JULIA ALTÉS
Suzanne Collins imaginó un reality show llevado al extremo cuando empezó a escribir Los Juegos del Hambre, un programa en el que los participantes no sólo debían ganarse la simpatía del público para poder seguir en él, sino que tenían que acabar con las vidas de los otros contrincantes para poder ganar. La idea le vino a la cabeza después de haberse dado cuenta de la agilidad con la que, en televisión, se puede pasar de ver programas de entretenimiento a imágenes bélicas y viceversa.
La lectura que se puede hacer de esta constatación pone en evidencia dos cosas: la primera, la facilidad con la que si no nos gusta lo que vemos podemos cerrar los ojos ante ello y hacerlo desaparecer como por arte de magia. Sólo hace falta pulsar un botón. La segunda, la capacidad del ser humano para decidir pulsar el botón: optar por alienarse del sufrimiento ajeno con una destreza impoluta y, por lo general, libre de remordimientos.
La saga Los Juegos del Hambre está basada en un programa de entretenimiento bélico, cuyos protagonistas son adolescentes elegidos al azar para participar en un combate a muerte. ¿Les suena de algo? A mí me vinieron a la mente los niños y niñas soldado de la República Democrática del Congo, un país sumido en una profunda desdicha desde la brutal colonización belga a principios del siglo XX y cargado de valiosos recursos minerales que lo precipitaron a décadas de conflictos armados. Después de lograr la independencia en 1960 y tras un crudo período de transición, siguieron estallando conflictos y proliferaron las guerrillas, dando paso a unos auténticos Juegos del Hambre. El paralelismo llega hasta tal punto que, en 2003, el dirigente de la Unión de Patriotas Congoleños, Thomas Lubanga (que posteriormente fue condenado por la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra y reclutamiento de niños), pidió por la radio que cada familia entregara a un menor para la milicia. Igual que pasa en Los Juegos del Hambre con los 24 tributos de los 12 distritos de Panem, los niños y niñas reclutados se convirtieron en asesinos en un desesperado y macabro intento por mantenerse con vida, obligados a perpetuar las mismas agresiones sufridas, si querían sobrevivir.
Siguiendo con el paralelismo, el Capitolio que gobierna en Panem representaría a los países que se han enriquecido a costa de la hoy empobrecida República Democrática del Congo. Sería injusto hablar de territorios ricos y pobres, ya que muchos de los que hoy en día viven por debajo del umbral de pobreza tenían (y tienen) recursos que auguraban prosperidad, pero que fueron (y son) controlados y explotados por grandes empresas y sistemas de poder corruptos.
¿Quiénes representan la audiencia del reality show? Aquellas personas capaces de pulsar el botón y ver los Juegos del Hambre como puro entretenimiento en lugar de como una barbarie de la cual son cómplices. Se podría pensar que la ignorancia o un feroz adoctrinamiento han hecho que los habitantes del Capitolio no sean conscientes del sistema que retroalimentan como audiencia, pero ¿acaso se puede ser tan ignorante? Si la respuesta es no, ¿por qué generalmente no nos identificamos ni empatizamos con lo que pasa en otras partes del mundo? Cada vez que pulsamos el botón estamos alienando al otro como ser humano.
Pulsamos el botón porque queremos pensar que lo que pasa en países lejanos nada tiene que ver con nosotros. Pulsamos el botón porque es incómodo saber que sacrificamos a otras personas para poder conservar nuestros privilegios.
Conocemos el origen de minerales como el coltán o la casiterita, con los que se fabrican las baterías de nuestros aparatos electrónicos. ¿O es que no sabemos quién se ha metido en los recovecos de una diminuta mina para conseguirlos? Por si había dudas, sepan que generalmente son los y las menores que viven en Los Juegos del Hambre.
En el caso del coltán, el 80% de los yacimientos se encuentran en la República Democrática del Congo. Un país tan rico en recursos naturales tendría que nadar en la abundancia, pero este no es el caso. Para ser gráfica, en 2008 un kilo de coltán se había llegado a vender a más de 700 euros y costaba, más o menos, la salud o la vida de dos menores. Las consecuencias de este conflicto han provocado guerras civiles, expulsión de tribus indígenas de zonas estratégicas, elevadísima malnutrición y mortalidad infantil, saqueos, violaciones y todo tipo de abusos. En menos de una década se calcula que murieron más de cuatro millones de personas, unos Juegos del Hambre bastante más letales que los de Collins.
Pero resulta impensable renunciar a la comodidad de la comunicación instantánea, a la sensación de pertenencia a una tribu urbana o clase social. Alguien ajeno a nosotros, que vive en un país lejano, nos está permitiendo el privilegio. O, dicho de otra forma, unos se juegan la vida para que otros puedan alardear de sus juguetes en el Mobile World Congress. La única forma de poder seguir disfrutando de esto es pulsando el botón. Así pues, e igual que los habitantes del Capitolio, en lugar de ver a personas que sufren, vemos personajes, niños y niñas echados a su suerte en un sistema perverso contra el cual no podemos sublevarnos, ya que no hay alternativa.
Pero sí que hay alternativa, claro. De hecho, hay alternativas, en plural. Pero todas y cada una de ellas implican renunciar a nuestros privilegios. Así que no cabe más remedio que aceptar que nuestra apatía no es consecuencia de la ignorancia, sino del egoísmo.
No obstante, se nos escapa valorar el poder que tenemos como consumidores, como audiencia en estos Juegos del Hambre. Lo dice Gale al principio del primer libro: “Si nadie los mirara, no habría juegos”. Si nadie lo comprara, no habría producto. Los niños y niñas que extraen coltán, al igual que los niños y las niñas soldado, son tan solo un ejemplo de nuestra capacidad de alienación del otro como ser humano.
Los habitantes del Capitolio siguen los Juegos del Hambre como si los personajes no fueran personas reales o como si su sufrimiento no importara. Resulta espeluznantemente fácil hacer el símil con la humanidad actual. Refugiados, desplazados internos, víctimas de tráfico de personas, explotación, hambruna, genocidios. Y seguimos pulsando el botón, seguimos comprando el producto.
Júlia Altés i Baiges es experta en cooperación para el desarrollo
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