RICARDO GÓMEZ LAORGA
La peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Con estas palabras, el escritor austríaco de origen judío Stefan Zweig criticaba en su celebérrimo libro El mundo de ayer: memorias de un europeo, la escalada nacionalista que vivía Europa desde los albores de la Primera Guerra Mundial. Desde que se conoció al remoto apéndice occidental del continente asiático con el nombre de “Europa”, surgió una maquinaria mítica que a lo largo de los siglos ha intentado crear un sentimiento de pertenencia a un territorio denominado a semejanza de la mujer fenicia seducida por Zeus. Así, todos los europeos occidentales han querido continuar la estela cultural clásica que griegos, fenicios y, después romanos, se encargaron de extender por la cuenca mediterránea, así como sus diversos sucesores por el resto del denominado “Viejo Continente”. Sin duda alguna, el cénit de este sentimiento de pertenencia mutua y de arraigo al terruño europeo se inmortalizará en la célebre firma del Tratado de Roma de 1957.
Apenas una década antes, se había dado por finalizado el conflicto más sangriento y vergonzoso del siglo XX. Más allá del incontable número de víctimas, las infraestructuras destruidas o el trauma provocado a generaciones enteras de europeos, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se había basado en dos aspectos a destacar. En primer lugar, la lucha fratricida de millones de jóvenes, quienes como en la Primera Guerra Mundial (1914-1918), acudían a los diversos frentes bélicos como carne de cañón siguiendo los deseos y/u objetivos de unas clases dirigentes que, en unos casos, buscaban recuperar la grandeza y el honor arrebatado con la firma de los tratados de paz veinte años antes y, en otros, mantener el statu quo establecido desde la Gran Guerra.
El segundo aspecto a resaltar es el selectivo y efectivo genocidio –término que, precisamente, surge a consecuencia de las políticas raciales nazis– llevado a cabo por los países del Eje y sus territorios títere. Pueblos como el judío, presentes en Europa desde hace siglos y fundadores como otros tantos de la cultura y valores europeos, fueron masacrados vilmente por el simple hecho de pertenecer a una minoría acusada de ser el origen de los males nacionales. Existen al respecto numerosos testimonios sobre la brutalidad de las autoridades nazis y colaboracionistas con las minorías hebreas. Un ejemplo lo aporta el siempre brillante Stefan Zweig, quien en el ya citado El mundo de ayer: memorias de un europeo, lleva a cabo un detallado recorrido de cómo era la vida en la Europa de la belle époque, y cómo el espíritu aperturista y cosmopolita de estos años dio paso a un retorno al nacionalismo más reaccionario y agresivo que desembocará, como se ha dicho, en la Primera Guerra Mundial como prólogo, en el periodo de Entreguerras como nudo y en la Segunda Guerra Mundial como epílogo.
Para europeístas como Jean Monnet, Aristide Briand o el propio Zweig, el auge de los totalitarismos en el continente podría recordar al mito que le da nombre. Según la mitología helénica, Europa era una bella mujer de la cual Zeus se enamoró perdidamente. Para conseguir la atención de la joven, el dios de dioses griego se convirtió en un toro blanco en el cual ésta se subió. Fue entonces cuando decidió raptarla para poder contraer matrimonio con ella. Más allá del relato mítico que nos ofrece la tradición clásica, se observa cómo Europa desde su propia etimología se basa en un relato de “secuestros”. Estableciendo una analogía, desde finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, se produjo un “rapto” del continente europeo y de la idea europeísta por parte del concierto de estados y su exacerbado nacionalismo y patriotismo. Así, la fiebre nacionalista y chovinista desembocará en 1914 en la Primera Guerra Mundial, primera gran prueba del poder destructivo del hombre.
No obstante, en el periodo de Entreguerras se vislumbraron importantes proyectos europeístas. Quizás el más famoso fue el que llevó a cabo el binomio Briand-Stresemann. Aristide Briand fue uno de los políticos más brillantes de la Tercera República Francesa (1879-1940) y, como ministro de exteriores francés, intentó llevar a cabo una férrea apología del proyecto paneuropeo en un contexto histórico en el que el Viejo Continente no estaba preparado para tal ambicioso desafío. Junto a su homólogo alemán, Gustav Stresemann, compartió el Premio Nobel de la Paz en 1925, precisamente por la política de fraternidad promulgada en los Acuerdos de Locarno del mismo año. Desgraciadamente, las ambiciosas ideas de unión de Briand caerán en saco roto con la crisis económica de 1929. Europa será un vivero de gobiernos nacionalistas que no verán con buenos ojos el ideario federalista propuesto en el Memorando Briand.
Lo que ocurrirá después ya ha sido narrado. Europa volverá a ser “secuestrada” por el fantasma nacionalista y, en esta ocasión, el esperpento será aún mayor y dará lugar a la Segunda Guerra Mundial. Precisamente, la destrucción material y humana que sufrió el continente hizo que muchos de los líderes de posguerra decidieran converger y olvidar de una vez por todas las rencillas pretéritas. Todo ello se hará a espaldas de la URSS –otrora aliada, ahora convertida en enemigo–, y con la bendición de los Estados Unidos. Lo realmente interesante fue que la tradicional rivalidad franco-germana se olvidará y las dos potencias continentales más importantes –esta última bajo la forma de la Alemania Federal– conseguirán acercar posturas.
Si bien las primeras convergencias serán en materia económica y cristalizarán en la creación de la Comunidad Económica Europea (CEE) en el Tratado de Roma de 1957, pronto los líderes de la Europa occidental olvidarán el “divide y vencerás” apostando por lo contrario: aumentar tanto las competencias de la CEE, como el número de países adscritos a la misma. A grandes rasgos, desde 1957, el relato de la UE –denominación que adquiere la CEE en 1992, precisamente para abandonar una única connotación económica–, es el de una historia de éxito. La UE se convirtió en un espacio de paz y respeto de las libertades humanas en el que los ciudadanos europeos pueden pagar con una única divisa o viajar sin pasaporte por la mayor parte de los territorios que la forman.
Siempre se ha comentado que la Historia es cíclica y tiende a repetirse. La Gran Recesión de 2008 golpeó de lleno los cimientos europeos, permitiendo el afloramiento de movimientos nacionalistas de corte populista. Esta miríada de agrupaciones políticas hostiles al proyecto europeo forma un grupo heterogéneo de reivindicaciones y, en muchos casos, con una diversa representación parlamentaria en sus países de origen y en el Parlamento Europeo. No obstante, hay dos características comunes a todos ellos: su crecimiento a raíz de la crisis económica y su idea de la UE como una máquina burocrática que usurpa recursos patrios y soberanía nacional. De nuevo se aprecia cómo Europa –en este caso la UE–, es de nuevo secuestrada por este “Zeus” nacionalista que, en momentos de zozobra económica, prefiere mirar hacia sí mismo y abandonar el proyecto común. Bien es cierto que, a diferencia de los dos casos anteriores, la UE ya existe como ente supranacional y sus lazos comprometen más a los países miembros que antaño, cuando éstos aún conservaban su plena soberanía nacional y negociaban con sus pares con la única objeción de los órganos donde residía ésta.
Ahora bien, ¿qué se puede hacer para dejar de alimentar la bestia nacionalista latente actualmente en la UE? Dicha cuestión es debatida a diario en los organismos de poder europeos. Puede parecer una suerte de mantra o un “bálsamo de fierabrás”, pero nada más lejos de la realidad: la UE necesita volver a ilusionar como hizo a generaciones anteriores de europeos, quienes realmente creyeron en este organismo como la solución de los problemas que había tenido el Viejo Continente tradicionalmente.
En primer lugar, debe haber un intento por parte de las autoridades europeas de llegar a toda la población. Uno de los argumentos más populares de los eurófobos es la visión de la UE como una “bestia burocrática y lejana”. Como si de un imperio se tratara, muchas regiones periféricas aprueban con recelo lo que se decide desde la “metrópoli” bruselense. Precisamente, fue uno de los pilares en los que se basó el Brexit: los partidarios de la salida del Reino Unido de la UE concebían a ésta como una entidad supranacional que violaba la soberanía nacional británica, estando Londres subyugado a los intereses heterogéneos de un conjunto de casi 30 países. Asimismo, se arguyó que el Reino Unido era uno de los países que menos recibía de los fondos comunitarios respecto a lo que aportaba. Fue una tesis que caló en el pueblo británico, quien votó por abandonar el club europeo el 23 de junio de 2016.
Así, debe evitarse la coletilla “desde Bruselas” y llevar a cabo políticas que penetren en el ideario de los más de 400 millones de ciudadanos de la UE. Más allá de las decisiones económicas, la UE ha demostrado a lo largo de sus 60 años de historia su capacidad de convergencia entre países otrora enemigos en un ambiente de fraternidad. Un ejemplo es el ámbito cultural, donde los intercambios estudiantiles suponen una de las puntas de lanza. Para los que hemos podido disfrutar –y estamos disfrutando– de una beca de estudios en universidades de otros países europeos, la experiencia es prácticamente inigualable. Supone entrar en contacto no sólo con los habitantes del país de acogida y su sistema educativo, sino con otros estudiantes de diversos territorios que acuden a la ciudad en cuestión. Suele decirse que la posibilidad de estudiar un año en el extranjero cambia la mentalidad y cosmovisión del que lo disfruta. Es por ello, que la UE debe seguir el camino de la convergencia cultural que lleva realizando desde hace más de 30 años y, si cabe, hacerlo más ambicioso. Los jóvenes que hoy acuden a otros países a completar sus estudios serán con muchas probabilidades los mayores apólogos del proyecto europeo en el futuro.
Por otro lado, uno de los temas que más ha perjudicado la visión de la UE entre la sociedad civil europea, es la gestión de la actual crisis de refugiados, la mayor desde la Segunda Guerra Mundial. El poder blando del que la UE gozaba como benefactora de los derechos y las libertades humanas, ha sido puesto en entredicho. En los últimos tiempos se han podido observar en los países balcánicos prácticas gubernamentales poco acordes al ideario propugnado por la UE: cierre de fronteras, persecución de refugiados por parte de las autoridades policiales… Tras el acuerdo con Turquía, la vía balcánica ha quedado en suspenso y, actualmente, el principal puerto de entrada es a través de la costa libia hacia el sur de Italia, previo paso por la pequeña isla siciliana de Lampedusa.
Italia ha protestado enérgicamente en los últimos meses por la poca solidaridad del resto de estados miembros y, antes del reciente acuerdo con las autoridades libias, se encontraba completamente superada por la llegada de refugiados. En el país transalpino se está gestando un creciente rechazo hacia el refugiado en particular y, hacia el inmigrante en general. Partidos de extrema derecha como la Liga Norte y otros como el eurófobo Movimiento Cinco Estrellas crecen paulatinamente en los sondeos, aupados por la crisis de los refugiados y la poca respuesta de las autoridades europeas. Es muy notable el caso del primero. Se trata de una agrupación que nació con el objetivo de lograr la independencia de una región ficticia denominada “Padania” y que se identifica con el Valle del Po, el territorio donde se hallan las regiones más prósperas del país. Si bien en tiempos pretéritos el “enemigo” del discurso de la Liga Norte era el “zángano italiano del sur”, quien a su juicio vivía del buen hacer y eficiencia del italiano del norte, actualmente se ha creado un enemigo común: el refugiado/inmigrante. Esto explica que la Liga Norte sea actualmente uno de los partidos más votado en las regiones del sur, precisamente los territorios donde arriban los refugiados.
Así, puede afirmarse que becas de intercambio estudiantil, o una mayor solidaridad en el reparto efectivo de las cuotas de refugiados, pueden actuar como herramientas valiosas de cara a la hipotética consecución de un sentimiento de cohesión paneuropeo. Desde el punto de vista económico y, sin entrar en aspectos técnicos, es imperativo llevar a cabo un giro en redondo en las políticas comunitarias. Desde el advenimiento y desarrollo de la Gran Recesión, se han promulgado políticas consistentes en la reducción del gasto público para así reducir la deuda que en muchos países multiplicaba el valor de su propio PIB. Territorios como Grecia se han visto literalmente desbordados y embargados con unos préstamos comunitarios que han provocado un exponencial endeudamiento y un importante empobrecimiento social. Quizás el ejemplo de Atenas es el paradigmático, pero no el único: Madrid, Lisboa, Nicosia y, en menor medida, Roma, se han visto afectadas por los requerimientos comunitarios.
Así, se ha abierto una importante brecha norte-sur que será difícil de cegar. Lógicamente existen otros tipos de fisuras –tanto geográficas como ideológicas– en el seno de la UE, pero puede decirse que el origen de todas ellas está implícita o explícitamente en el estallido de la crisis económica y la quiebra de los socios del entorno mediterráneo. El recelo de la sociedad de muchos países perjudicados por las decisiones comunitarias puede superarse –o al menos reducirse– con una apuesta por la política social, ahora que las economías de la UE parecen haber superado en su mayoría la Gran Recesión. Es necesario para los líderes de la UE derribar la tácita frontera establecida en los Alpes, e intentar reducir las diferencias entre los socios meridionales y orientales y los septentrionales.
Por último, desde el punto de vista emocional, es necesario llevar a cabo –aunque suene quimérico e improbable–, un volksgeist europeo, es decir, un espíritu de pertenencia a un único pueblo. A priori puede parecer una empresa imposible de realizar, pero solamente es necesario un paulatino cambio en la visión del nacionalismo tal y como se promulgó en el siglo XIX. Aparentemente un polaco o un francés tienen pocas cosas en común. No obstante, hace 150 años podrían haber pensado lo mismo un siciliano y un veneciano. Suele decirse que el nacionalismo surge y se desarrolla con la búsqueda de un enemigo común. En el caso europeo debe promocionarse un sentimiento de pertenencia supranacional mediante las herramientas ya expuestas, y con una mayor inclusión de las sinergias que origina la UE en la sociedad que la conforma. Quizás la futura salida del Reino Unido –el país más reticente a llevar a cabo políticas más ambiciosas en el seno comunitario– pueda suponer una oportunidad para llevarlo a cabo. Estamos asistiendo a tiempos convulsos para el futuro de la UE. El futuro de la convivencia europea se juega en los próximos años. Debemos ser conscientes del momento y, más que nunca, seguir apostando por hacer Europa.
Ricardo Gómez Laorga es graduado en Historia por la UCM, está cursando el doble grado en Sociología-Relaciones Internacionales y Experto en Desarrollo de la UCM. Actualmente es estudiante de Sociología en la Università degli Studi di Roma “La Sapienza”. (@RicardoGLaorga)
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