CONSTANZA PAREDES
El fútbol es arte. Es una obra posiblemente de Marcel Duchamp, colocado en un escenario de grass verde efímero, coyuntural, en movimiento y contemporáneo. El jugar fútbol es en sí una obra de arte, es quizá un prismático porque en él convergen múltiples dialécticas: lo nuevo y lo viejo, lo importado y lo local, la derrota y la gloria, los sistemas y los antisistemas, los fuertes y los débiles, los blancos y los cholos.
Este deporte llegó a Perú en 1872 y llegó desde Inglaterra. Por aquel entonces, el fútbol era un deporte de élites, pues sólo los jóvenes que hubieran salido al extranjero lo jugaban. Entre 1872 y 1873, cuando nacía el fútbol en suelo peruano, nuestro país por primera vez experimentaba un gobierno civil junto a Manuel Pardo Lavalle –que incluyó un golpe de estado militar–. El fútbol peruano nació en una tensa lucha entre el militarismo y el civilismo peruano, lo cual ha definido sus principales características nacionales hasta no hace poco.
Sin embargo, el primer partido que contribuyó a la difusión masiva del deporte se jugó en 1899 en el colegio Guadalupe, el primer colegio del país. El fútbol, en el Perú, no pudo encontrar otra mejor cuna para popularizarse que una escuela. Y en política, no hay mejor espacio para enraizar una ideología o narrativa política en futuras generaciones que una escuela. Tanto en el fútbol, como en la política, nada es casualidad. Los orígenes siempre tienen un punto en común, aunque las vidas de ambos discurran en escenarios paralelos que convergen a lo largo de la historia de un país.
Para entender el fútbol en el Perú hay que hablar de Guillermo Bonfil (1987), quien propone la teoría del control cultural. En ella se habla que las identidades no se configuran por “préstamos”, sino por la capacidad de “control” sobre los elementos culturales que adoptan. En ese esquema existen cuatro tipos de cultura: elementos propios y control ajeno (cultura enajenada), elementos ajenos y control ajeno (cultura impuesta), elementos propios y control propio (cultura propia) y elementos ajenos y control propio (cultura apropiada). Desde esta teoría, junto con la teoría de Gramsci sobre la hegemonía/contrahegemonía y con la producción del mito popular, podríamos darle una lectura más justa a la política y al fútbol peruano.
En ese sentido, el fútbol en el Perú es una “cultura chola apropiada”. Y es una cultura chola apropiada porque ha atravesado –hasta el día de hoy– procesos de apropiación y criollización cultural por la interacción de prácticas y significados con el espacio público. Lo mismo ha sucedido con la política. Nos apropiamos de esa expresión, la adaptamos y a partir de ella generamos una identidad. Por ejemplo, en el fútbol, recién luego de 36 años, la selección peruana ha logrado una identidad futbolística definida en su juego; y en el Perú, luego de largos años de una dictadura, nuestra clase política democrática también.
Este deporte no sólo es una herramienta de poder que en antaño se usaba para entretener a los sectores sociales más bajos y que en la actualidad paraliza el país de manera transversal. Muy por el contrario, es un pretexto para la reunión, la discusión y la reivindicación frente a la hegemonía dominante (endógena –entre las mismas clases, por ejemplo, cuando se juega un clásico– o exógena –entre otros países–). No en vano los clubes más antiguos nacen en los colegios nacionales, luego en los barrios y por último en los centros laborales. Y no en vano, la política nace en los centros de trabajo, luego en los barrios y termina en las agrupaciones.
Sostenemos la premisa de que el fútbol ha sido siempre un reflejo de lo que sucede en el país porque ha sido un componente imprescindible de todos los cambios políticos, reformas, programas y celebraciones cívicas. Cuando un país está atravesando una crisis, usualmente es el fútbol quien trae las alegrías más mediatizadas o quien puede recobrar mágicamente la unidad del imaginario colectivo que todos han perdido. Ampliamente se ha discutido en redes sociales –entre broma y broma– que el entrenador de la selección se convierta en presidente de una república. El fútbol, mucho más que el proyecto político de nuestro propio país, nos ha unido al punto de brindarnos una identidad nacional, nos da un código de valores que los hinchas siguen en un país donde cada día nuestras identidades colectivas se ven claramente fragmentadas.
-No hay milagros ni en la política ni en el fútbol peruano
“Pero para qué engañarnos…
La verdad es que ya desde hace tiempo las cosas no andan bien entre nosotros.
Me prometes la gloria y yo te creo.
A pesar de que me dicen que me engañas, que te diviertes a escondidas mientras yo no duermo por pensarte (…)”
La blanquiroja. Spot oficial.
Durante 36 años el Perú no ha experimentado un mundial. Generaciones enteras desde aquel España ’82 no han experimentado el sabor de la gloria. Durante décadas, el fútbol peruano estuvo impregnado de escándalos personales, eran irregulares en el momento del juego, destacaban más los jugadores individuales (con las eternas estrellas, algunas de ellas ya estrelladas) que el juego en equipo y no se permitía un ascenso de talentos jóvenes (o los posibles outsiders) que no venían de las típicas canteras futboleras. El fútbol peruano era un espacio de poderes, de presidentes de clubes, de beneficios fiscales y enormes deudas, más que de hinchas, técnicos y futbolistas. El fútbol peruano era el reflejo de la política del Perú, recirculando candidatos y muriendo de hemofilia política. Hasta que en 1990 llegó el primer outsider, que no se iría hasta el 2000, detonando todas las bases de la independencia y convivencia que un argentino llamado José de San Martin proclamó en 1821.
En el fútbol, esas décadas pasaron del casi nulo aporte futbolero de Chemo del Solar (2007–2009), al aporte de Markarián (2010-2013) y al éxito de Gareca (2015- en adelante). Con este último outsider argentino, Perú comenzó a prepararse para el siguiente mundial de fútbol y nuestra clase política comenzó también su preparación para los siguientes mundiales políticos peruanos. No por algo los mundiales son cada cuatro años y las elecciones presidenciales peruanas también.
Es de gran importancia recalcar que en aquel 2007, junto con Chemo del Solar, el país experimentaba por primera vez la reelección de un presidente que en los ochenta lideró la peor crisis de la época moderna: Alan García Pérez. Ambos eran productos locales en canchas locales. Las expectativas eran altas, el juego fue lento y sucio. Posteriormente, tanto Markarián como Gareca se desempeñaron como entrenadores de la selección durante el gobierno de Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra. Todos ellos nuevos al momento de lucir la banda presidencial y, en el caso de los entrenadores, de dirigir a la selección, uno de ellos con menos suerte de principiantes que el resto.
Sin embargo, en el Perú no hay milagros. Luego de años entrenando en lo que podríamos denominar un nuevo renacimiento de la era dorada del fútbol peruano, éste ha demostrado tener una identidad de toque rápido, toque al piso y al ras en primera. Desde las clasificatorias ha ido en creciendo y aprendiendo a jugar en colaboración. La selección, por fin luego de España ’82, colabora en la defensa, juega en equipo. No sólo quita, sino que colabora con el ataque. Perú toca en el corazón del área. Su intensidad, su convencimiento y su conocimiento de la cancha le juegan a favor (en el fútbol no hay milagros). Las épocas de la improvisación han quedado atrás. De nuevo, la apropiación y adaptación cultural criolla nos brindaba una identidad que nos hace vibrar.
Como en el fútbol no hay milagros, la selección peruana en la actualidad ha definido su estrategia de ataque, como desorientante para el rival, sobre todo por el cambio de posiciones. Los jugadores son camaleónicos, presionan arriba, no sólo desde el centro o la diagonal. Estos jugadores son polifuncionales. La pelota tiene rapidez y no sólo va por el centro. La defensa ahora tiene visión panorámica. Sabe cuándo bajar y subir. No sólo marca bien, sino que tiene buena salida. Cada jugador presiona con sus toques sabiendo que la estrategia subyacente es presionar a la defensa del adversario para que ésta incurra en el error.
Perú, en este 2018 y gracias a Gareca ha mejorado su flanco izquierdo, pero ha provocado una debilidad en el flanco derecho que inclusive los All White en el 2017 trataron de atacar. Aun así, Perú, con su toque a ras de piso y con su picardía, logró ganarle y conquistar su espacio para este mundial 2018.
En el cuadro político peruano y en paralelismo con lo sucedido en el fútbol, al igual que con el Chemo del Solar, los hinchas y los electores peruanos decidieron apostar por un producto local (en el caso de Alan, por segunda vez), cuando los resultados fueron en ambos campos, una gran desilusión para los hinchas y los votantes. De esta forma, quebrábamos una vez más –y de manera consciente por la elección del producto local– la confianza y la identificación con la clase dirigente en las dos esferas. Posteriormente, en el 2013, en el campo político se optó por elegir a un outsider, a Ollanta Humala, y con ello en el campo futbolero se llamó al mago Markarián para que hiciera su magia. Cada uno, en su espacio, se dedicó a desmarcarse del pasado. A limpiar la cancha. Perú aprendía a no jugar en solitario. El antifujimorismo había otorgado (con un terrible temor a los outsiders) el mando de un país a un desconocido en la arena política, pero se necesitaba creer. Se necesita confiar. En el fútbol pasaba lo mismo. Se necesitaba la magia del mago Markarián.
El gobierno de aquel outsider renovó la clase política que en aquel momento moría de hemofilia, introdujo políticas sociales, se manejó bien económicamente e inteligentemente aseguró una inversión adicional de más de tres millones al presupuesto del Instituto Peruano del Deporte y la edificación del Centro de Alto Rendimiento en la Villa Deportiva Nacional. Este outsider entró como un gobierno de izquierda moderada (opuesta a la tendencia abierta de derecha de Keiko Fujimori, hija del otrora outsider/presidente de los noventa), para terminar, siendo un gobierno con tendencia derecha centro.
Estos cambios y posteriormente con el gobierno de Kuczynski, evidenciaron la lenta muerte por desangro de la política de la izquierda peruana (basada en patrones caducos). En un esquema futbolero, olvidaron que debían jugar en equipo, entre oficialistas y opositores, poniendo en juego sus habilidades para mantener o ganar posiciones en el terreno. El campo político es un campo de tensión, donde se producen luchas y discusiones, alianzas y oposiciones. Y en ese campo, ¿logrará hacer lo mismo en la política la izquierda peruana o seguirá jugando en solitario junto con varios reyes y reinas sin tierras?
El homopoliticus y el homofutbolis: dícese de los políticos, el entrenador y el eterno incondicional, el hincha.
“Mil veces dije basta, esta es la última lágrima. Y al tiempo otra vez volví tras tus pasos como el amante maldito que todo lo olvida. Si me regresaras a la vida con tu baile de ensueño, sería capaz de borrar todos momentos, porque no hay tristeza en la memoria que se resista al grito de gloria”.
La blanquiroja. Spot oficial
Cuando hay un partido de la selección, los presidentes suelen tomarse una foto con los jugadores. Ese es el momento en donde dos marcas extremadamente importantes para un país, la política y la deportiva, se unen. El ritual de la imagen en este espacio puede sumar o restar al uno o al otro. Hasta ahora, los presidencialismos peruanos sumaban mucho más a la selección peruana que al revés. Pero sólo hasta ahora. Ahora es un equipo (de futbolistas, de técnicos y un entrenador) quien le da su sello de calidad al presidente, siendo que ellos son más legítimos en su derecho de representación de todas las sangres que aquel que fue electo por voto popular. En esta arena, se juega lo legal versus la legitimidad, por ello como dice Antoni Gutiérrez-Rubí en el artículo de opinión “Emociones, tasas y tarifas en la política”: “Cuando se acaba el vínculo emocional, se acaba perdiendo el vínculo político”. No nos debería caber la menor duda de que próximamente –y mientras más cerca estén las elecciones presidenciales– veremos cómo los políticos trabajarán mucho más las relaciones con la selección de fútbol nacional para reforzar su vínculo emocional con el electorado. Y, en el medio de ello, veremos a los poderes legislativo y ejecutivo –si es que son sistemas presidenciales– brindar más de una condecoración o reconocimiento a la selección, con tal compartir escenario y absorber un poco de los valores marca, así como declarar feriado nacional si se gana. Populismo futbopolitiquero puro y duro.
Junto con las apreciaciones positivas construidas en términos absolutos sobre las bondades del “buen entrenador”, basadas en valores tales como la honestidad, el trabajo, la transparencia o el esfuerzo, conviven apreciaciones más ambiguas y contradictorias que dinamizan y relativizan este modelo, tales como el “roba, pero hace obra” que suele decirse en el campo político para los presidentes. En ambos espacios se sobreponen estas apreciaciones, porque tanto los hinchas, como la ciudadanía (que al final son las mismas personas, pero en dos roles distintos: uno racional y otro emocional) piensan aún en una única figura que debe traer “orden” o “mano dura” para la gestión de una selección o de un país. El fútbol, al igual que la política, cuando se tiene que dirigir, está lleno de personalísimos.
En ese sentido, los presidentes, al igual que los entrenadores de la selección, son denominados los homopoliticus. Ambos llegan con altos índices de aprobación y posiblemente cierren su “governance” con los índices más bajos por decisiones o medidas impopulares. El estilo de “gobierno” de ambos será decisorio para mantener la coherencia entre el discurso y los hechos, en la definición del enemigo común (puede ser exógeno o endógeno), la aceptación de los errores propios y la ruta a seguir para alcanzar la meta. Un homopoliticus débil, sin coherencia en el relato, sin un equipo técnico que lo respalde no llegará muy lejos (Pedro Pablo Kuczynski o Chemo del Solar) o podría detonar las posibilidades electorales mediante la presentación de un proyecto de ley que implicaría ser desafiliados de la FIFA a puertas de un mundial, pues el legislativo buscaba tener inferencia en los procesos de la FIFA (proyecto presentado por la congresista de Fuerza Popular Noceda).
Por el contrario, el homopoliticus que gobierna para todos, siendo el mismo quien recorre o escucha a la gente, que incorpora en su equipo técnico gente de otras canteras y que apuesta por los jóvenes como un correlato de futuro con hitos narrativos claros (Martín Vizcarra o Ricardo Gareca), es quien probablemente tenga mayores posibilidades de concluir un mandato con índices de mediana aprobación.
¿Y dónde quedaron los hinchas? Sobre esto Galeano dice lo siguiente: “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol”. No hay mejor definición del homofutbolis que aquella. El homofutbolis es el hincha que, al igual que el electorado, cuando está convencido fervientemente del líder, justifica –muchas veces irracionalmente– a su selección y dirigencia. En Perú más de 20 millones de personas nunca han vivido un mundial. Estos son homofutbolis a los cuales no se les habla de cuentas, de números. Ellos son personas, sienten y viven en grupo. El desprendimiento monetario o material no es un problema (basta con ver cuántos préstamos, venta de autos o casas se han realizado en Perú con el afán de seguir a la selección a Rusia 2018). Ellos van a vivir el sueño de su familia, van a cerrar un gap de ilusión, van a vivir el mundial por ellos y por todo su ecosistema familiar. Su relato esta enraizado con las historias que de niños o niñas sus abuelos, abuelas, tíos, tías, padres y madres les han contado sobre lo que era el fútbol en esa década de los ochenta. A estos 20 millones de homofutbolis sólo se les puede hablar desde las emociones. Son la nueva versión de los heroicos patriotas, pues defienden a voz en cuello la Blanquiroja con un orgullo futbolístico nacional.
Es que hay algo con lo que no se puede jugar y es que para ellos las emociones, el vibrar, el gol, la satisfacción de ganar cuenta más que cualquier otra cosa. Porque en un partido no hay represión cultural en torno de las emociones. Los arquetipos socialmente impuestos se caen para dar paso al relato de la identificación con la alegría, la frustración, la cólera y la desilusión.
Los homofutbolis son un elemento clave para la selección y para el entrenador. Sin ellos los estadios retumbarían en un eco sin sentido. Con ellos los estadios vibran al unísono con cada jugador y su jugada. Y es que un político desearía tener un hincha de ese tipo, aunque para eso los políticos deberían preguntarse, ¿cuántos de ellos se la han jugado por la Blanquiroja antes de atribuirse el triunfo?
Sea como sea, finalmente, esto acaba así. Señores: somos Perú y para lo futbolístico y político estamos de vuelta.
Constanza Paredes es comunicadora para el Desarrollo. Master en comunicación política (c.) (@Constipidi)
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