ROBERTO BACMAN
Tras las elecciones de medio término para renovar ambas cámaras del parlamento, llevadas a cabo en octubre de 2001, la crisis económica de la Argentina se agudizó. El modelo de la convertibilidad (1 peso = 1 dólar) comenzó a evidenciar signos de desgaste. Varios indicadores lo dejaban a descubierto: mal humor social; marcado descenso de la credibilidad en la política y en los políticos; poca confianza en las promesas de campaña; la recesión agobiaba y hasta los deprimía; pesimistas con respecto al futuro económico. Sin embargo, seguían defendiendo la convertibilidad, en un contexto de pobres percepciones de síntomas de reactivación.
Hacia fines de octubre de 2001, la situación post electoral desnudaba una realidad sumamente compleja: el concepto fundante de la Alianza se había convertido en una virtual trituradora de ilusiones. Lo que a fines de 1999 fue una esperanza, casi dos años después se había tornado en una ilusión quebrada, una promesa incumplida, una asignatura pendiente.
El voto bronca o el principio del fin de la ilusión de la Alianza
El voto bronca (votar en blanco o poner cualquier cosa dentro del sobre) expresaba una necesidad de cambio, especialmente en los principales conglomerados urbanos. Tras los comicios legislativos, el sistema de partidos políticos (y de manera concomitante las lealtades tradicionales del voto) había caído en una profunda crisis.
Para colmo de males el gobierno tomó una decisión extrema y el 1 de diciembre de 2001 generó un corralito en el sistema financiero. Había trascendido públicamente que no se podían cumplir las metas fijadas por el FMI, que el Tesoro no tenía reserva líquida en dólares. Era necesario evitar una masiva salida del dinero del sistema bancario y por sobre todas las cosas impedir corridas bancarias y hasta un eventual colapso.
Convivir con el corralito empeoró las cosas: el humor social de los argentinos fue de mal en peor. Hacia mediados de diciembre el estallido social tan temido no tardó en llegar: en la tercera semana de diciembre la situación política de nuestro país se tornó definitivamente turbulenta. Primero fueron los saqueos: los marginados por la convertibilidad, los desocupados, los más perjudicados por la falta de dinero en efectivo, protagonizaron saqueos que nacieron de la pura espontaneidad y que pronto agregaron ciertos toques de marginalidad.
El 19 de diciembre la clase media también salió a las calles, cansada del corralito. Se pudieron ver movilizaciones espontáneas y la gente hizo sonar sus cacerolas de manera estrepitosa y contundente. El 20 de diciembre se agregó la militancia política y social y allí sí, la situación se tornó violenta. Se desató una sangrienta represión que remató en 25 muertos. Algo inédito en la Argentina post dictadura. Las imágenes que los medios transmitían recordaban a escenas dignas de los tiempos de la última dictadura militar.
Fernando De la Rúa, arrinconado y sin sostén político, renunció. Minutos después despegó el helicóptero desde la propia terraza de la Casa de Gobierno. La imagen –triste, impactante, desoladora– quedó impregnada como uno de los hechos más indeseados de la política en el imaginario de los argentinos.
Argentina vivió tiempos de terremoto. Los cimientos de un contrato social que los contuvo durante más de una decada había dejado de existir. Todo temblaba bajo sus pies. No creían en nada ni en nadie. Fueron tiempos del “que se vayan todos”, de confusión, anarquía, angustia y más depresión.
Entre el 20 de diciembre y el 1 de enero se sucedieron cuatro presidentes provisionales, todos elegidos por la Asamblea Legislativa. Sin embargo, nada garantizaba, ni tan siquiera una tenue luz de esperanza al final del túnel. El terremoto estaba en su peor momento, el de mayor virulencia económica y social.
Eduardo Duhalde presidente provisional
Finalmente, la Asamblea Legislativa logró los acuerdos necesarios para que asumiera la presidencia Eduardo Duhalde. El derrotado de 1999 llegaba finalmente a cumplir con su objetivo.
Asumía la presidencia en uno de los momentos más difíciles de nuestro país. Las características más distintorias de su gestión se pueden resumir en dos líneas identificatorias: transición y socorrismo. En definitiva, una adecuada estrategia de descomprensión, que permitió a Duhalde cerrar su gestión provisional con la asunción de un gobierno elegido por la voluntad popular.
Instaló en el epicentro de un terremoto perceptual tres mecanismos de socorrismo: en primer lugar económico, luego social y por último político.
Desde lo económico demostró que era posible otro modelo económico sin la convertibilidad y sin caer en la tan temida hiperinflación. La llegada del economista Roberto Lavagna al ministerio de Economía significó un proceso de desdolarización de la economía y un Estado que asumió un rol mucho más presente y activo.
Pero lo más importante fue que la economía comenzó a recuperarse. Desde el punto de vista simbólico, Eduardo Duhalde y Roberto Lavagna lograron instalar en el imaginario colectivo que era posible repensar el país sin la convertibilidad; era viable una transición de un capitalismo financiero de fuerte anclaje neoliberal a un capitalismo humanista.
La segunda línea de socorrismo se produjo en la esfera social. Eduardo Duhalde tomó conciencia desde el primer día de su asunción, del alto voltaje de tensión social que imperaba en la Argentina del terremoto.
Desde dicho ámbito, su gestión impulsó decretos y leyes muy importantes para la transición, especialmente la aplicación de un plan universal, denominado Jefes y Jefas de Hogar, una especie de seguro de desempleo que descompromió de manera notable la protesta social.
El tercer mecanismo de descompresión fue el político. Duhalde, apenas asumió, prometió dos cosas: adelantar seis meses las elecciones presidenciales y autoexcluirse de ser candidato. Esta tercera línea de descompresión terminó siendo la más efectiva.
Las campañas presidenciales de 2003
En este contexto, se insertaron las elecciones presidenciales de 2003 y en un momento muy particular y complejo: la crisis no estaba superada en forma categórica, aún se vivía un escenario de transición y nadie estaba seguro de nada.
Frente a tal trama, los argentinos esperaban que algún dirigente (ya no se podía hablar de partidos políticos) tuviese la suficiente capacidad de estructurar un discurso con la capacidad de demostrar un nuevo punto de partida a fin de superar el círculo vicioso.
Construir e instalar la consigna de referencia dominante en este contexto era una tarea difícil de llevar a cabo. El desafío era transitar un sinuoso y escarpado camino en el que la vieja ecuación que potenciaba imagen con promesas ya no alcanzaba.
A esta altura, el sistema de partidos políticos había colapsado. El peronismo resistía en base a su fortaleza territorial y cuasi feudal: sus principales precandidatos eran gobernadores provinciales.
El radicalismo, sin poder recuperarse del golpe recibicido por el fin de la convertibilidad, no tuvo la capacidad de responder orgánicamente. Ricardo López Murphy, funcionario del gobierno de la Alianza, se convirtió en candidato, con apoyo empresario, más que como representante de un espacio político.
Lilita Carrió era la representante de la Coalición Cívica, una dirigente de extracción radical, aunque alejada y enfrentada con la conducción de dicho partido.
Ante tal cuadro de situación, las consignas de referencia en pugna se sustentaron en cuatro líneas de campaña.
Carlos Menem, proponía resignar la esperanza, planteando que era mejor pensar que el tiempo pasado, especialmente el de los días felices de la convertibilidad fue mejor. Menem representaba el pasado. El regreso de una nueva convertibilidad era su promesa.
Por el contrario, los estrategas de Adolfo Rodríguez Saá, pugnaban por plantear lo práctico versus las promesas. Evitaban a toda costa hablar de un proyecto de país concreto, a partir de discursos cargados de demagogia, que sólo pregonaban el cambio, aunque en definitiva más que plantear un proyecto en concreto eran simples arengas, vacías de contenidos. Este dirigente, varias veces gobernador de la provincia de San Luis, centró la estructura de campaña tratando de instalar las transformaciones positivas producidas allí. Le jugaban en contra los pocos días que fue presidente: no pudo superar el principal escollo que era terminar con la convertibilidad.
La consigna del equipo de Lilita Carrió se sostuvo en la necesidad de un nuevo Contrato Moral para nuestro país. Esta idea fue perdiendo fuerza en la medida que el gobierno de Duhalde iba solucionando los problemas más acuciantes. Todo parecía indicar que los argentinos estaban a la espera de proyectos concretos, económicos y sociales; no morales.
Quedaba entonces un espacio por llenar, que se focalizaba en la oportunidad de construir el porvenir de la esperanza. Implicaba asumir el único camino que permitiría arribar al objetivo propuesto. Y este último desafío radicaba en plantear una propuesta que sintetice un futuro partiendo de los logros de la gestión de Duhalde, aunque al mismo tiempo transmitir la sensación de discontinuidad con relación al pasado de la convertibilidad; que la gente concluya que con su voto aseguraba que ya no más de lo mismo; que se hable con la verdad, por más dura y dolorosa que sea. Y en esa línea se posicionó Néstor Kirchner, recién en los albores de 2003, cuando Eduardo Duhalde lo eligió como candidato del peronismo oficial.
En el entorno íntimo de Kirchner siempre fueron concientes de la necesidad de instalar una nueva metáfora, con reglas que permitiesen pensar en un inédito contrato social. Y en dicha dirección sólo existía una única manera de atravesar los meses de campaña: establecer la esperanza y, desde allí, pensar en el futuro.
En tal universo de consignas en pugna, lo irrefutable fue que ninguna línea de campaña logró instalar de manera contundente la consigna de referencia dominante de las presidenciales de 2003. Cuando faltaban pocos días para los comicios, el escenario se presentaba cambiante e inestable; incluso la definición se percibía como muy lejana y la hipótesis de un seguro ballotage era irremediable.
Lograr el segundo lugar siempre fue el objetivo principal de la campaña de Kirchner. En menos de cuatro meses era un objetivo lógico y posible de cumplir.
A cuatro días de las elecciones, las encuestas de opinión eran una demostración más que lapidaria al respecto: en una delgada línea roja de cinco puntos porcentuales, se ubicaban cinco candidatos. Lo más probable: habría segunda vuelta y el nuevo presidente argentino iba a surgir de un ballotage entre Menem y Kirchner.
El posicionamiento de cada candidato de cara a los comicios inminentes podría sintetizarse del siguiente modo:
- Carlos Menem: su caudal electoral provenía de los clásicos votantes del justicialismo. Su elector típico: gente de bajo nivel socioeconómico, residente en el segundo cordón del Gran Buenos Aires y en el interior profundo de nuestro país. Su sustento actitudinal: el pensamiento mágico, que crecía a medida que más bajo era el nivel socioeconómico del elector. Su gran debilidad: su techo de crecimiento, dada su alta imagen negativa.
- Néstor Kirchner: sus votos provenían –en partes casi iguales– del justicialismo y la Alianza. Su fuerza sociodemográfica: el conurbano bonaerense, las grandes ciudades del interior del país y los votantes de mayor edad. Representaba la continuidad del gobierno de transición de Eduardo Duhalde. Gozaba de una marcada tendencia favorable entre los indecisos. Excelente posicionamiento frente a los posibles escenarios de segunda vuelta. Enfrentando a Carlos Menem, prácticamente lo duplicaba.
- Ricardo López Murphy: su cosecha de votantes fue muy particular. Más de la mitad provenían de la Alianza, dos de cada diez de Acción por La República (un partido de centro derecha), uno de cada diez del justicialismo. El resto de una pequeña y variada ganancia. En el perfil del votante dominaban los electores de mayor edad y alto nivel socioeconómico. Su posicionamiento: construido en base a una campaña de publicidad y marketing político que logró instalar una imagen de capacidad y transparencia. Supo explotar su nicho de oportunidad: opción de centro-derecha neoliberal y antiperonista.
- Adolfo Rodríguez Saá: a diferencia de Carlos Menem sus votantes superaban el marco del peronismo: 4 de cada 10 se originaban en clásicos electores peronistas del 99; además 2 de cada 10, habían optado por la Alianza. Su sustento sociodemográfico era muy similar al de Carlos Menem: bajo nivel, segundo cordón del Gran Buenos Aires e interior profundo. Desde esta circunstancia, se habían convertidos en competidores en forma directa.
- Elisa Carrió: la mayor parte de sus votantes provenían de la explosión de la Alianza: un 60% de su potencial caudal se centraba en gente que votó a Fernando De la Rúa. El resto de su caudal electoral derivó de partidos de izquierda y de nuevos votantes. Su fortaleza sociodemográfica: la clase media típica, gente joven, residente en los grandes núcleos urbanos del país. Simbolizaba la posibilidad de cambio garantizando honestidad y “manos limpias”. Sus principales debilidades podían encontrarse en tres factores: más que un proyecto concreto encarnaba una utopía; no garantizaba una opción económica.
Las elecciones presidenciales de 2003: el estallido de las lealtades tradicionales del voto
El 27 de abril de 2003, los resultados remataron en un escenario de incertidumbre: ningún candidato logró superar la barrera del ballotage. Los principales candidatos se aglutinaron entre los 14 y los 25 puntos porcentuales: Menem-Romero, 24,45%; Kirchner-Scioli, 22,24%; López Murphy-Gómez Díez, 16,37%; Rodríguez Saá-Posse, 14,11%, Carrió-Gutiérrez, 14,05%; otros, 8,79%.
Desde el punto de vista político se distinguen tres factores: la profunda crisis del sistema de partidos políticos; la desaparición de las lealtades tradicionales del voto; y la ausencia de una clara y contundente Consigna de Referencia Dominante.
En síntesis, el estallido de las lealtades tradicionales del voto representó el fin del bipartidismo que tenía al justicialismo y a los radicales como principales protagonistas, partidos, que de modo concluyente funcionaban como un efectivo sistema de contención de las lealtades tradicionales del voto.
Cuando el bipartidismo de nuestro país estaba en plena vigencia, el segmento de los fieles estaba representado por los que se inclinaban a votar al mismo partido, motivados por la tradición y hasta por la costumbre. Los políticos lo denominaban “el voto atado”. Era el capital electoral de cada partido político antes de la crisis y el estallido de las lealtades tradicionales del voto.
Pero en cada elección también existía una especie de fiel de la balanza: los denominados “votantes en transición”, los indecisos.
En tal contexto, las claves para ganar una elección eran sencillas, pero contundentes: retener la mayor cantidad posible de votos “propios o fieles” (lograr el mayor índice de fidelidad posible) y al mismo tiempo captar la mayor ganancia de independientes. No había otro secreto.
Sin embargo, en los comicios presidenciales de 2003 este principio se rompió. Nadie tuvo la capacidad de recuperar la fidelidad estructurante del voto; por el contrario todo fue dispersión.
Ningún candidato logró construir una estructura de marcada fidelidad. El resultado de esta elección evidenciaba de modo indubitable que el sistema de partidos políticos atravesaba una profunda crisis de identidad y la consecuencia empírica más evidente fue la explosión de las fidelidades tradicionales del voto.
Ninguna fórmula presidencial logró superar las barreras del ballotage. Según la reforma constitucional de 1994, para ganar en primera vuelta, alguno de los candidatos presidenciales debería haber obtenido el 45 por ciento de los votos o bien el 40 por ciento y 10 puntos porcentuales de diferencia sobre el segundo. Como esto no se cumplió, el nuevo presidente debería ser electo en una segunda vuelta a llevarse a cabo el 18 de mayo de 2003, entre Carlos Menem y Néstor Kirchner, dos candidatos de aparente extracción peronista, aunque con una matriz ideológica muy diferente. Cada uno representaba un modelo antitético de país.
Sin embargo, no hubo ballotage: Carlos Menem, probablemente abrumado por los resultados de las primeras encuestas que le auguraban a Kirchner un cómodo triunfo, decidió no presentarse.
La Argentina aún vivía tiempos de transición. En este complejo escenario, y luego que Carlos Menem desistiera presentarse a la segunda vuelta, Néstor Kirchner fue ungido presidente de los argentinos.
Néstor Kirchner asumió conformando un gabinete compuesto por gente de su propio riñón y otros que expresaban continuidad con el gobierno de transición de Eduardo Duhalde.
Asumía en una situación de crisis aún no resulta de manera definitiva y si bien durante los años de gestión de Eduardo Duhalde la situación económica del país había experimentado ciertos síntomas de alivio como producto del default, la reducción del gasto público, la leve recuperación de la tasa de cambio del peso frente al dólar estadounidense y un moderado crecimiento del Producto Bruto Interno, las consecuencias sociales de la crisis fueron realmente desbastadoras: el 54% de los argentinos se encontraban por debajo de la línea de la pobreza, con un agregado más que alarmante, ya que la mitad de ellos estaba por debajo de la línea de la indigencia.
Aunque se convirtió en presidente con poca cantidad de votos y la legitimidad en tela de juicio, Kirchner construyó poder en base a su propia imagen y a demostrar que no era “más de lo mismo”. Hacia finales del año 2003, su imagen había crecido geométricamente; los indicadores económicos eran más que positivos; las expectativas de la gente sumamente alentadoras.
En síntesis, el porvenir de la esperanza, se había instalado. El primer indicador del establecimiento del porvenir de la esperanza puede verse en el crecimiento exponencial de la imagen positiva de Néstor Kirchner. Aunque asumió con 30% de popularidad, al cumplirse un año de gestión su imagen positiva tendió a estabilizarse en el eje del 80%.
La figura presidencial, tan vapuleada tras el fracaso del gobierno de la Alianza y que remató con la renuncia de Fernando De la Rúa, se había recuperado. Los argentinos comenzaron a percibir que Argentina volvía a tener un presidente fuerte para enfrentar una nueva etapa y construir los basamentos de un nuevo contrato social.
Roberto Bacman es Sociólogo, consultor en opinión pública, analista político y director de CEOP (Centro de Estudios de Opinión Pública) (@ceoplatam)
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