o, por el contrario, que puede hacer algo grande, arrostra el ser tachado de pretencioso y abandonando su habitual oscuridad, da al viento la poca cosa de su voz y lanza a sus conciudadanos una advertencia o una indicación. Nada más. Así, yo ahora, en este momento decisivo, comienzo por decir: hermanos españoles, no toleréis en vosotros ni en vuestro alrededor el triunfo de la chabacanería; mirad que por ese punto se ha ido siempre la media toda de las posibilidades españolas; ni consintáis tampoco que domine la vida pública el falso apasionamiento atropellado y pueblerino. Decía Hegel que nada importante se ha hecho nunca en el mundo si no lo ha hecho la pasión. Pero bien entendido, añade, la pasión… fría. La otra, el fácil apasionamiento que nos arrebata un momento, no ha servido nunca para nada estimable. La auténtica pasión creadora de historia es un fervor recóndito, tan seguro de sí mismo, tan firme en su designio, que no teme perder calorías por buscar el auxilio de las dos cosas más gélidas que hay en el mundo: la clara reflexión y la firme voluntad.
Por eso os pido que, juntos en este rato y cualesquiera que sean vuestras opiniones, me dejéis razonar sencillamente sobre los destinos nacionales. (Aplausos.)
La ocasión es magnífica para hacer de España un pueblo de vida contenta y plenaria, respetado por todos los extraños. ¿No es una enorme pena que se desvirtúe esta ocasión para dejar que triunfen las pequeñeces, las manías, las palabras hueras y, sobre todo, la angostura de visión histórica?
Y es evidente que algo de esto está aconteciendo. Conviene que yo evite toda exageración en el diagnóstico y hasta que me oponga a ella. Para exagerar, para desorbitar las cosas, se bastan y se sobran las mesas de café, en torno a las cuales veinte mil tertulias, desde hace cincuenta años, se complacen en desmesurar todos los hechos y descoyuntar todas las opiniones. (Muy bien.)
Nada grave, por fortuna, ni irremediable ha acontecido; pero es evidente que si se compara nuestra República en la hora feliz de su natividad con el ambiente que ahora la rodea, el balance arroja una pérdida, y no, como debiera, una ganancia. No disputemos sobre la cuantía de la pérdida, no disputemos sobre el más o el menos de esta pérdida. Lo que tenemos que hacer es reconocerla. No se han sumado nuevos quilates al entusiasmo republicano; al contrario, le han sido restados. Y si esto es indiscutible, lo será también extraer la inmediata e inexcusable consecuencia: que es preciso rectificar el perfil de la República. (Muy bien. Grandes aplausos.)
Nació esta República nuestra en forma tan ejemplar que produjo la respetuosa sorpresa de todo el mundo. Caso insólito y envidiable; acontecía un cambio de régimen, no por manejos, ni por golpes de mano, ni por subversiones parciales, sino de la manera inevitable, exuberante y sencilla, como brota la fruta en el frutal. Este modo, diríamos espontáneo, de nacer la República, nos garantiza que el grave cambio no era una ligereza, no era un capricho, no era un ataque histérico, ni era una anécdota, sino que había sido una necesidad profunda de la nación española, que se sentía forzada a sacudir de sobre sí el cuerpo extraño de la Monarquía.
Lo que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida, ni apenas dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento, desánimo; en suma, tristeza. ¿Por qué nos han hecho una República triste y agria bajo la joven constelación de una República naciente? (Muy bien.)
No voy a acusar a nadie, no sólo porque repugno faena tal, sino porque además sería injusto. Conozco esos hombres que hoy dirigen la vida pública española -y me refiero no sólo a los Gobiernos, sino a muchos que militan próximos a ellos-; conozco a esos hombres y sé que la política peninsular no ha encontrado nunca tesoro mayor de buena fe y de prontitud al sacrificio. Lo que pasa es que se han equivocado, que han cometido un amplio error en el modo de plantear la vida republicana. Y aún, si luego tuviera tiempo, me atrevería a demostrar que en buena porción ese error cometido no les es imputable, sino que más bien son de él responsables las clases representantes del antiguo régimen que ahora tan enconadamente combaten a esos hombres. ¿Pues qué? ¿Se quería que después de haberlos mantenido en permanente oposición, más aún, en virtual destierro de los negocios públicos, pudiesen esos hombres de la noche a la mañana improvisar la destreza, la soltura de mano y la óptica del gobernante?
No; hay una porción de error en la actuación de esos hombres, en la de todos nosotros, que no debe avergonzarnos, porque nos viene impuesto por una realidad histórica profunda. No somos culpables de que se haya roto de modo tan total la continuidad de las fuerzas políticas españolas.
Hace diecisiete años, en 1914, en una conferencia juvenil, titulada «Vieja y nueva política», anunciaba yo que esa discontinuidad se produciría por el torpe hermetismo del régimen monárquico, que no permitía la convivencia de todas las fuerzas nacionales, sino que establecía una valla, más allá de la cual quedaban desterrados de los asuntos de España la mayor parte de los españoles.
Parecerá extraño, señores, que comience por defender a los mismos que tengo el deber de criticar; pero la República debe hacer usos nuevos, y sobre todo, nadie espere que por actuar yo ahora políticamente abandone ninguno de los imperativos que han gobernado mi vida, ni renuncie a una sola de las facetas de mi verdad. Quien busque, pues, palabras más desaforadas, o más simplistas, o más injustas, puede, como en el juego de las cuatro esquinas, ir a buscar candela en otra parte donde reluzca. (Aplausos.)
Pero digo que aun restando la dosis de error que, por ser inevitable, no se puede imputar, queda una porción, la más grave y la más sustancial.
¿Por qué? ¿Por qué en torno a la República hay hoy menos fervor que hace siete meses? Esto es lo inadmisible, lo injustificable.
Para ver claro en qué consiste ese enorme error conviene retrotraernos a aquellos días en que se preparaba el movimiento revolucionario. En esas horas de lucha, en esos instantes de batalla, las almas se hacen un poco agudas, porque se hacen un poco espadas; las potencias adquieren máxima tensión, y alerta el oído, alerta la pupila, se percibe con gran exactitud la situación histórica de la realidad política. Por eso, porque se acierta en la visión, se logra la victoria; pero luego viene el triunfo, y el triunfo es a veces un alcohol nocivo que obnubila la mente de los triunfadores.
República conservadora y República burguesa
Cuando preparaban la revolución, los hombres que han aparecido al frente de la República veían con plena claridad lo que ésta tenía que ser durante la primera etapa de su historia, durante el tiempo de su consolidación. «La República que ahora triunfe, decían -notad bien: lo decían ellos entonces, no lo digo yo ahora-, la República que ahora triunfe tiene que ser una República conservadora, una República burguesa.» Algún ministro recordará los atronadores aplausos que estas palabras pronunciadas por él disparaban en el auditorio; pero yo aproveché la primera ocasión para hacer notar que ambas expresiones eran poco o nada felices.
¿Conservadora? Señores, hablemos un poco en serio, libertándonos de la tiranía que sobre nuestras mentes ejercen las palabras, las denominaciones. ¿Hay hoy en toda la anchura del mundo movimiento alguno de dimensiones apreciables que pueda calificarse de conservado, de auténticamente conservador? Podrá este o el otro individuo, en el secreto de su temperamento, allá en la intimidad de sus nostalgias, ser conservador; pero hoy no es posible en parte alguna una política conservadora. Los problemas que encuentra ante sí hoy el Estado son de tal gravedad y profundidad, que ningún pretérito puede servir de norma para atacarlos. La sustancia misma del hombre medio se ha hecho hoy tan distinta de lo tradicional, que nos obliga, ni más ni menos, como si dijéramos, a brincar de una época a otra, a abandonar todo el mundo político conocido e ingresar medrosos, atemorizados, en un mundo completamente nuevo y totalmente incógnito.
No creo que haya hoy en Europa nadie que se haga ilusiones de lo contrario: poco, muy poco y muy condicionalmente, puede conservarse del pasado, y por eso los ingleses, al acudir a unas elecciones recientes en extraña coalición jamás sospechada en sus islas, puestos a conservar no han podido conservar -ya lo veréis- más que el nombre de conservadores. (Muy bien. Aplausos.)
No hay más que un pueblo maestro en inquietudes, gran doctor en convulsiones: Francia, que por la convergencia de una serie de azares ha podido intentar hasta la fecha el sostenimiento del statu quo, que es cosa muy distinta de una política conservadora. Se trata de un equilibrio inestable, en cuya perduración nadie confía, y que en definitiva se nutre de demorar sine die las grandes cuestiones del tiempo. Inexorablemente, en una u otra jornada, llegará a ese admirable país la marea viva de los problemas actuales: el statu quo zozobrará y se disparará en él un proceso parejo al que acude a todos los demás países.
Decir, pues, que la República española debía ser una República conservadora equivale a no decir nada. Menos aún: equivale a desorientar el porvenir de nuestra República.
Pero menos afortunada todavía me parece la otra expresión: ¡República burguesa! ¡Como si no consistiese la máxima peculiaridad de nuestra historia en la relativa inexistencia, por lo menos en la anormal debilidad, de la burguesía en esta Península! Cualquiera diría que se trata de una simple anécdota, cuando es el hecho básico causante de la decadencia que ha padecido España durante toda la Edad Moderna. Porque una edad, una época, es un clima moral que vive del predominio de ciertos principios disueltos en el aire. La época moderna vivió impulsada por el racionalismo y el capitalismo, dos principios emanados de cierto tipo de hombre que ya en el siglo XV se llamaba «el burgués». Y si España se apagó al entrar en ese clima como una bujía se apaga por sí misma al ser sumergida en el aire denso de una cueva, fue sencillamente porque ese tipo de hombre era en nuestra raza escaso y endeble, y el alma racional se ahogaba en la atmósfera de aquellos principios. Y si no ha gozado España de salud durante la Edad Moderna porque era insuficientemente burguesa, ¿va a dar la casualidad de que ahora, cuando la modernidad sucumbe, y con ella la burguesía pierde la plenitud de su mando; vaya a dar la casualidad, digo, de que al renacer un Estado, este Estado se edifique como Estado propiamente burgués? No hay, ciertamente, grandes probabilidades de ello.
El magnífico movimiento ascensional de las clases obreras
Importa, pues, mucho en materias graves, como ésta, cuando se trata nada menos que de empujar a todo un pueblo en cierta dirección hacia la línea azul de su horizonte, que cuidemos el uso de las palabras, porque son los déspotas más duros que la humanidad padece. El vocablo que se ha apoderado de nosotros, que en nosotros prende, nos lleva ya luego al estricote hasta sus últimas consecuencias; consecuencias que son las suyas, pero que no son las nuestras. Se reconocerá no haber grandes probabilidades de que en el mundo actual, al acontecer un cambio de régimen, el nuevo Estado que nazca sea, hablando con propiedad, un Estado burgués. Y como yo voy ha hacer un llamamiento a todas las fuerzas eficaces del país, entre ellas a las llamadas burguesas, especialmente a las capitalistas, y quiero que este llamamiento mío sea entusiasta, pero a la vez serio y riguroso, me interesa que quedan claras ciertas cosas elementales. Una de ellas, ésta: cualesquiera que sean las diferencias políticas que existen o puedan existir mañana en nuestra vida pública, es preciso que nadie cometa la estupidez de desconocer que desde hace sesenta años el más enérgico factor de la historia universal es el magnífico movimiento ascensional de las clases obreras. Se trata de una corriente tan profunda y sustancial, que tiene la grandeza e incoercibilidad de los hechos geológicos. Toda política, pues, inspírela uno u otro temperamento, tendrá que ir a la postre inscrita dentro de este formidable influjo. Tiene que contar con él y aceptarlo, como se acepta el avance de nuestro sistema solar hacia la constelación de Hércules. (Muy bien. Aplausos.)
No se hable, pues, de ningún rincón planetario de política burguesa; pero, viceversa, no cabe tampoco confundir ese movimiento ascensional de la humanidad obrera con el laborismo, socialismo, sindicalismo o comunismo, que son meras fórmulas, propagandas, ensayos, todo lo importantes que se quiera, pero que a la postre no representan sino interpretaciones transitorias y relativamente superficiales de aquella realidad, mucho más profunda e inexorable. (Aplausos.)
De modo que no es hoy posible, imaginable, política alguna que en una de sus dimensiones no sea política obrerista, que en su sesgo no acompañe a esa tremenda corriente marina que empuja a la historia actual. Pero, a la par, ningún credo o partido obrerista puede pretender significar la modulación única, definitiva e infalible de esa realidad sustantiva de nuestro tiempo. Bastará comparar la situación del socialismo o sindicalismo en Europa veinte años hace y hoy para convencerse de ello.
Para no desorientarnos evitemos, pues, hablar de política conservadora y de política burguesa. Pero si yo rechazo ambas fórmulas en cuanto que pretendan tener un significado preciso, reconozco, en cambio, que cuando fueron pronunciadas en la hora de preparar la revolución, los que las emitían querían decir con ellas otra cosa mucho más certera y completamente oportuna; ésta, sencillamente ésta: que la República, durante su primera etapa, debía ser sólo República, radical cambio en la forma del Estado, una liberación del Poder público, detentado por unos cuantos grupos; en suma: que el triunfo de la República no podía ser el triunfo de ningún determinado partido o combinación de ellos, sino la entrega del Poder público a la totalidad cordial de los españoles. (Grandes aplausos.)
Lo que significó el cambio de régimen
Porque no se ha hecho eso, o para hablar con más cautela y tal vez con más justicia, porque se ha dado la impresión de que no se hacía eso, sino que se aprovechaba ese triunfo espontáneo y nacional de la República para arropar en él propósitos, preferencias, credos políticos particulares, que no eran coincidencia nacional, es por lo que resulta que al cabo de siete meses ha caído la temperatura del entusiasmo republicano y trota España, entristecida, por ruta a la deriva. Y eso es lo que hay que rectificar.
Apenas sobrevenido su triunfo comienza ya a falsearse. Gentes atropelladas comenzaron a decir: ¿Cómo? ¿No se ha hecho más que cambiar la forma de gobierno? Con lo cual no hacían sino descubrir su inconsciencia y revelar que no tenían una idea clara de lo que era la Monarquía en España, cuando su simple ausencia y su sustitución por un régimen opuesto se les antojaba a esos señores parva mutación. Les parecía poco el cambio de régimen, y en cambio les parecía mucho media docena de reformas verbalistas que habían capturado en los archivos de una vetusta y agotada democracia. (Muy bien.) Esta agitación formó un círculo de inquietud en torno a los gobernantes, la mayor parte de los cuales -estoy seguro- no simpatizaba con ella, veía perfectamente su vanidad, pero no acertó a recibirla.
Ahí es nada que España haya dejado de vivir bajo la Monarquía de Sagunto y aliente hoy bajo la figura de una República. ¿Es que se sabe, se sabe lo que esa Monarquía significaba más allá de todo detalle, más allá de todos los abusos particulares, por su esencia misma, lo que significaba para los destinos españoles?
La Monarquía era una Sociedad de socorros mutuos
España es el país, entre todos los conocidos, donde el Poder público, una vez afirmado, tiene mayor influjo, tiene un influjo incontrastable, porque, desgraciadamente, nuestra espontaneidad social ha sido siempre increíblemente débil frente a él. Pues bien: la Monarquía era una Sociedad de socorros mutuos que habían formado unos cuantos grupos para usar del Poder público. Esos grupos representaban una porción mínima de la nación: eran los grandes capitales, la alta jerarquía del Ejército, la aristocracia de sangre, la Iglesia.
No voy a proferir ninguna palabra enojosa para las personas que integraban estos grupos, dueños hasta hace poco del Poder y hoy en derrota. Digo de ellos aquí lo mismo que no pocas veces les he dicho a ellos mismos, lo propio que me comprometería a decir ante una academia de historiadores y sociólogos, donde mis palabras fuesen con todo rigor científico oídas, interpretadas y juzgadas; en realidad lo he hecho constar hace tiempo en lugares del extranjero muy exigentes por lo que toca a la precisión de las ideas, y donde, por tanto, exponía la seriedad de mi oficio intelectual. Mi idea es ésta: no entro a juzgar ni a suponer intenciones buenas o malas, que no importa al caso; pero el hecho es que esa realidad histórica llamada Monarquía de Sagunto, y que llena sesenta años de la existencia española, consistía en la asociación de aquellos mínimos grupos para uso del Poder público. El Monarca era el gerente de esa Sociedad, nada más, pero tampoco nada menos. Cuando el interés real o aparente del país coincidía con el de esos grupos, hacían éstos grandes gesticulaciones de patriotismo; pero si la necesidad nacional entraba en colisión con la conveniencia de algunos de ellos, acudían al socorro todos los demás, y era la nación quien tenía que ceder, padecer y anularse para que el grupo amenazado no sufriera erosión.
Dicho en otra forma: los grandes capitales, el alto ejército, la vieja aristocracia, la Iglesia, no se sentían nunca supeditados a la nación, fundidos con ella en radical comunidad de destinos, sino que era la nación quien, en hora decisiva, tenía que concluir por supeditarse a sus intereses particulares. ¿Resultado? Que el pueblo español, el alto, medio o ínfimo, parte de esos exiguos grupos, no ha podido nunca vivir de sí mismo y por sí mismo, no se le ha dejado franquía a su propio intransferible destino; no ha podido hacer la historia que germinaba en su interior, sino que era una y otra vez y siempre frenado, deformado, paralizado por ese poder público, no fundido con él, yuxtapuesto constantemente; ha estado sobre él o sobrepuesto a la nación por intereses divergentes de los sagrados intereses españoles, y les llamo sagrados porque la historia de un pueblo, su misterioso destino y emigración por el tiempo, señores, es siempre historia sagrada. En ello va algo tan profundo, tan imprevisible y tan respetable, que trasciende de la voluntad y del criterio de los individuos. Por eso los grandes hechos claros de un pueblo tienen que ser profundamente respetados y nunca desvirtuados. Esta es la tesis principal de mi discurso. De un lado, señores, iba, mejor dicho, pugnaba por ir a la nación; del otro, marchaba a su ventaja el Poder público. En suma, que la Monarquía era el Poder pública desnacionalizado, que irremediablemente falsificaba la vida de nuestro pueblo, desviándola sin cesar de su espontánea trayectoria. El caso más claro de esta desfiguración a que era sometida la realidad española nos la ofrece la Iglesia. Colocada por el Estado en situación de superlativo favor, gozando de extemporáneos privilegios, aparecía poseyendo un enorme poder social sobre nuestro pueblo; pero ese poderío no era, en verdad, suyo, suscitado y mantenido exclusivamente por sus fuerzas, que entonces sería absolutamente respetable, sino que la venía del Estado como un regalo que el Poder público le había puesto a su servicio. Con lo cual se falsificaba la efectiva ecuación de las fuerzas sociales de España, y de paso la Iglesia, viviendo en falso, y esto es lo triste, viviendo en falso, se desmoralizaba ella misma gravemente. (Grandes aplausos.)
No concibo que ningún católico consciente pueda desear la perduración de régimen parejo, en que el uso mismo era ya un abuso, con lo cual no está dicho, ni mucho menos, que la situación recientemente creada me parezca en su detalle n perfecta ni deseable. Mas, por lo tanto, hay que acatarla sin más. El Estado tiene que ser perfectamente y rigurosamente laico; tal vez ha debido detenerse en esto y no hacer ningún gesto de agresión. Yo no soy católico, y desde mi mocedad he procurado que hasta los humildes detalles oficiales de mi vida privada queden formalizados acatólicamente; pero no estoy dispuesto a dejarme imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo. (Aplausos.)
¿Cómo iban a marchar así bien las cosas? El Estado contemporáneo exige una constante y omnímoda colaboración de todos sus individuos, y esto, no por razones de justicia política, sino por ineludible forzosidad. Las necesidades del Estado actual son de tal cuantía y tan varias, que necesita la permanente prestación de todos sus miembros, y por eso, en la actualidad, gobernar es contar con todos. Por tal necesidad, que inexorablemente imponen las condiciones de la vida moderna, Estado y nación tienen que estar fundidos en uno; esta fusión se llama democracia. Es decir, que la democracia ha dejado de ser una teoría y un credo político que unos cuantos agitan para convertirse en la anatomía inevitable de la época actual. Por tanto, es inútil discutir sobre ella; la democracia es el presente, no es que en el presente haya demócratas. (Aplausos.)
Es necesario nacionalizar la República
Pues bien, señores: la República significa nada menos que la posibilidad de nacionalizar el Poder público, de fundirlo con la nación, de que nuestro pueblo vague libremente a su destino, de dejarlo fare da se, que se organice a su gusto; que elija su camino sobre el área imprevisible del futuro, que viva a su modo y según su interna inspiración. Yo he venido a la República, como otros muchos, movido por la entusiasta esperanza de que, por fin, al cabo de centurias se iba a permitir a nuestro pueblo, a la espontaneidad nacional, corregir su propia fortuna, regularse a sí mismo, como hace todo organismo sano; rearticular sus impulsos en plena holgura, sin violencia de nadie, de suerte, que en nuestra sociedad cada individuo y cada grupo fuesen auténticamente lo que son, sin quedar, por la presión o el favor, deformada su sincera realidad.
Eso es lo que significaba para mí eso que algunos llaman «simple cambio de forma de gobierno», y que es, a mi juicio, transformación mucho más honda y sustanciosa que todos los aditamentos espectaculares que quieran añadirle los arbitrarios y angostos programas de angostísimos partidos.
Y el error que en estos meses se ha cometido, ignoro por culpa de quién, tal vez sin culpa de nadie, pero que se ha cometido, es que al cabo de ellos, cuando debíamos todos sentirnos embalados en un alegre y ascendente destino común, sea preciso reclamar la nacionalización de la República, que la República cuente con todos y que todos se acojan a la República. Al día siguiente de sobrevenido el triunfo (no se olvide que en unas elecciones, no en una barricada) puedo elegir el Gobierno, en pleno albedrío, entre una de estas dos cosas: o seguir siendo el antiguo Comité revolucionario o declararse representante de una nueva y rigurosa legalidad que iniciaba su constitución. Al preferir lo primero, por lo menos al preferirlo más bien que lo otro, quedó ya en su raíz desvirtuada la originalidad del cambio de régimen, de ese hecho histórico esencial que ha emanado directamente de nuestro pueblo entero como un acto de su colectiva aspiración: ese hecho que no es de ningún grupo, ni grande ni pequeño, sino de la totalidad del pueblo español, hecho al cual debiera volver su atención y debiera atenerse todo el que no quiera equivocarse en el próximo porvenir. Este hecho es la verdad de España, superior a todo capricho, y que aplastará cualquier frívola intención de interpretarlo arbitrariamente. Aquella conducta del pueblo español es el texto fundamental de que nuestra política tiene que ser el pulcro y fiel comentario. Y esa conducta significaba un ansia de orden nuevo y un asco del desorden en que había ido cayendo la Monarquía: primero, el desorden pícaro de los viejos partidos, sin fe en el futuro de España; luego, el desorden petulante y sin unción de la Dictadura. (Aplausos.)
Los perturbadores de la República
A esa unidad de la voluntad nacional que la República tiene que significar es preciso que volvamos, porque hay a la puerta de la República, instalados en hilera, unos hombres que perturban la obra de los gobernantes e impiden el ingreso en la República del buen español, pacífico y mesurado. Hacen ellos grandes aspavientos de revolución, la cual podrá en alguno ser sentimiento sincero; pero revolución que hoy en España sería no buena o mala, sino algo más definitivo: históricamente falsa. Exigen esos hombres pruebas de pureza de sangre republicana y se dedican a recitar sin parar las más decrépitas antífonas de la caduca beatería democrática. Urge salvar a la República de esa vieja democracia que amenaza arrastrarla cien años atrás; urge salvarla en nombre de una nueva democracia más sobria y magra, más constructiva y eficaz; en suma: la democracia de la juventud. Esta tenemos que constituirla.
La composición del Gobierno provisional era un documento de carne y hueso que acreditaba y simbolizaba el carácter nacional, y no particular o partidista, del cambio de régimen. Era natural que existiesen elementos dispuestos a tergiversar su sentido y pretender que eran ellos quienes habían traído la República, y en consecuencia, que la República había venido en beneficio de ellos. El Gobierno no debió tolerar ni un minuto este falseamiento del gran hecho nacional.
Muy pocas veces acontece, señores, que la voluntad prácticamente integral de un pueblo se concentre en unánime decisión para dar una embestida sobre el horizonte, abriendo en él ancho portillo hacia al futuro. Por lo mismo, cuando esto acontece, es un radical deber impedir por todos los medios que esa unificación maravillosa de la vida colectiva quede sin fértil aprovechamiento y recaiga demasiado pronto en la habitual disociación. Es menester conservar este tesoro de unidad, y a los quince días del triunfo, dueño de los resortes más imprescindibles del Poder público, debió el Gobierno declarar que empezaba a constituirse un Estado integral superior a todo partidismo, riguroso frente a toda ambición arbitraria. Hubiera podido hacerlo perfectamente; hubiera podido, aprovechando la mágica ocasión, lanzar al país, en mole solidaria, hacia un plan de sistemáticas reformas dirigido desde arriba, el cual ofrecería a cada uno la ilusión de un nuevo quehacer. Por ejemplo, para no referirme sino al orden de la vida pública, que es el más agudo en todas partes, pudo crear, desde luego, un Consejo de Economía, que rápidamente dictaminase ante el país sobre la situación de nuestra riqueza, sobre los peligros o dificultades probables, sobre lo que se podía esperar y lo que se debía evitar. De esta suerte, cobrando el país conciencia de su situación material, se evitaban muchos apetitos parciales e inconexos, que han deprimido, no diré que gravemente, pero sí en dosis injustificadas, la economía española. (Muy bien.)
En vez de una política unitaria, nacional, dejó el Gobierno que cada ministro saliese por la mañana, la escopeta al brazo, resuelto a cazar al revuelo algún decreto vistoso, como un faisán, con el cual contentar la apetencia de su grupo, de su partido o de su masa cliente. (Muy bien. Grandes aplausos y bravos.)
No es razón que abone esta conducta decir que los decretos fulminados por el Gobierno provisional habían sido convenidos de antemano, cuando se preparaba la revolución, porque entre el uno y el otro hecho se había intercalado aquella magnífica reacción de nuestro pueblo, que anulaba las previsiones revolucionarias. (Nuevos y prolongados aplausos.)
De esta suerte quedó la República a merced de demandas particulares, y a veces del chantaje que sobre ella quisiera ejercer cualquier grupo díscolo; es decir, que se esfumó la supremacía del Estado, representante de la nación frente y contra todo partidismo.
Por fortuna, el daño no ha sido excesivo, porque existía dentro del Gobierno una calidad intelectual y moral en las personas que condensaba en parte las consecuencias de ese error cometido al plantear la vida republicana. Porque no se hagan ilusiones las fuerzas antirrepublicanas, que acostumbradas a mandar sobre España tascan el freno de su soberbia derrocada… (Muy bien. Grandes aplausos.) No se hagan ilusiones cuando tan acerbamente combaten a esos ministros. Una cosa es que hayan cometido un error genérico en esta hora difícil, y otra, que no posean muchos de ellos excelentes condiciones de gobernantes, que aun al través de su error trasparecen. La verdad aquí, como muchas veces, tiene dos vertientes, y es verdad que parcialmente se han equivocado; pero es verdad también que no pocos de ellos ofrecen para España, en lo futuro, grandes posibilidades de dotes de hombres de gobierno. (Muy bien. Grandes aplausos.)
Rectificación necesaria. La creación de un gran partido nacional
Mas lo que no queda dudoso, señores, es que es preciso rectificar el perfil y el tono de la República, y para ello es menester que surja un gran movimiento político en el país, un partido gigante que anude de la manera más expresa con aquel ejemplar hecho de solidaridad nacional portador de la República, que interprete ésta como un instrumento de todos y de nadie para forjar una nueva nación, haciendo de ella un cuerpo ágil, diestro, solidario, actualísimo, capaz de dar su buen brinco sobre las grupas de la Fortuna histórica, animal fabuloso que pasa ante los pueblos siempre muy a la carrera. En suma, señores, que frente a los particularismos de todo jaez urge suscitar un partido de amplitud nacional; de otro modo, el Estado naciente vivirá en continuo peligro y a merced de que cualquiera banda de aventureros le amedrente e imponga su capricho.
¿Qué puede entenderse por un partido de amplitud nacional? ¿Qué principio puede inspirarlo? Muy sencillo; éste: la nación es el punto de vista en el cual queda integrada la vida colectiva por encima de todos los intereses parciales de clase, de grupo o de individuo; es la afirmación del Estado nacionalizado, frente a las tiranías de todo género y frente a las insolencias de toda catadura; es el principio que en todas partes está haciendo triunfar la joven democracia; es la nación, en suma, algo que está más allá de los individuos, de los grupos y de las clases; es la obra gigantesca que tenemos que hacer, que fabricar, con nuestras voluntades y con nuestras manos; es, en fin, la unidad de nuestro destino y de nuestro porvenir. Tiene ella sus exigencias, tiene sus imperativos propios, que se imponen al arbitrio privado, frente a todo afán exclusivo de esta o de la otra clase.
El mejor ejemplo de ese partido de amplitud nacional se dibuja en el orden económico. De ordinario, no se ve de la economía sino una pululación de intereses múltiples que divergen y que se contraponen: se habla del interés del capitalista, del interés obrero, del industrial, del comerciante; pero no se advierte que todos esos intereses viven espumando una realidad más amplia que hay tras ellos, distinta de cada uno de ellos: la realidad objetiva de la economía nacional; es decir, el sistema de la riqueza efectiva y posible de un país, dados su clima y su suelo, dadas las condiciones de saber técnico de sus habitantes, las virtudes y los vicios de su carácter.
Los partidos socialistas de Alemania e Inglaterra han creído que podrían intentar impunemente y sin límites sangrar en beneficio del obrero ese cuerpo objetivo de la economía nacional. El ensayo ha concluido con la derrota de ambos partidos, cuya política contribuía a dispara la terrible crisis mundial; pero no canten victoria los capitalistas, porque esa crisis mundial no procede sólo -ni mucho menos- de la política obrera, sino que alarga una de sus más gruesas raíces hasta la gran guerra europea, que fue una operación capitalista. Por tanto, la terrible experiencia de Europa marca hoy el fracaso parejo del capitalismo y colectivismo, y se resume en una invitación e evadirnos de todos los «ismos» y a reconocer que la economía nacional tiene su estructura y su ley propia, que todo interés parcial necesita respetar, so pena de ser él mismo el aplastado. (Aplausos.)
El beneficio del obrero no puede venir de la renta del capitalismo
Por eso en mis primeras palabras en el Parlamento pedía yo al partido socialista español, que es sin duda un excelente, un admirable educador de multitudes, aunque a veces las excite sin mesura, como, por ejemplo, en la última propaganda electoral; pedía yo al partido socialista español que enseñase a los obreros algo que es perogrullesco, una verdad incontrovertible: que para ser ellos menos pobres tenían que ayudar a hacer una España más rica. (Muy bien.)
El beneficio del obrero no puede venir de la renta del capitalismo. Así lo proclamaba el socialista Wissel, que fue ministro de Trabajo en Alemania. «La participación de los obreros no puede crecer -decía- sino en la medida en que crezca el rendimiento total de la economía nacional.» (Muy bien.) Por eso añado yo: un partido de amplitud nacional que acepte ese movimiento ascendente de la humanidad jornalera y que cuide de que sus empresas tengan la seriedad que garantiza el cumplimiento llevará en su programa el máximo aventajamiento del obrero, pero sólo el compatible con la integridad de la economía nacional. (Grandes aplausos.)
Para colaborar en el engrandecimiento de esta economía bajo el régimen republicano se llama desde aquí a las clases productoras españolas. Todo el mundo advierte que, habida cuenta de las condiciones de nuestro suelo, del retraso de nuestra técnica, es nuestro país el que en más breve tiempo y con más facilidad puede lograr un progreso relativo mayor. Todo está por hacer: en la técnica de la producción y en la técnica de la administración.
No hace muchos días me refería alguien que en más de una provincia española el modo de recaudar la contribución territorial es éste tiene que ir el propietario con el recaudador a casa del herrero, para que éste haga constar cuántas calzas de arado ha vendido al labrador. Es decir, la Administración a ojo de buen cubero más extremada que se pueda imaginar, tan ruda, tan primigenia, que a no hablarse en la anécdota de hierro y de agricultura habría que pensar en la época neolítica.
Está, pues, todo por hacer. Tarea posible es para encender la ilusión de todo el que no sea un inerte, sobre todo si la República consigue contaminar a los españoles de entusiasmo por la técnica.
Para esa gran obra de enriquecimiento nacional se llama desde aquí a los capitalistas españoles. Pero este llamamiento, que es hecho con toda efusión, tiene que ir perfilado con estricta severidad. Se llama al capitalista para que denodadamente sirva a la nación, y no al revés.
No se le llama para poner un partido al servicio del particular de la clase capitalista; se le llama como una forma de trabajo, para trabajar en la planificación de España. Quede claro, pues, que hoy el capitalista en España tiene que aprender una disciplina de sacrificio; pero bien entendido que también es menester que se le tranquilice sobre el sentido, límites y fertilidad en ese sacrificio. De aquí que sea de extrema urgencia un magno proyecto, un plan íntegro de reformas en la economía nacional. Yo no sé si los capitalistas españoles acudirán a este llamamiento. Confieso sinceramente que a mí mismo me sorprende un poco que tenga que ser hecho. No debía ser necesario llamarlos, sino que debían estar ya ahí, desde el primer instante, y sin llamamiento alguno. Porque no tiene sentido condicionar la adhesión a un Estado nacional; otra cosa equivale a moralmente desterrarse, a salirse de la nación, a enajenarse. Si ellos se creían injustamente vejados, pudieron, reuniéndose en fuerza política, acometer al Gobierno, pero sin dejar ni durante una fracción de segundo de actuar según su deber y su ser de capitalistas en la vida nacional, impidiendo en lo posible la paralización de la producción y del crédito.
Lo que pasa es que los capitalistas españoles no están bien acostumbrados. Yo, que ahora los llamo a colaborar, quiero lealmente hacerles esta advertencia. Si se exceptúan los propietarios andaluces y de alguna otra gleba, que han sido, preciso es reconocerlo, insoportablemente tratados, los demás capitalistas españoles no tienen derecho a quejarse de la República. Y si dan una vuelta por el planeta traerán algo que contar (Aplausos.)
Lo que ocurre es que estaban mal acostumbrados; no estaban hechos a luchar por sí mismos, como acontece a sus parejos en las otras naciones, sino que se habían habituado, como la iglesia, a vivir bajo el amparo y el mimo del Estado. Esto explica que habiendo padecido tan poco de la política social, el capitalismo español, sólo con unos cuantos gestos y unos cuantos vocablos ariscos de los gobernantes, ha caído en el pavor. Recuerdo a este propósito una ingenua anécdota que hace muchos años leí en las memorias de una princesa rusa. Había gran fiesta en la Corte, y toda ella bajaba la escalinata de palacio. De pronto se oyen gritos de ¡fuego! Prodúcese la natural confusión, todo el mundo desaparece, vacando cada cual a su salvación. Queda la pobre princesa sola en medio de la escalinata y ante un terrible conflicto: tener que bajar sola la escalera, cosa que no había hecho en su vida, porque siempre había encontrado el oportuno apoyo del brazo de un gentilhombre o de la mano de un chambelán. Es decir, que lo que para cualquiera de nosotros es la operación más sencilla descender una escalera, era para esta pobre criatura atrofiada por privilegios un conflicto casi trágico. (Risas.)
Las dos potencias de la humana actividad
Es preciso, pues, que sin desánimo, las fuerzas favorecidas antes por el Estado se acostumbren a vivir bravamente a la intemperie; creedme que la intemperie es cosa sana: tonifica el músculo y aligera la cabeza. (Grandes aplausos.)
Si vienen a este movimiento político, sepan que lo van a hallar previamente constituido por la gente del trabajo, trabajadores de la mente y trabajadores de la mano, que con ellos ha de colaborar; que a esos trabajadores se llama aquí a concurso antes que a nadie, porque la vida de un pueblo es sustancialmente esas dos cosas: manufactura y mentefactura. Esas dos potencias de humana actividad tienen que dar el tono en el nuevo partido posible. Esas dos y esta tercera: la juventud.
Pero a este llamamiento puede dirigirse una objeción justísima, fundada en la escasa capacidad de acción política que padece quien lo hace. Sin embargo, pienso que la tarea a emprender es tan integral, que en ella pueden aprovecharse no sólo las virtudes, sino también los vicios, y yo creo que algunos de los míos son explotables, y que ellos precisamente indican que sea yo quien levante ante el país esta bandera. Pero repito que la objeción es justísima, y como quiero cuentas limpias con mis conciudadanos, advierto desde ahora que no consideraré como existente el movimiento si no acuden a él hombres dinámicos, políticos en el sentido más estricto, que se hallen ya en la brecha, aptos para todo combate, y que compensen con su eficacia lo inválido de mi persona.
Palabras finales
Yo quisiera convencerlos de que van a hacer muy poco si extenúan su esfuerzo, como hasta ahora, en pura dispersión. La República nueva necesita un nuevo partido de dimensión enorme, de rigurosa disciplina, que sea capaz de imponerse, de defenderse frente a todo partido partidista. Por eso me da pena ver cómo en este mismo Parlamento actual pierden la mayor parte de su energía viviendo en grupos dislocados, cuando no en singularidad solitaria, atractiva y grácil, sin duda, pero inoperante.
Hay algún grupo compuesto por hombres excelentes, dirigido por personas que han dado ya pruebas de sus dones de mando, de su aptitud para la política más difícil, que es la política quirúrgica, y que no podrá dar todo su rendimiento al país si no acude a colaborar en un gran partido de rigurosa disciplina, como el que yo he venido aquí a postular. Hay también alguna personalidad, hoy señera, todo brío y nervio, en quien todos ven una admirable vocación de político, y a quien tanto debe la República, que sólo con rasparse los residuos de un vocabulario extemporáneo derechista, incompatible con su temperamento y el estilo actual de su figura, podría destacar sobre el fondo de este partido y cuajar en gran gobernante.
(Gran ovación, que se hace extensiva a D. Miguel Maura, que ocupa uno de los palcos.)
Piensen, les digo, que la obra por hacer es ingente, y tiene que serla también el instrumento; se trata de tomar a la República en la mano para que sirva de cincel con el cual labrar la estatua de esta nueva España; para urdir la nueva nación, no sólo en sus líneas e hilos mayores, sino en el amoroso detalle de cada villa y de cada aldea. Se trata, señores, de innumerables cosas egregias que podríamos hacer juntos y que se resumen todas ellas en esto: organizar la alegría de la República española. (Grande y prolongada ovación.)
Enviado por Enrique Ibañes