Las palabras justas. El error crucial en la comunicación de crisis

LUIS ARROYO

La mayor mentira que se difunde en el ámbito de las relaciones públicas es probablemente que en situaciones de crisis hay que comunicar con transparencia. Es una falsedad palmaria. En primer lugar porque en la comunicación corporativa, social y política, en general, lo último que aplicamos es la transparencia. La proclamamos (yo ni siquiera eso), pero no la aplicamos. Medimos cuidadosamente lo que decimos, amputamos la espontaneidad del mensaje para mantenerlo controlado, tasamos las intervenciones para no correr riesgos, limitamos tiempos de exposición y redactamos argumentarios para evitar que la verdad se abra camino con libertad naïf.

En sus fascinantes memorias sobre el fracaso de su inicialmente prometedora campaña electoral, el canadiense Michael Ignatieff (Fuego y cenizas, Taurus, 2014) dice que lo primero que aprendió con sus asesores de comunicación cuando se vistió de candidato a primer ministro fue que no podía decir la verdad. Cualquiera que se dedique a lo nuestro sonreiría con indulgencia por la ingenuidad del intelectual infructuosamente metido a político.

El error más frecuente en la comunicación de crisis es precisamente no encontrar las palabras justas, en fondo y en forma, para que la opinión pública reciba la información imprescindible para salvaguardar la reputación de la empresa, la organización o la persona afectada.

Con mucha frecuencia, por supuesto, el problema es que las palabras se quedan cortas. Ante una amenaza, la naturaleza humana –como la animal– estimula el escondite, de modo que la reacción casi mecánica cuando se acumulan decenas, o cientos, o miles, de llamadas telefónicas y mensajes electrónicos, es esperar a que la presión baje –cosa que rara vez sucede– y abandonarse al silencio y buscar refugio.

Las palabras que se quedan cortas adquieren entonces formas diversas. Pueden ser ausencias. Son las del presidente que no va, o llega tarde, a un lugar azotado por un desastre natural. O que en lugar de pisarlo lo sobrevuela, o que lo visita con arrogancia o con desdén. Las palabras que se quedan cortas son las de la líder que no menciona el problema como lo verbaliza el resto de la gente. O los eufemismos que se usan para no llamar al pan, pan, y al vino, vino, o a la crisis, crisis.

Las palabras que se quedan cortas son los eufemismos que resultan ridículos. En muchos casos los proporcionan los técnicos, que son un peligro necesario para los líderes, porque no entienden que, ante la opinión pública, los hechos no valen siempre igual y que en la comunicación pública no trabajamos sólo con lo que es, sino también con lo que parece. Que nuestra materia prima no es sólo la verdad, sino también lo verosímil.

Los desastres comunicativos por incomparecencia o por minusvaloración han sido tan conspicuos, que los asesores de comunicación hemos ido previniéndonos de ese error con cierto éxito. Hoy ya casi nadie se queda callado ante el desastre, porque vimos a Exxon en Alaska, a Bush hijo en Nueva Orleans, a Coca-Cola en Bélgica o a Aznar en Galicia. De algún modo, quedarse callado ya no nos parece una opción.

Pero entonces, el error que no llega por omisión, puede venir en forma de acción excesiva. La comunicación de crisis, en manos de gestores inexpertos, puede llevar al desastre, precisamente, por transparencia innecesaria. Los ejemplos son numerosísimos, y mucho más típicos en este tiempo nuestro en el que la comunicación es más difícil de controlar, mucho más rápida, más imprevisible.

En un ejemplo paradigmático que vivimos en España hace ya 16 años, tras el atentado más letal de nuestra historia, el problema del Gobierno que tuvo que gestionarlo, no fue que se calló o que desapareció. Sino que habló demasiado. Cada una de la media decena de ruedas de prensa que el ministro de Interior concedía para insistir en que probablemente había sido la banda terrorista vasca ETA la que había puesto las bombas que mataron a 192 personas, eran un supuesto ejemplo de voluntariosa transparencia. Pero cada vez que hablaba el ministro no hacía sino verificar las dudas sobre la verdadera autoría del atentado. Y así, si en pos de una supuesta voluntad de transparencia se convocan ruedas de prensa que resultan confusas, la transparencia sólo se convierte en una cualidad letal.

Si haciendo cumplir la ley con autoridad, sacas a los policías para que desalojen a unos manifestantes o para evitar una ilegalidad, quizá el estricto cumplimiento de la ley sólo logre reforzar el victimismo de los manifestantes. Y ya se sabe –lo saben los activistas desde su primer curso de acción no violenta–: nada le gusta más a David que verse amenazado por el gigantesco Goliat. Nada gusta más a los manifestantes que el momento en el que la policía dispara al aire a la vista del mundo entero, si se me permite la muy realista frivolidad.

Naturalmente, dónde está el punto virtuoso entre el no hacer nada y hacer demasiado no está escrito en ningún manual de crisis, por mucho que se pague a una consultora de relaciones públicas por su redacción. Las dimensiones de una crisis no dependen sólo de los hechos reales que la ocasionan, sino de un número de otros factores inmateriales. Un atentado no tiene la misma dimensión en Bagdad que en Oslo, aunque las vidas humanas valgan igual en todo el mundo. Un mismo desastre ocasionado por Ikea no tiene la misma dimensión que uno que provoca una fábrica de muebles desconocida. Y un mismo suceso puede tener una dimensión mucho mayor si sucede en verano. Sabemos que las crisis más letales son las más concretas, las que pueden verse encarnadas en víctimas personales, con tramas narrativas muy nítidas (los verdugos y las víctimas, los buenos y los malos, el tiempo concentrado y corto…).

Como esas condiciones no pueden ciertamente preverse por completo, los planes de contingencia con frecuencia quedan muy limitados para responder con eficacia a una crisis. La comunicación de crisis es, en ese sentido, más un arte que una ciencia, más un oficio que una profesión. Y como el arte y los oficios artesanales, se nutre de la experiencia y de buenas dosis de intuición y creatividad. Eso es, precisamente, lo que la hace fascinante. ¿Qué otra tarea puede resultar más atractiva a quien disfruta con la gestión de la opinión pública que canalizar sus angustias y sus esperanzas en mitad de un desastre?

 

Luis Arroyo es Consultor de comunicación y autor de El poder político en escena y Frases como puños. Dirige Asesores de Comunicación Pública (@LuisArroyoM)

Descargar en PDF

Ver el resto de artículos del monográfico 12: Comunicación de crisis